Richard Rorty:

o la caja blanca de la comunicación (parte II)

(Texto publicado en Critique, No. 417, Feb. 1982,  traducción: Vicente Ulive-Schnell)

Leer la primera parte  

Por:

Jacques Poulain

Director de la Escuela de Filosofía de Paris VIII y silla filosófica de la UNESCO.

 

 

El efecto Rorty

 

      El efecto Rorty, en el contexto filosófico en el cual es producido, consiste en convertir en real esta comunidad de comunicación, la cual es presupuesta por las prácticas de justificación. Filosofía del chamán que nos cura de la filosofía, la filosofía de Rorty no puede ser un discurso sobre una realidad trascendente a un contexto comunicativo. No puede sino ser juzgada en función de su efecto de verdad: el efecto de adhesión de sus alocutores a la verdad accesible en la comunicación cotidiana. De esta manera se justifica la realidad de la comunicación como realidad del hombre. Todo alocutor filosófico adopta esta creencia en la realidad de la comunidad comunicativa como la única creencia necesaria a la adopción de las demás creencias verdaderas y necesarias a la adopción de creencias “indispensables para una vida mejor”. Nos coloca cara a cara con esta realidad de la comunidad comunicativa solamente al hacerse reconocer por sus alocutores en el discurso pragmático, al hacerlos identificarla a la actividad comunicacional misma. Rorty evita de esta manera el efecto de la pragmática trascendental que Apel identificaba como condición sintáctico-semántica del lenguaje, al reafirmar el carácter a priori y necesario de la auto-implicación de los locutores en la realidad transubjectiva de la práctica comunicativa. Esta se presenta como producción recíproca de la identificación de los intérpretes a lo que se dicen entre sí, gracias a la apertura al asentimiento mutuo de la verdad de lo que es dicho. Dicha producción efectiva de la identificación mutua a lo verdadero es lo que es trascendente en la comunicación. La producción de una interpretación y de una comprensión común de los interlocutores es trascendente ya que, a través de ella se afirma el uso necesario del lenguaje para la justificación de todo pensamiento, de todo acto y de toda percepción. El locutor no puede concebir una de estas realidades a menos que la pueda justificar y no las puede justificar a menos de identificarse con ellas, si no se reconoce él mismo como afirmando la verdad, por lo mínimo el tiempo necesario para referirlo al pensamiento: no hay lugar donde esta proferencia pueda ser juzgada desde el punto de vista se Sirius, por un observador independiente del contexto comunicativo.

 

      Esta justificación del a priori trascendental se parece a la que propone Apel, tanto así que logra reforzar el purismo de la razón pragmática:

1)  Al conservar una conciencia que no es individual ni colectiva, sino engendrada por los intercambios y generadora de intercambios y,

2)  Al negar la posibilidad de reconocer una dimensión especulativa inherente a ésta práctica.

 

Rorty rechaza con todas sus fuerzas la dimensión especulativa inscrita sin justificación por Apel en el seno de la práctica verbal como un juego filosófico inherente a todos los juegos del lenguaje, como el juego que les permite funcionar a partir de la auto-percepción de ellos mismos. Rorty se prohíbe el pensar esta auto-percepción de la práctica comunicacional: sólo la justificación aceptada puede legitimar una aserción sólo su efecto de aceptación en el alocutorio valida dicha aserción. La aserción no puede legitimarse si pretende no poder ser reconocida como verdadera por su productor. De la misma manera, el efecto Rorty enceguece su objeto: los circuitos de estímulo-respuesta verbales son, empíricamente, aquellos de los cuales dispone el ser humano para reaccionar, comprenderse y producir justificaciones, pero se mantienen indiferenciables de otros estímulos y otras respuestas a pesar de que son concebidos exactamente igual a ellos. Son empíricamente aquello que necesita el ser humano para acomodar todo lo demás: el hecho de que el carácter trascendental de dicha interacción comunicacional preceda a las demás interacciones no es más que un hecho.

