Acerca del estilo Rousseau (Parte I)

 

Por:

Carlos Ortiz

Profesor Invitado de la Escuela de Letras

de la Universidad Central de Venezuela.

 

 

...me encontré, por ese desdichado Discurso cuya historia he contado, lanzado sin pensarlo a la literatura, de la que creía haber salido para siempre.

(Jean-Jacques Rousseau. Confesiones, II,9).

 

 

 

Triple cero

 

“Algo ha ocurrido, algo que no sabemos nombrar”, habría dicho el primer hombre moderno, desconcertado ante la impotencia de su lenguaje para producir un discurso que diera cuenta de lo que ocurría dentro del mundo y dentro de él. Así nos lo hace ver Marshall Berman, quien nos muestra la primera modernidad como una conmoción que acarreó una crisis de lenguaje:

 

Las personas comienzan a experimentar la vida moderna; apenas si saben con qué han tropezado. Buscan desesperadamente, pero medio a ciegas, un vocabulario adecuado; tienen poca o nula sensación de pertenecer a un público o comunidad moderna en el seno de la cual pudieran compartir sus esfuerzos y esperanzas.  (1999 : 2)

 

Estas palabras sugieren que se trata de una crisis de lenguaje ligada a una crisis de identidad, a una dificultad para reconocerse en aquello que se presenta como un movimiento de otro mundo del que, sin embargo, los primeros modernos se saben parte activa. Algo había ocurrido que ellos no sabían cómo nombrar, pero sabían que era obra suya y que el nombre que se le diera los nombraría a todos ellos.

 

Berman partirá de semejante perturbación para mostrar que a la modernidad le son propias la inestabilidad y la paradoja. Así, por ejemplo, el desconcierto de los primeros modernos se trocaría en deslumbramiento con las grandes gestas de la Revolución Francesa cuya espectacularidad transforma en público a los actores. Es un público consciente, pero sobre todo conmovido; la modernidad es también un sentimiento: “Con la revolución francesa y sus repercusiones, surge abrupta y espectacularmente el gran público moderno. Este público comparte la sensación de estar viviendo una época revolucionaria, una época que genera insurrecciones explosivas en todas las dimensiones de la vida personal, social y política” (1999 : 2-3, cursivas añadidas).

 

A la luz de las imágenes que la Revolución Francesa evoca en nosotros, podemos imaginar a este público-actor avanzando hacia sus objetivos movido por un espíritu de cuerpo que es el alma de un solo cuerpo. Y en la medida en que ese espíritu es el de la muchedumbre exaltada que como una tromba todo lo deshace, no es difícil imaginar en qué sentido todos comparten una misma sensación. La dificultad surge cuando, teniendo en cuenta lo que sugiere este planteamiento, uno se pregunta lo que semejante proceso habrá significado para cada persona a solas.

 

Quienes no tenemos los recursos para indagar en la conciencia de la gente común que fue público-actor de aquella época, nos valemos de la obra de escritores, artistas y filósofos. Y en el caso de las raíces de la modernidad, Rousseau es una figura que por muchas razones ayuda a imaginar la manera como aquella época vivió y pensó la experiencia de crearse a sí misma.

 

Doble cero

 

El propio Marshal Berman afirma que Rousseau encarna la primera “voz moderna arquetípica”: fue “el primero en usar la palabra moderniste en el sentido en que se usará en los siglos XIX y XX” y es “la fuente de algunas de nuestras tradiciones modernas más vitales, desde la ensoñación nostálgica hasta la introspección psicoanalítica y la democracia participativa” (1999 : 3).

 

Aunque esto puede ser exagerado, revela hasta que punto la figura del ginebrino concita muchos de los rasgos de la crisis de su tiempo. De hecho, cuando Berman le confiere la paternidad de tales “tradiciones” apura la caracterización la actitud, la inquietud y las ideas de una persona para describir una época. Habría que decir que Berman hecha mano de otra de las “tradiciones modernas”, la de ver el mundo en los gestos y en el carácter de sus criaturas. 

 

Cero

 

En virtud de lo dicho previamente, he escrito estas notas, con la intención de explorar la manera en que las formas expresivas de que se valió Rousseau ayudan a comprender los problemas de creación e interpretación que tuvo que enfrentar para exponer su pensamiento. Y para ello quiero comenzar por un malentendido.

