Richard Rorty:

o la caja blanca de la comunicación

(Texto publicado en Critique, No. 417, Feb. 1982,  traducción: Vicente Ulive-Schnell) 

Por:

Jacques Poulain

Director de la Escuela de Filosofía de Paris VIII y silla filosófica de la UNESCO[1].

 

         

¿Crítica a la Filosofía o rechazo de la conciencia?

 

En su descripción de las características y los resultados del análisis contemporáneo de la comunicación, Karl O. Apel estableció, desde 1963, la diferencia entre la filosofía contemporánea y la moderna: La sustitución de la crítica de la conciencia por una crítica del lenguaje. La sintaxis y la semántica lógica sustituyeron a la epistemología para transformar la pregunta, ¿qué puedo conocer?, en, ¿cuáles son las condiciones de verdad y el sentido de las proposiciones? La pragmática conductista y la teoría de los Actos de Habla remplazaron la crítica de la razón práctica al transformar su pregunta, ¿qué debo hacer?, en, ¿cuáles son los usos y los efectos de los signos? ¿Cuáles son las reglas de los Actos de Habla y los juegos de lenguaje?

 

La publicación de la obra de Richard Rorty estremeció al mundo analítico anglosajón. No se debe al hecho de que haya retomado el diagnóstico de Apel dieciséis años más tarde, en 1979, sino porque llevó a sus últimas consecuencias todo el análisis y porque produjo la sustitución anunciada en la filosofía analítica, llevando su linguistic turn, su giro lingüístico, a toda la filosofía[1]. Rorty somete de hecho a la filosofía analítica del lenguaje, y por lo tanto a toda la filosofía, al fuego de una sola crítica: Las diferentes tentativas de transformación de la filosofía en filosofía de lenguaje han permanecido fieles a su paradigma cartesiano de una conciencia espejo de la naturaleza. El único cambio que haya podido operarse es aquél que va desde un espejo privado –la conciencia en el sentido estricto de la palabra-, a un espejo público: el lenguaje. Esta afirmación puede parecer banal y poco innovadora a los ojos de los lectores de Heidegger. Sin embargo, su fuerza reside en el llevar a cabo aquello que se afirma no suceder (produciendo un argumento que se aplica a todo tipo de tesis filosófica), realizando esta transformación en el único contexto plausible. Esta crítica se vuelve irreversible, imposibilitando cualquier intento de enunciación de una nueva filosofía de la conciencia bajo el abrigo de la filosofía del lenguaje. Rorty logra conseguir el apoyo de sus colegas, agotados luego de un siglo intentando renovar la epistemología y la moral moderna utilizando las teorías del lenguaje. Dichos fracasos parecen haber enseñado a los filósofos que es actualmente imposible proponer una teoría epistemológica del lenguaje que logre fundar una moral. Los pensadores parecen saber que no podemos imaginar sujetos parlantes que puedan disponer de sus conocimientos y sus acciones utilizando únicamente la conciencia de las palabras que utilizan para hablar de sus conocimientos y regular sus acciones. 

 

Al dejar en claro esta conciencia filosófica pública, al utilizarla como leitmotiv de todos sus argumentos, Rorty bloquea el regreso de cualquier hiper-conciencia, de toda conciencia que no estaría consciente de ser conciencia a menos que pudiese asegurar la producción de todo fenómeno de conciencia cognitiva a partir del lenguaje; es decir, a menos que pudiese estar conciente de producir como Acto de Habla solamente el Acto adecuado, en el momento adecuado y delante del interlocutor adecuado.