 

Sin embargo, el discurso de Rorty se ciega sobre sí mismo también. No reconoce la fuerza cognitiva y teórica que produce el efecto de aceptabilidad característico a las proferencias justificadas. Toda práctica comunicacional debe producir aquello que Rorty supone presente de antemano en toda práctica verbal, aquello que se contenta como buen behaviorista de constatar precisamente como un hecho teórico: que el hombre sea lenguaje, que el lenguaje sea característico del ser humano.

 

Debemos entonces ser más puristas que el pragmático acérrimo: el hombre no se hace una realidad de lenguaje que al reconocerse como tal en cada proferencia, que al producirse y al reconocerse identificado a la verdad de lo que dice, que al convertirse en un ser teórico que no puede hablar a menos de producir la verdad de lo que dice y el reconocimiento compartido de dicha verdad. La teoría no es el producto de las teorías behavioristas, es la práctica inherente a toda producción de proferencia que hace identificarse a ella a los interlocutores, es la característica específica del lenguaje que conlleva y condiciona la reflexión y sus productos de justificación.

 

Dicho reconocimiento teórico de sí mismo como ser de lenguaje producido en cada proferencia por la conciencia de su verdad permite a cada uno de nosotros de hacer lo que pretende hacer el teórico Rorty: aislar, entre todos los comportamientos del hombre, la realidad de lenguaje que le permite reconocerse y que le permite reconocer a todos los demás. Si presentamos à la Rorty este reconocimiento como un hecho puro, un hecho que basta con constatar: El discurso teórico que lo presenta de esta manera parece ser un efecto de lo arbitrario y teórico, un efecto de “lingüisismo” de “logocratismo”, un efecto de efectos, un efecto de obsesión del hombre por sus palabras, análogo a sus obsesiones anteriores por los dioses de la palabra.

 

La práctica lingüística que se supone regular la simbiosis social al mismo tiempo que es regulada por ésta no parece, por sí sola, poder justificar la necesidad o la ventaja de ésta simbiosis ni la necesidad de identificarse al lenguaje como condición de vida. La identificación del hombre al lenguaje, visto desde ésta óptica (y no a partir de las justificaciones  formales del contexto trascendente de la interacción comunicacional, sino concebida a partir de lo que es dicho en esta identificación: de su “contenido”) aparece simplemente como un gesto entre los tantos gestos que se pueden hacer: tomada al pie de la letra y ya que no es más que una aseveración teórica entre tantas otras, no tiene más posibilidades de ser verdad que las otras. De hecho, viene teniendo menos: ya que subrayada como el gesto teórico del mismo Rorty basta con que dudemos (de que el hombre sea comunicación, que sea su realidad ya que cada quien es libre de no ver sino una posibilidad) para que sea inconcebible el que este gesto sea verdadero, que sea el mismo teórico.

 

¿Por qué debe el ser humano ser lenguaje en vez de estómago? ¿Sexo? ¿O incluso puñetazo?

 

 

La repetición pragmática: la evidencia behaviorista de la interacción comunicacional

 

  ¿Cuál es la diferencia entre la definición del hombre como un ser de lenguaje absorbido por sus estímulos y sus respuestas simbólicas, de la definición que lo engendra a partir del denominador común más ínfimo de la conciencia incorregible de los dolores, de las verdades matemáticas y sus verdades morales, a partir de una conciencia generadora de sí misma?

