J. J. Rousseau, o de cómo el hombre devino moral.

 

Por:

Carlos Villarino

villarinoc2003@yahoo.com

 

 

…el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras

y al convertir en un hacha la primera piedra filosa,

instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia…   

Bruno

Sobre Héroes y Tumbas – Ernesto Sábato 

 

I

 

Conforme se avanza por la escritura del ciudadano de Ginebra, las arenas de su pensamiento nos condenan a decidir permanentemente entre dos atroces alternativas. Hundirnos en las asfixiantes profundidades de una reflexión que, con cada nuevo movimiento nos ahoga en la incertidumbre; o resignarnos a la inmovilidad y quietud de la superficie, donde la garantía de certidumbre es gravamen de trivialidad. Entre estas dos alternativas no hay opción alguna, hay que avanzar aunque no se sepa a dónde. 

 

Una imagen de hombre se insinúa en sus Discursos, no obstante, su trazo es equívoco, impreciso, difuso hasta en sus líneas más furiosas. Más que un cuadro, una representación clara del hombre, Jean Jacques nos presenta una impresión de éste, en los estrictos sentidos de la doble vertiente activa y pasiva del término. A juzgar por sus intérpretes, Rousseau nos ha legado un modelo para armar y ha extraviado deliberadamente las instrucciones, cada cual puede armar su modelo rusoniano de una manera ligeramente diferente, sólo la forma de las piezas obliga un (in)cierto orden. La labor consistirá en mostrar las piezas del hombre rusoniano, intentar articularlas lo más honestamente posible y confrontar el resultado contra el de otros, cuya auctoritas hermenéutica es de legitimidad menos dudosa que de quien tiene asignada la labor de escribir estas líneas.

 

¿Por dónde comenzar? ¿Hay pieza primera en un rompecabezas? ¿Si escojo tal o cual pieza, cómo saber si he escogido la correcta, la que por el orden de la sucesión lógica y cronológica debí haber escogido? Éste era precisamente el problema que se le presentaba a Rousseau en el Discurso Sobre el Origen de la Desigualdad, el problema de dónde comenzar y de cómo saber que no se estaba trocando lo último por lo primero y esto por aquello. La respuesta ameritaría una detenida reflexión sobre el asunto del origen, lo original y lo originario, pero esa reflexión, al parecer, supondría abdicar voluntariamente a una depravación, a ir contra natura. Comencemos entonces, por gozo, deseo y temor, por aquí:

 

…casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura, y que el hombre que medita es un animal depravado[1].      

 

Rousseau duda en afirmar categóricamente la depravación del hombre y la condición contra natura de su estado, casi se atreve a asegurarlo pero no lo asegura. No puede asegurarlo porque comprometería la totalidad de su empresa que reposa en el carácter dual de este ser que es el hombre.

 

Comparado contra los otros animales el hombre se revela como un ser carente en una multitud de sentidos, es menos fuerte, menos ágil, la indefensión de su infancia es considerablemente más prolongada que el resto de los animales, por lo que la vulnerabilidad de la especie es mayor, carece de equipamientos biológicos que le garanticen su seguridad frente a otros depredadores. Pese a todo, está más ventajosamente adecuado para la supervivencia que el resto de sus competidores. Su imperfección biológica es la fuente de su comportamiento aventajado, la ausencia de una fuerte determinación instintiva en el hombre, la posibilidad de obrar de conformidad o no a sus apetencias, necesidades y  llamados naturales es la base de la facultad distintiva que lo separa del resto del mundo natural.

 

Bisagra entre el hombre puramente físico-biológico y el hombre como ser moral y metafísico, es la perfectibilidad de su ser la clave de su éxito evolutivo como especie. El hombre tiende a la perfección, a la superación de sus limitaciones biológicas por otros medios. Esta facultad empuja el resto de las potencialidades y facultades humanas a un cada vez mayor rendimiento, tanto en el individuo como en la especie entera. Si bien el animal no-humano, en tanto que máquina ingeniosa, está perfectamente dotado por la naturaleza de todo cuanto necesita para sobrevivir y de todo cuanto necesita saber para hacer su vida plena, al cabo de unos pocos meses habrá realizado la totalidad de sus potencialidades, estancándose para siempre en lo que será hasta su muerte. En cambio, no dotado el hombre de cuanto necesita para sobrevivir y privado del conocimiento de aquello que haría su vida plena, se ve constantemente aguijoneado por la necesidad y de ésta, las pasiones del hombre dan impulso al perfeccionamiento de su razón.