 

Este libro obtuvo una audiencia tan grande ya que no se contentaba con expresar el sentimiento de cada uno de nosotros, de afirmar aquello que pensaba poder ser admitido por todos los filósofos analíticos sin reticencia: convence descubriendo que acudir a la conciencia no ayuda a elucidar para nada el conocimiento del lenguaje y que el lenguaje es exactamente eso que dice ser, un conjunto de afirmaciones basadas en ciertas prácticas sociales de justificación, un conjunto de creencias y de intenciones de actuar vividas indisociablemente como estímulos de afirmación a preguntas, consejos, órdenes, etc., y como respuestas a dichos estímulos. El “behaviorismo teórico” de Rorty se presenta inevitablemente como un discurso filosófico que afirma algo sobre el lenguaje al explotar aquello que Apel llamó la fuerza especulativa de transparencia de si mismo: el conocimiento del saber que posee cada locutor de cara a aquello que hace y que hace hacer a su alocutor. Este saber cotidiano permite “por generalización, al pensador individual de expresar sus postulados filosóficos de validez universal sobre el lenguaje”[2]. Si Rorty se presenta como innovador al identificar al hombre con su lenguaje de manera tal que no pueda reconocerse en la conciencia, su proceder funciona solamente al desnudar al hombre utilizando un discurso irreducible que lo deja frente al espejo descriptivo del mundo o al espejo prescriptivo de las acciones. Parece ahora imposible que pueda actuar sin hacer del lenguaje filosófico que emplea un espejo de sí mismo.

 

Rorty enfrenta necesariamente la misma paradoja pragmática que Wittgenstein y Heidegger. Al igual que ellos, se ve obligado a eliminar todo discurso filosófico de carácter fundacionista, ya que ésta necesidad nace de la esencia especulativa (supuestamente engañosa) del lenguaje. Sin embargo, la única manera que consigue para eliminar este tipo de discurso es utilizando otro discurso que da, pragmáticamente, al mismo momento de ser utilizado, una fuerza especulativa al lenguaje, que nos hace compartir su propia implicación de verdad en lo que se dice.

 

La apuesta de este discurso es aún más grande ya que la paradoja parece inevitable: si el discurso filosófico logra vencer sus ilusiones de “realidad” ligadas a la actividad del habla, no hay razón por la cual se debería detener allí y no generalizar su fuerza de exclusión de lo falso a todos los sectores de la vida humana. L’actividad filosófica parece poder sustituir las regulaciones científicas e institucionales del conocimiento de la acción[3] al excluir a priori todo tipo de legitimación: a una decisión teórica injustificable, a una obligación moral, a una orden o a una necesidad biológica.

 

Como ya dijimos, la paradoja parece inevitable. Si la crítica a la conciencia privada y su generalización al espejo del lenguaje son concluyentes entonces se desecha todo discurso filosófico. El discurso del iconoclasta de los espejos tiene que rechazar como un saber injustificable el único saber que quería justificar como presente en la comunicación corriente: el suyo. Debe hacer una práctica “a-teórica”[4] que no produce en el locutor y el interlocutor su efecto de verdad a menos que pueda prohibir el ser reconocido como tal a la realidad de dicha verdad. No puede argumentar a menos que fracase, que no logre hacer ver en la comunicación la irreductibilidad de lo dinámico (la producción del consenso en los locutores gracias a su identificación a las prácticas verbales de justificación y nada más) a lo lógico y a lo científico, a la coherencia del discurso y a la objetividad de los hechos y de las leyes.

 

Esta paradoja no debería aparecer. Desde mi punto de vista, lo único que la sostiene es la ignorancia que existe alrededor de las apuestas lanzadas a favor o en contra de la esencia especulativa del lenguaje: el mentalismo no sabe ni por qué, ni cómo el lenguaje hace ver las cosas y se hace “ver” él mismo, el behaviorismo ignora la especificidad de los estímulos y las respuestas fono-auditivas con respecto a los demás. Rorty no es la excepción a la regla, ni como behaviorista ni como el hermeneuta “mentalista” que no puede evitar ser. El mérito de su argumento es el de obligar a los demás behavioristas a descubrirse hermeneutas: acorralados, se ven obligados a reconocer el carácter trascendental de la comprensión, lo cual se constituye de hecho en el a priori que permite todas las demás actividades humanas y las vuelve irreductibles a la visión sensible, no metafórica. Consiste, por otro lado, en identificar la famosa finitud de los hermeneutas al situarla (la finitud) en la imposibilidad de afirmar la identificación del hombre a la comprensión como un hecho: ya que esta afirmación sería a la vez contingente (los hombres descubriendo la indisponibilidad de comprender cualquier cosa deseada al descubrir que se comprende o no lo que se dice) y absoluta (el hombre no puede comprenderse en general sin presuponer que es un ser de comprensión de si mismo, de los demás y del universo).