 

Se distingue, por supuesto, primero de manera formal, por la forma de presentarse. Logra aparentemente no alejarse de las condiciones discursivas en las cuales es propuesta: El idealista y su interlocutor debían sustraerse de las condiciones comunicacionales de transmisión de la teoría para descubrirse limitados por una realidad y una autoridad anterior y exterior al discurso, la conciencia. Las condiciones pragmáticas de reflexividad comunicativa son respetadas en la propuesta, mientras que parecían ser irrespetadas por el idealista. El discurso de la conciencia se descalificaba al invocar una autoridad de conciencia independiente de sí mismo, lo mejor que podía lograr era imitar dicho discurso. Sin embargo, al hacerlo descubría que no podía someterse a dichas reglas sin someterlas a ellas también: La limitación empirista de la verdad a aquello que podemos experimentar sensiblemente se refutaba a sí mismo en la metáfora necesaria del espejo. La conciencia no podía limitar por sí sola las pretensiones cognitivas de la intuición sensible que al revelarse como una auto-limitación conceptual e intuitiva, como una conciencia insensible de ella misma, como conciencia donde la falta de sensibilidad es constitutiva de ella misma. La metáfora del espejo y la argumentación filosófica hicieron falta ya que ninguna realidad parecía corresponder a la realidad de conciencia que nos hacíamos ser simplemente al afirmar serlo. Por oposición a esta realidad evanescente, Rorty hace aparecer al lenguaje como una realidad que no tiene límites falsos, que produce o no su justificación.

 

Sin embargo, ésta realidad reposa sobre las mismas razones que guiaban la identificación del hombre a su conciencia. Igual que la evidencia empirista se basaba sobre la afectación causal de los sentidos por el objeto percibido, la evidencia del behaviorismo reposa sobre el reconocimiento de relaciones de interacción causal entre los interlocutores de la comunidad de comunicación. La interacción comunicativa se impone como realidad al behaviorista para hacerlo creer que ella es la que lo hace hablar, la que lo hace ponerse de acuerdo con los demás y adosarse a todo aquello que los demás no han rechazado aún: reproduce así el mismo movimiento de la conciencia. Esta se hacía creer, a través de la argumentación filosófica, que las impresiones de sentido hacían aceptar a los sujetos todas las experiencias de objeto que se comunican con él a través de la sensación. Se le da poder revelador a la interacción comunicacional igual que el empirista daba poder revelador a las sensaciones. Pero darle poder revelador al decir y al escuchar, como interacción pura, o al sentir, es producir la metáfora de la visión en el decir como se producía en la percepción, en lo sentido. Esta metáfora del acto de percibir es lo único que incita al hombre a reconocerse en el estímulo de la comunicación, de identificarse al estímulo que no se auto-regula sino a través de la producción como respuesta de una repetición de sí mismos, al hacerse aceptar o ser justificados. Conducidos por dicha metáfora, se invita al sujeto a identificar a sus pares al no producir en los interlocutores sino la repetición en la conciencia de la acción de asentir. La auto-referencialidad característica de la relación especulativa de la metáfora de la visión autoriza solamente a aislar las relaciones comunicacionales como aquellas que no hacen pensar verdades o identificar realidades sino a partir de la certeza semántica que vehiculan: lo que se dice se experimenta como traducible a toda otra afirmación que se reconozca como portadora del mismo sentido porque dice la misma cosa de las mismas realidades.

 

La práctica comunicativa produce la comprensión común de lo que se dice de la misma manera que la conciencia debía producirse como certera. La conciencia de percibir la cosa vista de la misma manera en la que se le piensa estaba basada sobre la conciencia que tenía el pensamiento de ser idéntico a él mismo y de poder conseguir la misma identidad entre el pensamiento sobre la cosa percibida y la cosa percibida en sí. La conciencia comunicativa behaviorista de ponerse de acuerdo con los estímulos necesarios a toda percepción y a toda acción depende de la producción efectiva de su justificación: ella no se produce a menos que el locutor logre hacerla reconocerse como aquello que permite a los interlocutores de hacer la experiencia que él se hace hacer a través de ella, al hacer a los interlocutores reconocer simultáneamente que se les hace hacer dicha experiencia.