 

La reciprocidad entre pasiones y entendimiento es fundamental en el proceso gradual de auto-perfección del hombre. La razón no se reduce ni a un mero cálculo de abstracciones ni a la pura intuición sensible, de las necesidades experimentadas por el hombre extraerán las pasiones su origen y la variedad y complejidad de esas pasiones dependerá a su vez del conocimiento que del mundo se haya adquirido. Sólo cuando el hombre ha experimentado temor o deseo es cuando ve la necesidad de razonar:

 

…el entendimiento humano debe mucho a las pasiones que, a la recíproca, le deben mucho también; es gracias a su actividad por lo que nuestra razón se perfecciona, sólo tratamos de conocer porque deseamos gozar (…) porque sólo se puede desear o temer las cosas por las ideas que de ellas se pueden tener…[2]          

 

        

Al experimentar el hombre el llamado de la naturaleza y al constatar que no por ello está obligado a obrar conforme a ella, adquiere conciencia de su carácter de agente libre y es en esa conciencia donde se manifiesta más claramente la espiritualidad de su alma. No obstante, la conciencia de la libertad, las acciones tributarias de esa libertad y la virtud de las mismas no guardan entre sí proporción alguna. Al no estar firmemente atado el hombre a su estado natural, está en la libertad de obrar contra ese mismo estado y es la perfectibilidad del hombre, sino la causa, al menos un ingrediente importante en su propia corruptibilidad.

 

Sobre el punto de la íntima relación entre el entendimiento y la sensibilidad (o sentimentalidad) del hombre hemos de volver luego para interpelarlo en su dimensión moral, pero para ello será necesario dar un paseo por el tiempo a través de siglos y generaciones en la sucesión de eventos que según Rousseau fueron necesarios para llegar del hombre natural al hombre civil y con éste último a la moralidad (o no) de su ser.

 

En el origen de los tiempos hubo un hombre natural que vivía en un estado pleno de naturaleza. En un tiempo que quizá sólo existió dentro del relato que sobre la historia de la humanidad nos ofrece Rousseau, un tiempo cuya temporalidad es incierta pero que dentro de la lógica del modelo no es menester determinar. Baste suponer que si existió alguna vez un estado pleno de naturaleza, éste debió ser todo lo no es el siglo XVIII, si existió alguna vez el hombre natural debió ser todo lo que no es el hombre civil. Así, por un movimiento negativo, privado como está de acceder a ese momento primigenio en la infancia de la humanidad, Rousseau mostrará a un hombre que es todo lo que no es él y sus contemporáneos.

 

El hombre natural en el estado pleno de naturaleza es un ser que ve satisfechas sus necesidades en la inmediatez del entorno que le circunda, forzado por las necesidades de una vida a la intemperie a desarrollar al máximo sus capacidades físicas y su temperamento, no requiere de mayores artificios para garantizarse su sustento y su superviviencia. El hombre natural es un ser solitario pero feliz, entendida aquí como un estado de satisfacción generalizada dentro de un sistema de expectativas abreviado por su modus vivendi. El vínculo filial es débil y sólo permanece relativamente sólido mientras la madre garantiza la supervivencia del hijo, no hay mayor necesidad de gregarismo entre los miembros primigenios de la especie, el uso del lenguaje es casi inexistente por innecesario. En este marco, la violencia entre miembros de la especie le parece a Rousseau una hipótesis poco plausible, menos aún la presencia de ninguna forma de sujeción o dominación entre hombres: “Es muy difícil reducir a la obediencia a quien no busca mandar”[3]

 

La desigualdad entre los hombres naturales es la pura consecuencia de la lotería natural, de la desigual repartición de los talentos y las condiciones físicas entre los miembros de la especie, en el resto de las esferas de la vida el hombre es igual a todos los hombres. Y en no pocos aspectos igual al resto de los animales. Siente las mismas apetencias aunque tiene un mayor número de maneras de satisfacerlas, siente piedad ante todo ser vivo y se procura para sí su auto-conservación.