 

Uno

 

No son pocos los trabajos críticos que han desmentido la idea de que Rousseau vivió presa de la nostalgia por el estado de naturaleza. Y sin embargo, es común seguir escuchando esta afirmación. Es verdad que en los dos primeros Discursos su voz suena como la de un predicador llorando por la inocencia perdida de Adán, pero así como el llanto de una persona no es lo que la hace llorar, una cosa es el tono de lo que dice Rousseau y otra distinta es lo que dice. Habría que acostumbrase, entonces, a leerlo en medio de la música estridente de su propio estilo. Yo mismo llegué a pensar que era  importante dar con algunas claves para hacer una lectura  silenciosa de Rousseau (una que evitase distraerse en los sonidos de sus palabras). En mi  opinión, era el brillo retórico de sus Discursos lo que impedía fijar la vista en el sentido de sus conceptos, de manera que el malentendido surgido alrededor de su concepción del estado de naturaleza estaba ligado a una interpretación en cierto modo más “literaria” que filosófica. Literaria en la medida en que sus ideas tendían a quedar subordinadas a la forma estética que les servía de soporte.

 

No tiene caso entrar en los detalles de cómo fue que rápidamente desistimos de la empresa de un Rousseau silencioso. Pero igual vale señalar dos de las razones que incidieron en ello. Por una parte, hacía falta cuando menos una revisión de la discusión sobre literatura y filosofía desde el punto de vista del estilo y la significación, lo cual nos desviaría del tema que nos interesa. Por otra parte, Rousseau escribió lo que escribió, y lo hizo con la intención de que leyéramos lo que quiso escribir. Y “lo que quiso escribir”  es un todo complejo donde forma y contenido mal pueden considerarse como datos previamente separados que fueron luego “unidos” por un ingenioso artificio.  Después de todo, él es un hombre de la Ilustración, y su prosa es fiel al espíritu literario de los enciclopedistas. Leer su obra acallando su retórica es como leer a un pensador que quizás piense como él, pero que ya no es él.

 

En todo caso, la razón del malentendido que dio pie a estas notas no se agota en el problema de la forma de la prosa de Rousseau. De hecho, es algo más serio de lo que puede parecer, pues distorsiona el sentido profundo de lo que podríamos llamar la antropología de Rousseau, quien al concebir el estado civil estructura todas sus hipótesis sobre la base de un hombre que no es el hombre natural que ha descrito en sus Discursos. La República del Contrato Social no es, como ocurre con las teorías de Locke y Hobbes, el estado civil instituido para proteger al hombre natural convertido en ciudadano. Se trata de un “cuerpo moral” que resulta de la re-unión de los hombres de la cultura y no de los hombres de la naturaleza[1]. Es más, al momento de concebir la República, cuando Rousseau habla de dejar fuera cualquier rasgo del estado de naturaleza, se refiere incluso a cualquier “derecho natural” si por tal se entiende un derecho preexistente a la institución del gobierno civil. Porque requiriéndose para la República orden y estabilidad, sociabilidad y sentimiento de pertenencia, sentido moral y ejercicio de la virtud, mal podría evocarse como modelo un estado previo caracterizado por la dispersión, la indiferencia y la amoralidad. Por otra parte, la estabilidad del gobierno civil está asociada, para Rousseau, a una condición inmanente a aquél. Y para él inmanente significa, en este caso, que se da sólo en y por la institución del gobierno civil. 

 

Dos

 

El propio Rousseau estaba consciente de la distorsión de su hipótesis sobre el estado de naturaleza. Incluso llegó a sentir desazón ante el recuerdo de cómo su exaltación lo llevó a excederse: “A fuerza de meditarla no vi más que error y locura en la doctrina de nuestros sabios, y opresión y miseria en nuestro orden social. En la ilusión de mi necio orgullo me creí hecho para disipar esos prestigios”. (Confesiones II, 9. pág.570) Ya unos ocho años antes de este autorreproche dedicó unas cuantas páginas al intento por replantear la valoración que quiso darle al tema en sus Discursos. Así, al retomar las consideraciones acerca del hombre natural en el Contrato social, lo hace para liquidarlo definitivamente: sin mayores trámites, afirma que en el estado civil el hombre “debería bendecir sin cesar el instante dichoso que le arrancó de [la naturaleza] para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre”.