 

Por otro lado, la conciencia colectiva del acuerdo comunicacional es también poco limitante, igual de poco que la conciencia idealista o cartesiana: permite muy poco, como conciencia semántica pura, la distinción entre la realidad real y la realidad deseada o imaginada como tal, igual que la conciencia de las sensaciones privadas no lograba hacerse reconocer como pública, como conciencia de una realidad común al momento mismo de instituirse como realidad. Dicha conciencia no puede conocer la identidad del sentido dicho por el locutor y del sentido recibido por el interlocutor sino a partir de una especie de saber para-psicológico análogo a aquél que decretaba saber lo que era todo otro hombre: la identidad de una conciencia de sí mismo. La identificación teórica del hombre al ser viviente provisto de lenguaje y la identificación behaviorista del lenguaje a los circuitos de estímulo-respuesta verbales no parece poder ser reconocida como verdadera y como la realidad del hombre a menos que sea algo más que un efecto puramente arbitrario del discurso del ser viviente Rorty, a menos que sea todo aquello que la comunicación opera: lo que Rorty nos hace reconocer no es otra cosa que esta identificación al lenguaje.

 

La especulación filosófica no obtiene volens nolens su efecto de verdad que al hacernos descubrirla como presente en toda realidad comunicativa. No puede renegar su carácter especulativo sino al borrar por la magia del vocabulario behaviorista el dispositivo del cual se vale para colocar los estímulos-respuesta verbales a la raíz de todos los otros estímulos, de todas las demás respuestas. Este mismo movimiento logra borrar la especificidad de aquello a través de lo cual justificaba que la aceptáramos: su pretensión a fijarnos pragmáticamente como circuitos de acuerdos de creencias y de intenciones como nuestra realidad de práctica comunicativa.

 

Su paradoja es el no borrar de esta manera su pretensión teórica al borrarse ella misma, sino presuponiendo su éxito en la práctica cotidiana de la comunicación. Al presuponernos identificados teóricamente por adelantado a la comunicación, al presuponernos convencidos por adelantado de aquello que pretende convencernos. Reconoce que no puede ocurrir como discurso filosófico, sería necesariamente metafórico. Nos obliga a reconocer que no es más que una terapia de cara a la metáfora del espejo, al obligarnos al asentimiento luego de habernos llenado de trucos y maleficios sobre la conciencia privada. Para lograrlo, no tiene que ir demasiado lejos; le basta con hacernos compartir su certeza de que no somos visión: los estímulo-respuesta comunicacionales son distintos psicológicamente de los estímulo-respuesta visuales. La evidencia de tal distinción le es suficiente. La certeza de que no pueda existir como discurso teórico, específico, como teoría especulativa, se resuelve en el saber de tal evidencia. Pero como práctica específica, se priva entonces de la posibilidad de hacerse reconocer ella misma como la única práctica necesaria e inherente a la actividad comunicativa, como la especificidad misma de ésta ya que debe presuponer que sus efectos son producidos de antemano por la comunicación cotidiana: sus efectos de fijación de los interlocutores al ser de lenguaje al cual se identifican en la comunicación.

 

“Espejo de la naturaleza estímulo-respuesta del hombre”: el discurso de Rorty construye al ser viviente como tal al pretender justificar que no hace sino eso, hacerlo reconocerse como es. La práctica behaviorista se muerde la cola, no solamente como teoría, sino también en la práctica. Según sus propios criterios, no se justifica a menos que pueda responder a todo contexto comunicacional, como la respuesta universal a todo estímulo respuesta de palabra, como aquella que permite objetivar ésta como situación de palabra. Pero, ¿cómo lo objetiva? Como un cuadro no trascendente que es trascendido por ella misma en el mismo movimiento en el cual afirma su no-trascendencia.

 

La evidencia invocada para deshacerse de todo espejo, de toda metáfora de la visión, es falsa.