 

El hombre natural es un ser dado, no es aún un ser siéndose o haciéndose en su derrotero moral, el hombre natural es un ser moralmente neutro, no pudiendo hacer uso de sus facultades cognoscitivas y sintiendo innatamente repulsión por el sufrimiento de otros seres vivos, se encuentra privado de hacer el mal porque desconoce lo que es el bien y el mal. Dosificadas sus pasiones por el conocimiento restringido de las cosas susceptibles de ser apetecidas, no conoce la envidia ni el deseo de posesión, por lo tanto este estado se revela como el más adecuado para la paz.

 

Parece en primer lugar que, no teniendo entre sí los hombres en ese estado ninguna clase de relación moral, ni de deberes conocidos, no podían ser buenos ni malos, y no tenían ni vicios ni virtudes[4].

 

La oscuridad del tiempo se traga siglos y siglos de monótona existencia humana, pero la facultad de perfeccionarse a sí mismo viene empujando al hombre silenciosamente fuera de su estado original en un largo y fatigoso intersticio en el que las lenguas, la sociabilidad y las profundas transformaciones en los modos de obtener, pero en especial en los modos de producir alimento, van llevando al hombre hacia una situación existencial cualitativamente distinta al de su estado anterior.

 

El proceso gradual de asentamiento del nómada y solitario hombre natural, la creciente necesidad de comunicación forzada por las exigencias de la cohabitación y aparición de las primeras revoluciones tecnológicas, fueron los factores exógenos que catalizaron la gradual pero cada vez más acelerada metamorfosis moral del hombre. La confluencia de estos tres factores motorizados por la perfectibilidad del hombre hizo aparecer en la escena humana dos fenómenos totalmente desconocidos hasta entonces: La propiedad y la servidumbre.

 

El ingreso del hombre a la sociabilidad supuso a su vez la supresión del estado de naturaleza o, al menos, su envilecimiento progresivo. Como el hombre natural no conocía el trabajo, resulta dudoso para Rousseau pensar que éste se dedicara al cultivo de frutos que suponen una laboriosidad y una sujeción que son contrarias a su propio estado. La aparición de la agricultura favoreció el sedentarismo, el gregarismo y reclamó los incipientes principios de reparto de lo producido y en consecuencia la incipiente noción de que era posible tener algo en posesión. Es allí donde aparece en la escena del mundo la justicia, antes no había necesidad de ella, el hombre natural se bastaba a sí mismo y no sentía oprobio alguno porque nada tenía cuya ausencia resintiera. La justicia fue antes fundamentalmente un principio distributivo. Principio moral cuyo sentido tardaría varios miles de años en comprenderse plenamente, fue antes que nada una consecuencia de la genitiva actividad económica de la humanidad. La moral (y aquí se escribe forzando la letra de Rousseau) sólo es posible allí donde es posible el intercambio, allí donde el valor ha acontecido y como todo valor ha sido siempre valor de cambio o valor de uso, la moral es siempre subsidiaria de la hacienda que la posibilita.

 

El hombre natural despierta a la moral tras un sueño milenario y descubre con ella el mal. La propiedad producto del trabajo dio paso a la acumulación de la posesión, la acumulación del patrimonio a la necesidad mutua, la obligación mutua dio origen a una nueva forma de desigualdad y esta desigualdad no natural produjo la servidumbre. El germen de la servidumbre surge de colocar al hombre en la situación de no poder prescindir de otros hombres, una vez se hubo colocado el hombre en este estado, es decir, una vez se hubo colocado el hombre en el estado de sociabilidad fue cuando comenzó a canjear la aventura de una vida libre por la seguridad de una vida servil.