 

Para exhibir esta ignorancia basta recordar el argumento pragmático antes de demostrar que la alternativa que nos obliga a asumir no existe. La cristalización pragmática aparecerá de esta manera a la vez oportuna y pensable, aunque su verdad será refutable. La comunicación no produce, de hecho, el consenso de los interlocutores a menos que se haga reconocer ella misma como pudiendo producir en ellos la identificación a lo que es dicho a través del reconocimiento de lo que se dice: toda enunciación no produce el efecto que busca producir a menos que logre hacer reconocer su verdad, a menos que produzca efectivamente su efecto de verdad. Esto no lo logra sino haciéndose reconocer como tal, como “especulativa” en un sentido dinámico no metafórico del término: produciendo la recepción de sí misma como la única realidad y la única acción que se reconozca como real, la realidad de la cual se habla, y como verdadera la acción en la cual logra ser reconocida por los interlocutores.

 

Sucede que los estímulos-respuesta fono-auditivos se encuentran a la raíz de la vida social y mental, condicionando toda coordinación de los aparatos receptores y motores, es decir –entre otras- la aptitud simultánea de ver las cosas y reconocerse como observador de ellas, de igual forma se condiciona la comunicación. Dichos estímulos son utilizados en toda situación a través de un solo dispositivo: la inversión de la dirección de los impulsos, su aptitud para transformar toda fase de recepción de estímulos –comprendida la recepción del estímulo que son ellos mismos- en fase consumatoria, final de ellos mismos, en la única respuesta que provocan. Esta refutación obligará a exhibir entonces, de cara a la caja negra de los cibernautas, a los behavioristas y a los hermeneutas que hacen aparecer enunciaciones y justificaciones sin que sepamos cómo, es decir el proceso mismo de producción de la vida mental y social a través de la comunicación. La reconstrucción de éstas condiciones no es accesible ni a la experimentación pura ni a la práctica de justificación de las enunciaciones aunque estas condiciones son más o menos conocidas según el caso. Serán descritas entonces como condiciones dinámicas de utilización de la caja blanca de la comunicación, como comunicación que se produce sólo al transformarse cada vez en teoría de ella misma.

 

La cacería de los mitos

 