 

No se reconoce que la posibilidad de reconocer visualmente un espejo como espejo existe ya en la proyección de lo visible, en la relación constitutiva de los estímulo-respuesta fono-auditivos a ellos mismos: son los únicos estímulos cuya respuesta (su emisión) no produce sino su propia recepción, cuyas respuestas transforman la recepción de los estímulos en fase consumatoria, en gratificación suficiente. Esta relación es lo que se objetiva y se aliena ella misma cuando el hombre se reconoce en su “naturaleza especulativa” del discurso filosófico. El espejo, como fenómeno óptico producible y perceptible, es entonces una metáfora del lenguaje en lo visible y no lo contrario, una metáfora visible en el lenguaje. Encontramos afirmada en la raíz de los estímulo-respuesta especulativos visuales, su condición de posibilidad fono-auditiva especulativa: el lenguaje se revela como condición trascendente biológica de la especulación visual y motriz.

 

 

 

 

      La prolepsis motriz del lenguaje: La fascinación pragmática por la acción

 

      Al impedirse reconocerse como el producto de lo que hace, la práctica filosófica de Rorty repite, a nivel de la comunidad comunicativa, la prolepsis del sujeto moral en el sujeto teórico que le reprochaba al idealismo. El sujeto teórico fundaba con la absoluta certeza que tenía de sí mismo y de las cosas, su certeza de sujeto práctico legislador y responsable, de “persona” que sabe bien lo que hay que hacer y que lo hace. El sujeto teórico es aquí la comunidad de interlocutores que responde al contexto que los estimula a hablar al tratar de producir sus interlocutores como respuestas idénticas a los estímulos verbales que emiten ellos mismos: al justificar estas afirmaciones. Es la comunidad de justificadores que afirma su propia realidad. La necesidad, la exigencia, la necesidad que Rorty impone a cada uno de no identificarse sino a las enunciaciones de creencia o de intenciones que pueda justificar de cara a sus interlocutores reproduce la aptitud de la acción verbal a reproducir en la percepción o en la acción aquello que el interlocutor reconocerá en él como persona, al reconocerse él mismo en lo que el locutor le dice. La “respuesta al contexto”, que es toda enunciación, que es la realidad del viviente humano para el behaviorista, la realidad que cada uno debe suponerse ser, se supone ya real. En los mecanismos behavioristas de respuesta al contexto encontramos garantizado por adelantado lo que moralmente cada uno se supone ser para el moralista Rorty, lo que cada uno busca ser en la comunicación de la sabiduría: un ser viviente que no clasifica sus percepciones y sus acciones sino a partir de actos comunicacionales exitosos. Pero los interlocutores no pueden ya reconocer la “realidad conforme”, la “verdad” de los locutores en lo que deben hacer, a menos que se repitan la certeza moral de los locutores: su sentimiento categórico más indeterminado de no hacer sino eso que hay que hacer, lo que nos “incitan” a hacer, el sentimiento de la obligación indeterminada a actuar: a producir tal enunciación en la cual nos reconocemos sin saber por qué. Así, la acción de comunicación se piensa basada en el modelo de la acción en general, como acción cuya realización es “verdadera” si reproduce en la acción y sus efectos la conciencia teórica que tenía el agente la obligación de seguir. La absolutisación moral de la acción en general (el reconocimiento del hombre como ser de acción) encuentra en la acción comunicacional su paradigma: Puede realizarse y a la vez juzgar simultáneamente la adecuación de su realización a su deber ser, al justificarse. La acción comunicativa esta de hecho pensada como la acción que permite a los interlocutores identificarse a la realidad que han podido imaginar, nada más habiendo respondido al contexto:

 

1)    Al identificarse, como debiendo responder a través de una locución determinada, desciptiva o intencional,

 

2)    Al ser reconocido por los otros como idéntico a aquello que el contexto los estimula a ser, con nada más hacerlos reconocer la conformidad de sus enunciaciones a las esperanzas indeterminadas de los interlocutores,

 

 

3)    Por que los locutores y sus interlocutores se reconocen identificados a través de la palabra a una realidad común y se reconocen idénticos a aquello que es dicho con solamente hacerse comprender. Así es como la acción comunicativa completa se supone satisfacer la necesidad de justificación que los interlocutores sienten de cara a sus enunciaciones o de la comprensión de la enunciación de los demás porque sienten la necesidad de ser idénticos, al hablar, a la realidad común de acción que es la interacción comunicacional.