 

Resultó necesario el perfeccionamiento gradual de las lenguas, la proliferación de herramientas para el cultivo, la repartición de los productos cultivados, las relaciones de distribución entre unos y otros y a fin de cuentas la legitimación de las diferencias derivadas de la posesión. El espacio que separa el estado de naturaleza del estado de sociabilidad es enorme, pero el espacio que separa el estado de sociabilidad del estado de civilidad es relativamente corto, en términos comparativos. La libertad natural si bien aún existe está cada vez más comprometida en su posibilidad de realizarse plenamente, el hombre civil está pronto a ver la luz en la historia.

 

La desigualdad del más débil y del más fuerte pierde sentido en el tránsito que va de la sociabilidad a la civilidad, estas categorías no tienen ya sentido, el más fuerte no puede ya someter al más débil en el sentido que esta subordinación podía tener en el estado puro de naturaleza. Nunca más el fuerte será el que más corpulencia física tenga sino el que más bienes haya podido acumular. La dicotomía fuerte/débil cederá paso a la díada rico/pobre, pareja de términos que no pueden ser ya contradictorios sino simplemente complementarios. El rico era, desde el punto de vista del estado pre-civilidad, necesariamente el más débil, el más vulnerable, aquel a quién más daño se le podía hacer conforme más necesitado estaba de sus propiedades. Por ello, en el breve surco que antecedió a la configuración resuelta de las sociedades, fueron los que más bienes poseían los que más peligro tenían de verse privados de ellos. La desigualdad entre los que tenían y los que no tenían no soportaba más deslegitimación, habría de resolverse en alguna dirección y el resultado fue una resolución que, según Rousseau, comprometería para siempre el rumbo de la humanidad.

 

El rico finalmente pensó en capitalizar en su favor las fuerzas que lo amenazaban y para ello habría de encontrar la forma de justificar tal renuncia de parte de aquellas mismas fuerzas. Fue así como nació la organización política, sobre la base de un discurso que, por una parte promulgaba la protección de los “débiles” y por otro legitimaba el imperio del rico en la promesa de protección contra el enemigo común.

 

Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad; porque con suficiente razón para sentir las ventajas de una organización política, no tenían bastante experiencia para prever sus peligros (…) Tal fue y debió ser el origen de la sociedad y las leyes, que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad…[5]

 

Bajo la promesa de una ley que sometiera a todos por igual, el hombre renunció a su libertad para someterse dócilmente al yugo de la servidumbre. Operaron por supuesto razones exógenas y endógenas en esta renuncia. Las exógenas fueron claramente la proliferación de organizaciones políticas por toda la faz de la tierra, siendo ya imposible volver individualmente al estado de naturaleza. Las endógenas derivaron visiblemente del amor propio que cada quien convencido por su razón y fortalecido por sus reflexiones, pretendió arrogarse sobre los otros la idea de la consideración que aquellos le debían, consecuencia directa de que los hombre comenzaran apreciarse mutuamente entre sí y en especial así mismos entre los otros. La ley garantizaría a cada quien una cuota en esa consideración y pretendiendo salvaguardar su dignidad la condenaron a la decrepitud.

 

La unión de la sociabilidad sucumbe a la reunión de intereses, la conciencia de la relación se transforma en alienación de sí misma, el deseo se convierte en ambición y ésta se hace pilastra de la desigualdad política y moral entre los hombres. Ha nacido la sociedad.

 

Es incierto asegurar (en Rousseau) que el hombre es esencialmente moral porque no se explicaría de qué modo el hombre en el estado de naturaleza carece de dilemas morales, ahora bien, resulta dudoso también afirmar que la moralidad es un epifenómeno de la civilidad. Diremos pues que el hombre tenía incoada la interrogación moral, la poseía en forma potencial desde siempre, formaba parte de su constitución aún cuando no pueda su ser ser reducido a esta sola dimensión. El advenimiento de la sociedad fue en todo caso el disparador de la chispa para encender la llama de la cuestión moral, es en este sentido en que afirmábamos líneas supra que la moral sólo es posible allí donde es posible el intercambio y que ésta es siempre subsidiaria de la hacienda que la posibilita.