 

Pero esta declaración, escrita en un lenguaje de tono más reposado que el de sus Discursos, no fue suficiente para neutralizar el efecto de estos últimos. Basta una búsqueda rápida en Internet para ver cómo hay quienes siguen hablando de la “vuelta a la naturaleza y al hombre natural” de Rousseau. Lo cual no está exento de ironía, pues en cierto modo esta circunstancia exalta la fuerza expresiva de su lenguaje literario. En efecto, ante el engaño de quienes quieren hacer de un ser hipotético –como lo es el “hombre natural”– la encarnación real del mal, Rousseau dirige su esfuerzo a mostrar todo lo que el hombre natural no es y cómo todo lo que no es coincide con los rasgos del hombre civil. Para ello invita a los lectores a imaginar cómo sería el hombre natural si de verdad se pudiera creer que existió. Y en su intento por darle esa vida imaginaria al hombre natural que quería caracterizar, terminó haciéndolo menos hipotético y más real que el hombre civil, o al menos más verdadero. De igual manera, retrató tan patéticamente las contradicciones que hacían irreconciliables al perverso hombre civil de su tiempo con el inocente hombre natural de los orígenes, que nadie entendió (o nadie quiso entender) a dónde querría llegar realmente.

 

Hoy sigue siendo necesario recalcar que, como apuntáramos más arriba,  su discurso estaba orientado a mostrar que la superación de las miserias de la sociedad de su época exigía la reconstrucción de la sociedad en torno de un hombre diferente del que se podía concebir en estado de naturaleza. Como dice Norberto Bobbio: “Rousseau no protege al hombre natural, lo transforma a través de la construcción de un cuerpo político”.

 

Tres

 

El malentendido, dijimos, es serio. Y es fecundo. La retórica de nuestro autor produce una primera impresión difícil de olvidar. Veamos algunos comentarios que dan cuenta de esto:

 

Mauro Armiño, reconocido traductor de la obra de Rousseau, dice lo siguiente:

 

[Rousseau] va a desarrollar un Discurso sobre las ciencias y las artes que tiene tanto de retoricismo (sic) como de predicación y cuyo blanco de crítica es precisamente la idea de progreso tal como la pensaban y urgían los ilustrados inmediatamente anteriores a la Enciclopedia (...) sin adentrarse todavía en el análisis de las estructuras que soportan esos males, Rousseau va analizar con rigor de sermón, con una retórica de púlpito, consideraciones morales sobre el hombre y la sociedad que le permiten el rechazo.”  (en Rousseau:1750/1980, Prólogo, p II-III. Subrayado nuestro)     

 

Pero mucho antes que Armiño, en 1787, apenas a 9 años de la muerte de Rousseau, un Don Juan Pablo Forner escribe lo siguiente refiriéndose al Discurso sobre las ciencias y las artes: “Los votos de la Academia recayeron tal vez sobre la corteza del Discurso: pero cualquiera perdonaría de buena gana el oropel de una elocuencia sibilina, por no hallar envueltas entre la pompa de las palabras las injurias más atroces contra las Sociedades civiles” (Forner 1787. Subrayado nuestro)

 

La distancia entre estas dos aseveraciones va, ciertamente, más allá del tiempo; los propósitos de Armiño y de Forner no coinciden. Pero vistas una junto a la otra, nos permiten  apreciar hasta qué punto el verbo de Rousseau es incendiario. También ponen de relieve cómo en la interpretación de su obra el interés por el estilo de su prosa puede conducir a cierta simplificación de su pensamiento. En este sentido es más atinada la observación de José Manuel Bermudo:

 

...la posición rousseauniana es constante, monolítica, firme: rechazo de la razón, rechazo de su ley, de su orden, de su legitimidad... Y todas las ambigüedades, confusiones, contradicciones, quedan así puestas como necesarias por el hecho inevitable de que tenemos que vivir con  la razón, cohabitar con ella, incluso negar y rebelarnos con ella. (Bermudo: s/f, p.14. subrayado nuestro)

 

Como se ve, hay motivos de fuerza mayor para la vehemencia de Rousseau: contra la Razón él arremete con su razón. Con su razón tiene que dar razones y para ello debe echar mano de los recursos de la Razón: la palabra, el concepto, el argumento, el discurso... y el estilo no es una cosa menor para este pensador en rebeldía cuya vocación literaria es tan vital que por momentos llega a percibirse a sí mismo como un personaje de su propia creación que se le va de las manos.