Según Rorty, la filosofía analítica se conformó con la repetición del gesto kantiano porque quiso fundar en el lenguaje la práctica sobre la teoría. El locutor que se descubre responsable de sus actos en la utilización moral del lenguaje tenía que estar fundado sobre el locutor que, como sujeto descriptor y teórico, constituía el mundo. De este modo la filosofía transformaba la búsqueda de la sabiduría en una búsqueda cartesiana de la certeza. Esta forma de fundar la “personalidad” (moral) en la racionalidad (teórica) del locutor condujo ineluctablemente a la restauración del dualismo cartesiano en el seno del análisis del lenguaje del dolor, de las creencias, de los deseos, de las intenciones y de las percepciones. El neodualismo analítico consistió en separa el lenguaje que hablaba sobre los fenómenos de la cosa pensante, “la mente”, y el lenguaje que hablaba sobre los fenómenos fisiológicos, el lenguaje de la mecánica corpórea. De esta manera, La inclinación natural de los investigadores de la certeza tendió hacia lo indudable, lo incorregible, haciendo que los filósofos analíticos se volviesen reduccionistas, atraídos hacia la restauración del empirismo, fascinados por las diferentes formas de positivismo. Para aquél que reduce la conciencia a una función de certeza con respecto a lo que aparece, los datos empíricos (por ejemplo, el dolor) imponen simultáneamente el reconocimiento de su existencia y el conocimiento de lo que son. Los fenómenos sensibles se manifiestan de manera incorregible e indudable, mientras los fenómenos ligados al pensamiento aparecen solamente ligados a una posibilidad de verdad o falsedad. Luego, la conciencia de los locutores no podría ser conciente de la verdad de los enunciados proferidos que a condición de volverse inconsciente del hecho de ser una conciencia hablada: ya que ésta es concebida sobre el modelo de un pensamiento que manifiesta la impresión sensible que el mundo ejerce sobre ella. No puede entonces estar segura de ella misma a menos que esté también conciente de la impresión, de la auto-afectación que produce en ella misma. El cartesianismo llegó así a la conclusión lógica de la reducción empirista a través de la cual Locke construía el fundamento de la conciencia con las impresiones fenomenales: El espejo del pensamiento no podía estar seguro de serlo a menos que pueda reconocerse de manera certera como un espejo de impresiones. Alienada en la conciencia sensible, en la conciencia de afecto y en la conciencia de no poder ser conciencia de sí misma a menos que se provoque algún tipo de certeza en ella misma, la conciencia dominó la discusión solamente al ser utilizada como una metáfora de la visión.

 

La filosofía analítica de la ciencia, ruselliana y carnapiana, repitió este gesto de fundación de la conciencia moral en la conciencia epistémica al ceder a la fascinación del espejo a nivel de la lógica del lenguaje. La seguridad lógica afectaba las verdades formales del lenguaje, permitiendo descubrirlas como tautológicas, como proposiciones verdaderas pase lo que pase. La lógica tomaba sus evidencias de la conciencia psicológica, las purificaba de la contingencia de su ocurrencia psíquica al no retener de su carácter especular sino sus capacidades tautológicas de reconocerse como verdaderas a priori, necesariamente verdaderas. Al buscar evidencias an-hipotéticas supuestamente igual de certeras en lo factual que las verdades lógicas, la lógica reprodujo el mito del empirismo: lo que W. Sellars llama el mito de lo dado, de la prueba [mythe du donné]. Ninguna prueba sensible aparece tal como debería de hacerlo para garantizar la verdad de las proposiciones que la describen: el objeto de una experiencia sensible, independiente de la palabra explícita o pensada implícitamente, que me permite tener la experiencia. En el mismo sentido, la verdad necesaria de las proposiciones que no hacen sino explicitar el sentido de las convenciones no aparece más necesaria de lo contingente que era la verdad contingente. La filosofía analítica parece incapaz, como lo demostró W. van O. Quine, de fundar su distinción lógica entre verdad contingente, sintética y verdad necesaria analítica; incapaz de justificar su distinción epistemológica entre las verdades en relación a intuiciones sensibles y las verdades de intuición conceptual.

 

Ahora bien, al atacar los mitos de la prueba dada [mythes du donné] y la distinción entre verdades analíticas a priori y las verdades sintéticas a posteriori los filósofos se vuelven pragmáticos: escogen pensar el lenguaje como un conjunto de prácticas que condicionan la percepción y la acción. Descubren de esta manera, el carácter a priori de la experiencia verbal comparada a cualquier otra experiencia. Este descubrimiento vuelve absurda la idea del lenguaje como un espejo público del cual basta analizar lógicamente los elementos para saber cómo ordenar la experiencia teórica y la experiencia práctica. El análisis de los elementos de la experiencia fenoménica, sensible o afectiva, el análisis de los elementos conceptuales y el análisis de las acciones no puede esclarecer el lenguaje que las regula: en el modo mismo de aproximación del lenguaje que se privilegie, este es condenado a reflejar, a pesar de que produce la posibilidad misma de percibirlo antes de producirlo. La dimensión pragmática del lenguaje se confunde así con su dimensión trascendental, con su propiedad de condicionar la posibilidad de toda experiencia. Ya que al devenir pragmatistas invertimos la relación de producción, no podemos aceptar más la asimilación que operaban Locke o Carnap entre la justificación de la verdad de las proposiciones y la producción de impresiones sensibles de la parte de los objetos percibidos sobre los cuales hablamos. La solución empirista consiste en confundir una explicación causal de las sensaciones, identificadas como efectos de causa que se suponen objetos externos, y la justificación psicológica del sentido y de la verdad de las proposiciones.