 

El hombre quiere el bien o puede llegar a quererlo, de hecho la experiencia –dice Rousseau– nos persuade de que “…el amor por el bienestar es el único móvil de las acciones humanas”[6]. Si bien esto no es equivalente a decir que el amor por El Bien es el único móvil de las acciones humanas, nos sugiere que el amor por Lo Bueno conduce a una comprensión del Bien en sentido abstracto y que este ulterior conocimiento nos puede en definitiva colocar en la senda de amar El Bien y practicarlo. Resulta clara la íntima relación entre las emociones, los sentimientos (que Rousseau no distingue en puridad), el entendimiento y la reflexión en la realización o depravación moral del hombre. Como no se puede entender cómo alguien que no teme y no desea pueda darse a la labor de razonar, a la recíproca el amor por el bienestar conduce a la reflexión sobre la vida y en definitiva sobre la vida buena. No habiendo relación de proporción directa entre deseos → entendimiento → acción, el conocimiento del bien no implica necesariamente el obrar bien. Una vez más será la sensibilidad  o sentimentalidad del hombre la que tendrá la última palabra sobre la disyuntiva: ¿hacer el bien o hacer el mal? En efecto, parece que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mi semejante, es menos por ser un ser razonable que por ser un ser sensible…[7]  

 

La perfectibilidad del hombre es un acicate que lo proyecta hacia la maximización de sus otras facultades, entre ellas la facultad de juzgar lo bueno o lo malo, pero en modo alguno puede ser la garantía de que el hombre se transforme a su vez en un agente bueno. Se hará moral sin duda, porque tendrá más tarde o más temprano que preguntarse qué es lo justo, qué es lo correcto y qué es lo bueno pero de esa reflexión no se sigue moralmente una decisión en dirección al Bien.

 

De hecho Rousseau apunta a que la configuración de las sociedades, tal y como él las conoce hasta el siglo XVIII, han arrojado al hombre fuera de su ser, lo han transformado en algo más bajo que las bestias amorales del estado puro de naturaleza.

 

Aquí es [en la sociedad] donde todos los particulares vuelven a ser iguales porque no son nada (…) Aquí es donde todo vuelve a la ley del más fuerte y por consiguiente a un nuevo estado de naturaleza (…) fruto de un exceso de corrupción[8].               

 

Este rebajamiento del ser del hombre, este descenso a la depravación moral es consecuencia, entre otras cosas, de que las sociedades una vez alcanzado un determinado nivel de desarrollo abandonan la virtud y se dedican a estudiarla. Las ciencias y las artes, apéndices de la perfectibilidad del hombre son los catalizadores del desvanecimiento del ser en las apariencias. Lejos de enaltecer las virtudes morales de los hombres, las ciencias y las artes le enseñan a revestirse de ornamentos, fomentan el desprecio por la actividad física y reducen el valor de la virtud al valor de la propiedad.

 

La acumulación de obras para el agrado y reconocimiento público no hace más que ocultar las deformidades morales del hombre en sociedad. Nadie se atreve ya a mostrarse como es sino que se pliega a las costumbres y condena su libertad a cambio de la uniformidad de las maneras. El desprecio por la ignorancia que dio impulso al desarrollo de las ciencias y de las artes derivó en un pirronismo moral.

 

Es así que, para salvar al hombre habría que restringir el uso y desarrollo de las ciencias y las artes, modificar la educación y volver a las virtudes militares, civiles y morales de los pueblos al estilo espartano. Cultivar el amor nacional, la conciencia de los deberes, preservar la virtud de la opulencia y del dinero:

 

Veo por todas partes establecimientos inmensos en los que constantemente se educa a la juventud para enseñarles todas las cosas, excepto sus deberes (…) ¿Qué deben entonces aprender? ¡Buena pregunta esa, desde luego! Que aprendan lo que deben hacer cuando sean hombres, y no lo que deben olvidar[9].                           