 

En la época en que escribe Sobre las ciencias y las artes y Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad, Rousseau es un ser inspirado que encarna una no poco seria contradicción: es un hombre ilustrado al que la verdad se le ha mostrado por revelación. Para él escribir es, literalmente, exponerse en muchos sentidos y por muchas razones. Su escritura es, cuando menos, corporal y confesional: concita en un esfuerzo inaudito toda su sensibilidad y revela de manera elíptica lo que no se atreve a confiar a nadie.

 

Creemos, en definitiva, que la crítica de la retórica de Rousseau será siempre endeble mientras no se advierta que es como la piel de un cuerpo, algo presente en la superficie que no nos deja ver hacia adentro, pero nos puede poner en contacto con lo más hondo del ser. Para ello, sería necesario tratar de reconstruir discursivamente la sensibilidad del autor así como ahondar en reflexiones que no pueden prescindir de una mirada a la literatura y sus relaciones con la filosofía. Ya dijimos que esa es una tarea ajena al interés de este trabajo. De hecho, los comentarios expuestos hasta aquí, sólo han querido ilustrar que la idea de un Rousseau nostálgico del estado de naturaleza, encuentra asidero en su propia obra y que se debe, en parte, a la primera impresión que producen sus Discursos.

 

Pero como a fin de cuentas Jean-Jacques Rousseau es uno de los personajes históricos que mejor ilustran cuánto influye el talante del filósofo en sus ideas, quiero cerrar con esta cita de Jean Starobinski:

 

Si su conducta fuera sostenible, evitaría indefinidamente el estado de conflicto. No estaría en lucha consigo mismo ni con la mirada extraña que recusa. Continuaría viviendo en la contradicción (.../) La reforma personal es el momento en el que Rousseau toma conciencia del carácter incoherente de su vida y se esfuerza por dominar esta incoherencia (...) Así, la conciencia reconoce en sí misma el peligro de un desacuerdo, ve abrirse en ella misma una profundidad que nace del conflicto y del riesgo que afronta (.../) Así pues, en el momento en que Rousseau se propone resistir ante la mentira del mundo, se coloca en la necesidad de enfrentarse a sí mismo. La exigencia terrorista de la virtud, en nombre de la cual se opone a una sociedad perversa y enmascarada, crea en él la conciencia de una división interior, de una falta de unidad. Se verá obligado a constatar la diferencia que existe entre la facilidad del impulso inmediato y la tensión del esfuerzo virtuoso.

 

Bibliografía

 

ARMIÑO, Mauro. Prólogo a: Rousseau, Jean-Jacques (1980) Del contrato social, Discurso sobre las ciencias y las artes, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Madrid: Alianza Editorial.

 

BERMAN, Marshall. (1999) Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidadMéxico: Siglo XXI Editores.

 

BERMUDO, José Manuel (s/f) J.J. Rousseau: la profesión de fe del filósofo.  Barcelona: Montesinos Editor.

 

FORNER, Juan Pablo (1787) Discursos filosóficos sobre el hombre. Madrid: Imprenta Real. Disponible en www.cervantesvirtual.com

 

ROUSSEAU, Jean-Jacques (1997) Las confesiones. Madrid: Alianza Editorial

 

STAROBINSKI, Jean (1983). Jean-Jeaques Rousseau. La transparencia y el obstáculo.  Madrid: Taurus

 


[1]Cuando hablemos de la concepción del hombre de Rousseau, veremos que Cassirer encuentra en esta diferenciación la solución al dilema de cómo si la maldad está fuera del hombre natural éste ha llegado a corromperse al punto de no hacer más que el mal.