 

Las verdades Pragmáticas

 

Al liberarnos del mito de conocimiento producido por causas externas, logramos emanciparnos también de la concepción que la filosofía tendía a vehicular hasta Kant. Con el mundo externo de los hechos y el mundo interno de verdades necesarias, desapareció la tentación de buscar un espacio neutro de evidencias accesibles a todos más allá de las prácticas verbales y sociales. Desde un punto de vista pragmático, las únicas verdades indudables son las evidencias aparecidas a través de los juegos de lenguaje, dejando como certeras solamente las proposiciones sobre las cuales no podemos dudar, a riesgo de caer en contra sentidos. La garantía de verdad de una aserción depende del acuerdo previsible de los eventuales interlocutores: cada quien se la garantiza a sí mismo al presentar como verdadero aquello de lo cual no conoce razón alguna para dudar. El argumento pragmático reside en la valorización de un concepto cotidiano sobre la verdad: hablamos de aquello que se resiste a la duda y se encuentra entonces garantizado por el asentimiento universal, de derecho y de hecho. Dicho concepto se determina de manera negativa al rechazar un concepto de verdad que se supone platónico: todo criterio de verdad que estipula a priori lo que debería ser toda proposición verdadera en función de un cuadro de referencia eterno, independiente de un consenso histórico, es declarado falso. Tal espacio de verdad no es más que un sueño.

 

El pragmatista Rorty retoma entonces a cuenta propia la intención terapéutica que desarrollase Wittgenstein en su crítica a la filosofía. Él (Rorty) se dedica a curarnos de nuestros calambres epistemológicos al mostrarnos que un problema de ése género no se nos impone necesariamente como una práctica social de justificación, acción que conduce a una sabiduría estéril. En cambio, la razón pura pragmática toma en cuenta el lenguaje como un juego de interacciones simbólicas que coordinan de hecho los estímulos y las respuestas no-verbales, dicha “razón pragmática” quiere respetar las limitaciones que le impone esta naturaleza comportamental del lenguaje: el funcionamiento mismo del lenguaje elimina por absurdo todo sueño “platónico”. El sueño de la epistemología no sabría reactivarse en las teorías del lenguaje, el sueño moral tampoco. No existe un ámbito de regulación meta-verbal que pueda salir del juego de regulación del comportamiento a través de la palabra para proponer una moral a priori de la comunicación, una regulación del comportamiento verbal a través de la conciencia que tenemos cada uno de nosotros de las reglas que regulan nuestro lenguaje cuando hablamos. El argumento pragmático se quiere radical, tanto en moral como en epistemología. Esta radicalidad lo dispensa de presentar una teoría de los Actos de Habla que tendría que exhibir las reglas concientes supuestamente asociadas a los actos de proferencia [enonciation] de promesas, de consejos, de órdenes, etc., y supuestamente respetadas para que dichos actos sean válidos. No es al “ver” lo que piensa nuestro alocutor cuando promete, aconseja, ordena, etc., ni tampoco al invocar un saber para-psicológico de aquello que nuestro alocutor piensa cuando habla que lograremos regular nuestras acciones. Solamente el acuerdo existente entre dos interlocutores y producido por la adherencia de cada uno a la verdad de lo que se dice y a la verdad de lo que dice el alocutor es que podremos regular la verdad de los conocimientos igual que la pertinencia de las acciones[5].