      

 

Habrá entonces que educar a todos para el ejercicio de la virtud y sólo a algunos, capaces de conducirse solos por los senderos del conocimiento, permitirles el desarrollo de las ciencias. Únicamente aquellos que son capaces de valerse por sí mismos merecen la libertad con la que nacieron, el resto:

 

…al pedir siempre a los demás lo que nosotros somos y no atreviéndonos a preguntarnos sobre ello a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, humanidad, educación y máximas sublimes, no tenemos más que un exterior engañoso y frívolo, honor sin virtud, razón sin sabiduría, y placer sin dicha[10].

 

 

II           

 

Rousseau, como todo pensador irreverente, despierta pasiones de diversa naturaleza y ha sido objeto de múltiples calificativos. El “Imitamonas de Diógenes” lo llamará Voltaire, el “Newton de la moral” pensará Kant, para algunos será un pensador original y significativo (Cassirer), mientras que para otros no será más que “un parásito crítico de la cultura social” (Safranski). La heterogeneidad de opiniones sobre el valor y relevancia del pensamiento de Rousseau es una consecuencia directa del carácter híbrido del mismo. Por una parte enemigo acérrimo de los vicios sociales y por otro uno de los padres del pensamiento político y social de la modernidad, defensor a ultranzas de la individualidad del ser humano y propulsor de la voluntad general como vía de superar la desigualdad en el seno de la sociedad y de legitimar el poder en las leyes. En resumen, un espíritu paradójico que se debate entre la genialidad y la estupidez, entre la lucidez más preclara y la obtusidad más ramplona.

 

Mucha tinta ha sido derramada en el intento de precisar el estatus filosófico de su pensamiento, muchos los tópicos de su escritura y aún más las diatribas de los intérpretes sobre cada uno de esos tópicos. No es este el lugar para acometer la empresa de pasar revista a cada una de esas polémicas. Nos contentaremos con exponer dos lecturas distintas sobre el valor de lo social en Rousseau.

 

Los litigantes serán el filósofo Ernest Cassirer y el biógrafo Rüdiger Safranski, ambos en posturas aparentemente irreconciliables y hablando de dos Rousseau distintos a partir del mismo Rousseau.           

     

La principal diferencia que encontramos entre estos dos intérpretes es la estrategia misma para presentar el pensamiento de Rousseau, uno (Cassirer) intentará ubicarlo en el marco de una crisis en la reflexión de la Ilustración, el otro (Safranski) hurgará en la intimidad biográfica del suizo, mostrando un hombre paranoico e inseguro.

 

La obra de Rousseau se encuentra situada en el momento culminante de una confrontación filosófica e ideológica entre el pensamiento Humanista y la doctrina religiosa. Los planteamientos Humanistas tienden a erosionar en forma sistemática, aunque no abierta, el dogma del pecado original heredado de la tradición medieval, que sobrevive incluso después de la Reforma. La Ilustración tendrá el reto de resolver la cuestión relativa al origen del mal sin tener que recurrir a la respuesta teológica tradicional, deberá dar cuenta de las cuestiones relativas a la autonomía de la voluntad y la autarquía de la razón sin recurrir a heurísticas bíblicas y sin el auxilio de la autoridad de la Iglesia. La Ilustración reabrirá el juicio a Adán y rechazará el cargo de pecado original como explicación del mal de las generaciones venideras, La Caída será el enemigo común de los pensadores ilustrados.

 

El principal enemigo al que tenían que hacerle frente no eran los teólogos de una u otra corriente cristiana sino el filósofo, matemático y físico francés, considerado una de las mentes privilegiadas de la historia intelectual de Occidente: Blaise Pascal. Contra sus Pensamientos y su Apología de la Religión Cristiana es que tendrán que plantar cara los Voltaire, Diderot, Shaftesbury y los Rousseau del movimiento Ilustrado.

 

Pero Rousseau —nos dice Cassirer— será un heredero directo del pensamiento pascaliano hasta sus más últimas consecuencias, sólo que, a diferencia de Pascal declinará la salida metafísica y pretenderá encontrar la respuesta en el hombre mismo y su devenir histórico-social. Según Cassirer:

 

La originalidad y significación de Rousseau residen en [que] (…) Es el primero que levanta el problema por encima de la esfera del ser individual y lo orienta de una manera cierta y expresa hacia el ser social[11].