 

Pero esta prolepsis de la comunidad comunicativa en una comunidad biológica de respuestas de acción al contexto enceguece la comunicación: todo se vuelve justificable (toda creencia decible, todo deseo decible es de igual valor a cualquier otro) ya que sitúa la auto-afección colectiva del reconocimiento de los interlocutores los unos por los otros como la única fuente de justificación.

 

Solamente concebimos la comunicación como juego de estímulos-respuesta para evitar el mentalismo, la reducción del hombre a su pensamiento, a la natura especulativa de éste: podíamos “dejarlo de lado sin tener que refutarlo”según la fórmula del mismo Rorty. Dicho juego de estímulos-respuesta se muestra incapable de fundar aquello que debía fundar: una moral colectiva, llamada “sabiduría” identificada a los acuerdos comunicativos que regulan la acción, la percepción y el pensamiento de cada uno de nosotros. Los intercambios ya no regulan absolutamente nada, ya que ni siquiera ellos mismos están regulados por ellos mismos: Todas las respuestas descriptivas del contexto pueden ser verdaderas, verdaderas del punto de vista imaginario ya que no están reguladas desde la única realidad que el behaviorista les reconoce ser: la activación de los circuitos neuronales. Contra G. Ryle, Rorty subraya “que el espíritu no es ni un hueso (para retomar a Hegel) ni el circuito neuronal utilizado para producirlo”[1]. La identificación de los interlocutores a la verdad de lo que es dicho nos da solamente la realidad de la enunciación y la identificación del predicado al sujeto que se produce. Igualmente, la realidad de la exigencia moral expresada bajo la forma de una exigencia de acuerdo pragmático que concierne la obligación de reconocer la mutual validación de las intenciones de acción de cada uno de nosotros, se invoca para justificar ciertas acciones y descalificar ciertas otras. Lo único que se aisla es la obligación que los locutores colocan sobre sus alocutores de responder a sus exigencias en cuanto logran emitirlas ellos mismos y exponerlas como comunes a los dos, locutor y alocutor, como exigencia común que se supone permite acceder a la satisfacción de una necesidad común.

 

Sin embargo, el reconocimiento mutuo de los interlocutores de la necesidad de satisfacer, no tiene valor cognitivo alguno, ya que no los hace identificarse ipso facto a ellos como si se tratara realmente de ellos en las necesidades expuestas, no los permite distinguir entre necesidades reales e imaginarias. Toda necesidad expresada que expresa la realidad de vida del locutor proclama, con sólo ser balbuceada, ser determinante y deber ser satisfecha: esto es lo que se impone si la comunicación no es más que la experimentación mutua de todos a través de la palabra de cada uno, esta experimentación de nuevos modos de ser, de consumación de sí mismo y de los otros que viene a la mente de cada uno. La sabiduría comunicativa se revela buen discípulo, laxista y abierta de espíritu: quiere ser humanista, respetuosa de toda nueva posibilidad de vida, espontánea; ella se deja ser el uso comunicativo del imaginario vital.

 

Todo aquello que un locutor puede justificar ante un alocutor como la realidad de un deseo que éste alocutor puede desear ser, permite al locutor exigir del otro que se le satisfaga ya que la enunciación expresa el deseo de verla realizada.

 

Toda función de clasificación y regulación comunicativa desaparece cuando aceptamos esta ley de la experimentación comunicativa entre nosotros.

 

 

Jacques Poulain

Febrero de 1982,

Critique, N°417.            

 


 


[1] R. Rorty, op cit., cap. II, “personas sin espíritu”, especialmente el apartado 4, Behaviorism, p. 98-106.