 

Un behaviorismo hermético

 

            Así era como se tomaban las verdades de la hermenéutica de Heidegger y de Gadamer en el seno del behaviorismo. Los interlocutores se hacen comprender mutuamente que se reconocen en lo que afirman ya que no buscan prescribir por adelantado las reglas del juego de la comunicación. No se trata entonces de producir “la adhesión” cognitiva, volitiva y ética de aquello que se comunica sino de reconocerse idéntico a aquello que la proferencia [enonciation] nos hace pensar que somos, pegados [collé], adheridos a ella. Los interlocutores escuchan y responden al identificarse al juego de estímulo-respuesta específico a la palabra, a los juegos en los cuales se reconocen afectados mutualmente a través de la palabra. Sin embargo, el behaviorista renuncia, en Rorty, al romanticismo hermenéutico, a lo “poético” a la conciencia de poder “crear” nuevo sentido con palabras viejas de producir así su “apertura” a la experiencia. La conciencia hermenéutica oponía a la conciencia moderna la identificación del hombre a la facticidad y a la indisponibilidad de la comprensión, la cual se supone “llegar” sin poder ser decidida por adelantado: el sentido era producido en el acto de comprender como un efecto evocado en el ser viviente humano y producido como respuesta a una situación escuchada. La teoría hermenéutica constataba la imposibilidad de regular la producción de sentido, aunque continuaba basada sobre el sentimiento de producción de tal sentido. El behaviorista “purifica” entonces la hermenéutica al abandonar el punto de vista de la pretendida “conciencia” de producción de sentido; éste no ve sino el efecto de adherencia mutuo a lo que se comunica. El trampolín de los estímulos y las respuestas le permite retener de la comprensión solamente la comprensión mutua, la conciencia del efecto común de identificación a las palabras. Ninguno de los dos interlocutores puede constatar que el otro piensa exactamente las mismas cosas que él sobre las mismas palabras. Es un hecho imposible a descubrir: Desde un punto de vista pragmático, inexistente. El carácter trascendental de la comprensión, de la aceptación y de la justificación de las proferencias [enonciation] marca la imposibilidad de comprender aquello que no se puede traducir en su propia lengua, justificar a través de sus propias prácticas de justificación. De cara a una proferencia llamada “de lengua extranjera” no se puede comprender que aquello que podemos traducir a la nuestra. D. Davidson transfiere y generaliza esta experiencia a toda comunicación: no podemos determinar referencialmente ni predicativamente aquello sobre lo cual hablan los demás a menos que lo hayamos interpretado a la luz de nuestra propia experiencia verbal, con nuestras propias proferencias. Todo aquello que rebasa el sentido otorgado a las proferencias por aquél que se traduce a sí mismo lo que entiende rebasa las aptitudes pragmático-comunicacionales de los interlocutores: comprender equivale a poder traducir, es decir, poder transformar lo escuchado en proferencia. La comprensión no es sino un fenómeno de la conciencia común: no es jamás definible haciendo referencia a una conciencia subjetiva, ya fuese negativamente como aquello sobre lo cual la conciencia subjetiva no puede prever ni la ocurrencia ni el contenido.

 