 

Rousseau convertirá a la sociedad en el nuevo sujeto de imputación y con ello habrá trasladado el problema del mal de la esfera individual a una supra-individual. La ausencia de un auténtico ethos entre los hombres que los vincule, la carencia de ninguna voluntad comunitaria, la falta incluso de un instinto de simpatía hace que su única forma de vinculación sea la ilusión y la apariencia. La lectura de Cassirer parece apuntar en la dirección de que, más que una vuelta a un hombre (individual) auténtico lo que Rousseau persigue es la búsqueda de una fórmula que permita un auténtico sentimiento comunitario:

 

Si desaparece la forma coactiva de la sociedad que conocemos y tenemos en su lugar una nueva forma de comunidad ético-política, una comunidad en la que cada uno, en lugar de estar sometido al arbitrio de los demás, obedezca tan sólo a la voluntad general que el conoce y reconoce como propia, entonces habrá llegado la hora de la salvación[12].

 

Safranski no ve aquí ningún elevar por encima la cuestión de lo individual a lo social, al contrario considera que la volunté genérale es una proyección del ideal de la autotransparencia individual al plano social. No hay tránsito de lo individual a lo social, porque, según Safranski, Rousseau le niega el derecho al rostro a los otros en el ejercicio de su alteridad. Para Safranski, Rousseau no persigue una verdadera comunidad, un nos-otros en comunión, al contrario, lo que Rousseau persigue es un cuerpo social que se comporte como un superindividuo autotransparente:

 

Rousseau sueña con un Estado que no sea ni una máquina ni un Leviatán, sino un «hombre en grande», un organismo unitario que viva en sus miembros y en el que sus miembros vivan a través de él y para él…[13]

      

El otro es monstruoso para Rousseau, su corporalidad le impide la aspiración a la transparencia perfecta y al autoreconcimiento de sí mismo en el otro, por ello para que cesen las guerras y las desigualdades entre los hombres, estos deberán sacrificar su alteridad. En el fondo, piensa Safranski, el proyecto rusoniano es un proyecto totalitario, cuya realización vio luz rápidamente en la figura de Robespierre el cual seguramente hubiese llevado con gusto a Rousseau a la guillotina, siendo consecuente con su doctrina de negarle al otro su derecho a la alteridad. Toda negación de la alteridad conduce necesariamente a la negación de la identidad y con ella a la negación de la individualidad. La versión de Safranski parece apuntar a que el pensamiento de Rousseau no sólo es políticamente peligroso sino teóricamente autocontradictorio. “Pesa sobre Rousseau la amenaza de caer en la trampa de su propio pensamiento”[14].

 

¿Qué hacer entonces? Carecemos del arsenal argumentativo y no hemos habitado lo suficiente en la obra del ginebrino como para tomar partido por alguna de estas dos versiones. No obstante, hay la confianza de que un examen riguroso demostrará que ambos (Safranski y Cassirer) no hacen más que repetir el gesto anfibológico del maestro, mordiéndose la cola mientras éste se ríe inmortal en la eternidad.

  


[1] Rousseau, J-J. (1996) Del Contrato Social, Discurso Sobre las Ciencias y las Artes, Discurso Sobre el Origen y Fundamentos de la Desigualdad entre los Hombres. Madrid, Alianza. Pág. 215.      

[2] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 221

[3] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 280

[4] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 233

[5] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 266

[6] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 251

[7] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 199

[8] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 284

[9] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pp. 169 y 170 (Discurso sobre las ciencias y las artes)

[10] Rousseau, J-J. (1996) Op. Cit. Pág. 286

[11] Cassirer, E. (1972) La Filosofía de la Ilustración. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. Pág. 177.  

[12] Cassirer, E. (1972) Op cit. Pág. 181.

[13] Safranski, R. (2000) El Mal o el Drama de la Libertad. Barcelona. Tusquets. Pág. 144. 

[14] Safranski, R. (2000) Op cit. Pág. 148.