            Nada de aquello que es trascendente (en el sentido Kantiano del término) a las prácticas comunicacionales puede dar lugar a una experiencia de verdad [expérience de vérité]. Una experiencia necesariamente independiente de un contexto comunicacional no sabría existir. Pero toda filosofía, según Rorty, busca la resolución de una vez por todas de todas las preguntas de justificación al reducirlas a las condiciones de validez universal del uso de los símbolos y de las proferencias: busca entonces trascender ineluctablemente los límites del contexto comunicacional. Las prácticas sociales de justificación no son sino formas de traducción que utilizan los locutores para traducir aquello que han dicho en términos accesibles a los alocutores: ellas [las prácticas sociales –N.d.t.] son incapaces de rebasar el contexto en el cual son utilizables para producir su efecto -el asentimiento de los alocutarios- y validarse de esta manera ellas mismas para todo contexto y para toda la eternidad. Sin embargo, si no existe ningún contexto referencial o predicativo independiente de los contextos limitados de las situaciones de habla, tenemos que asumir que hemos acabado con la distinción que los racionalistas kantianos realizaban entre los conceptos y la intuición. Ninguna intuición sensible podría conducir a un mundo espacial objetivo, independiente de las descripciones que se le asocian, ninguna intuición intelectual sabría aislar un mundo de ideas construidas a priori según las leyes objetivas del mundo sensible. Esta distinción se ve también rechazada, gracias a Davidson[6], pero es rechazada como manera de restaurar el dualismo cartesiano: no hay “esquemas” de pensamiento que regulan el pensamiento científico, que regulan la aprehensión de un “contenido” sensible y son manipulados por una conciencia cognitiva del mundo y de sí mismo. Ya que las creencias y las intenciones de actuar son producto de la conciencia de la producción en la comunicación de una identificación común a la verdad de las proferencias, la conciencia individual no es sino un epifenómeno, un parasitaje de la experiencia comunicacional colectiva. Ella no puede ni engendrar, ni regular el contexto comunicacional de comunicación, sólo puede el contexto mismo erigirse como un generador.

 

La cristalización humanista de la pragmática: El dogma de la racionalidad comunicacional

 

La experiencia social y la experiencia del mundo son, para aquellos que argumentan a favor de un punto de vista pragmático, engendradas por una simbiosis comunicacional de aceptación mutua de los interlocutores identificados a lo que dicen. No basta entonces de argüir junto a Wittgenstein que ciertas certitudes son presupuestas por los juegos de lenguaje, que la comprensión de los interlocutores presupone la adopción de “prejuicios” o de juicios comunes sobre realidades comúnmente accesibles. Debe creerse en el siguiente Dogma humanista: No se pudiera realizar la experiencia de la comunicación si la mayoría de las creencias no fuesen compartidas o no pudiesen serlo, si la mayoría de tales creencias comúnmente adoptadas no fuesen racionales. El hecho de la comunicación nos hace creer necesariamente en la realidad de una racionalidad universal del hombre dispersa en las comunidades de comunicación. En el siglo XX, no podemos aún asombrarnos del éxito de la verdad de la mecánica newtoniana para preguntarnos qué es lo que la posibilita. Lo que asombra hoy en día es la racionalidad compartida de las creencias: Es ella a quien hay que admirar y a quien debemos estudiar en cuanto a sus condiciones de posibilidad en las prácticas sociales de justificación a través de las cuales los interlocutores vuelven mutuamente accesible sus experiencias. Comprender a un locutor significa que éste nos justifique lo que ha dicho, conciente de la indisponibilidad de tal comprensión mientras no se haya producido. Nos liberamos de esta manera d la obsesión de la certeza y retomamos el contacto con la realidad de esta “sabiduría” [sagesse] inherente a la comunicación, con la realidad de esta sabiduría presumiblemente inherente a la práctica de lo justo. En dicho retorno a la sabiduría la práctica de la comunicación se reflexiona como práctica ciega de transformación de sí mismo: como una acción que no puede volverse objeto de referencia ella misma sino una vez que una vez que haya sido producida, sin que hayamos podido saber de antemano cómo producirla, cómo identificar el nuevo sentido racional a producir. Se vuelve entonces una práctica ciega de transformación mutua: no podemos justificar el acuerdo final, a priori, independientemente de la práctica social ligada al contexto. Sólo puede justificarse después de haber producido la adherencia, la identificación del alocutario a aquello que le decimos al hacerlo reconocerlo como racional. La práctica del lenguaje se manifiesta de esta manera trascendentalmente anterior a la “teoría” particular de lo que se dice: ella es la condición necesaria del reconocimiento tanto de la verdad de lo que se dice como de la “traducción” de aquello dicho en percepciones y acciones. El optimismo humanista de la pragmática se funda de esta manera sobre el éxito de la práctica social de la comunicación, sobre la anterioridad necesaria del éxito de esta práctica en relación a su reflexión, sobre la harmonización mutua de creencias y deseos que hemos logrado sin haber podido planificarlos con anterioridad.

 

Bibliografía

Richard Rorty
“Philosophy and the mirror of Nature”, Princeton, Princeton University Press, 1980, 401p. / Oxford, Blackwell, 1980, 401p.
“Der spiegel der Natur: eine Kritik der Philosophie”, Francfort, Suhrkamp Verlag, 1981, 438p.

Karl Otto Apel
“Die idee der Sprache in der tradition des Humanismus von Dante bis Vico”, Bonn, Bouvier Verlag, 1963, 3ed., 1979, 389p.
 

 

 

            Debido a limitaciones de carácter extensional, este artículo continuará –y terminará– en el siguiente número.                     


[1] Traducido con el consentimiento y el permiso del autor.

[1] Conviene recordar que R. Rorty llamó « Linguistic Turn » a la compilación de textos de filosofía analítica que él realizó (Chicago, 1967). El argumento que nos presenta debe mucho a los análisis lúcidos de K. O. Apel, aunque el autor no cita Die Idee der Sprache (…). Desde los años cincuenta, Apel había expuesto las implicaciones inherentes a la pragmática y su legado como filosofía de la era tecnológica. La comparación propuesta entre las filosofías del lenguaje de Wittgenstein y Heidegger y la manera en la cual reinsertó la filosofía contemporánea del lenguaje en las diversas tradiciones de filosofía del lenguaje, abrió paso a todas las discusiones entre filósofos analíticos americanos y filósofos alemanes durante los años cincuenta. Habermas, Apel y Gadamer participaron en dichas discusiones en el seno mismo de los departamentos de filosofía y sociología de las universidades americanas: Estas reuniones fueron las que hicieron posible y hasta comprensible el trabajo de Rorty. Por otro lado y en el mismo período, Tugendhat, Kortian y Taylor participaron y amenizaron la discusión con los filósofos analíticos anglosajones.    

[2] Ver Apel, K.O., Die Idee der Sprache…, op. cit., p. 45. Los dos tomos de La transformación de la Filosofía (1973) retoman el mismo leitmotiv al vincularlo poco a poco junto a una ética de la comunicación. La implicación antropológica de la pragmática filosófica: la posibilidad de fijar al hombre a su esencia racional a través de la comunicación, se encuentra tan presente en el espíritu de Apel que él reconstruye la dinámica social y psíquica sobre el modelo de la anticipación comunicacional delconsenso final. El reconocimiento de esta implicación le permitió reconocer la presencia necesaria del juego de lenguaje filosófico al centro de todo juego de lenguaje: toda proferencia descansa sobre presuposiciones comúnmente compartidas por los interlocutores, estas presuposiciones sostienen sus pretensiones a una verdad y a una validez universal bajo la forma de discurso filosófico. De esta manera, Apel no puede sino juzgar “racional” la decisión popperiana de extender una crítica infinita, infatigable, que no perdona nada pero que tampoco se decide a detenerse en ningún lado.      

[3] Poder moverse en el mundo como en el habla representa el espacio de la libertad para la hermenéutica de Gadamer al permitirle salir del enfrentamiento moderno de un mundo al otro, al permitirle negar la determinación del pensamiento por los límites causales y las necesidades naturales. 

[4] La expresión de práctica « a-teórica » fue utilizada por A. Utaker, filósofo noruego, para caracterizar la pragmática analítica y terapéutica de Wittgenstein. Vale igualmente para calificar el discurso de Rorty.

[5] Cursivas en el original (N.D.T.).

[6] Davidson, G. « On the very idea of a conceptual scheme », in Proceedings of the American philosophical Association, n°17, 1973-1974, p. 11. Ver también Rorty, op. cit., pp. 299-305.