Derrida − La Aporía de la Muerte del Autor

 

(Ponencia presentada el jueves 18 de noviembre de 2004 como un homenaje a Jacques Derrida -tras su reciente fallecimiento-, en el marco de la Semana de la Filosofía auspiciadas por la Universidad Central de Venezuela y la UNESCO)

                                                                                                                                        

 

 

   Por: Erik del Bufalo

                                                Dr. en Filosofía de la Universidad de París X - Nanterre y profesor en las universidades Simón Bolívar y Central de Venezuela

 

Antes de enunciar, denunciar una falsa esperanza: qué falso es el “aquí yace” de las tumbas. A modo de epígrafe, en su sentido más lapidario, como inscripción,  comenzaré por citar unos versos de Hölderlin con los cuales Derrida da inicio a sus Memorias para Paul de Man,“…Pues no lo pueden todo/ los celestes./Ya que los mortales/están más cerca del abismo…”[1]

 

En una conferencia  en la universidad alemana de Kassel, cuyo nombre era, “¿Es mi muerte posible?”, Derrida señala cual es la orientación de “sus últimos años”: la aporía como sentido de la filosofía. Si la aporía es el sentido de la filosofía, está no tiene un fin, pero empieza  justamente al borde de los fines.

 

El espíritu  de la voz de quien estaba entonces en el lugar de conferencista, se encuentra en el libro Aporias[2].  Allí especialmente, bajo el signo de la “escritura de la muerte” y de “la antropología de la muerte” nos ofrece a modo de escollo algo que no puede – diríamos que lamentablemente – llegar a ser siquiera enigma; y es la formulación aporética de la propia muerte. Formulada rápidamente, diremos que mi muerte es posible – y aparece en un extraño horizonte, pero también mi muerte es imposible – y nos entregamos a la angustia porque este horizonte siempre está más allá de nosotros. No se llega nunca, como en todo horizonte, a traspasarlo.

 

Pronunciada, en esa ocasión, está aporía puesta como cuestión, y centrada en el aquí anfibológico pronombre personal “mí’,  pertenece a la particularísima muerte de  Derrida – allí este mi “de mi muerte”, genitivo de una  imposible posesión, es aquél de la muerte del Autor de esa aporía. Aporía de una muerte circunscrita a un nombre personal y que no es la muerte en general pero es solamente  una muerte. La muerte es algo que se da siempre una vez, cada vez. No existe la muerte general ni en general. La muerte siempre tiene un nombre propio. En todo caso o, más bien en este caso, murió Derrida y el ya no está ante su muerte. ¿Pero estará aún ante nosotros? – la muerte de Derrida, si ya no es de él, no puede ser sino  nuestra.

 

En ese texto, Aporías, que primero fue voz y luego documento, nos enfrentamos a lo que Heidegger llama “la señalada inminencia” [ein ausgezeichneter Bevorstand]: “La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del ser-ahí”.[3] Pero el ser-ahí [Dasein] es esencialmente el ser-en-el-mundo. Mundo que es ya una imprecisión señalada [da], un “estar por allí”. Morir es, entonces, ya no estar por allí, es lo contrario del existir. La muerte no existe pero su posible contradicción, su posible imposibilidad sí: la posible imposibilidad de ser sin seguir estando por allí – en este sentido, es la lengua quien saca mayor provecho de la muerte.

 

La muerte no es la negación del “ser”, es esencialmente la negación  del “ahí”. Es un estar (o un ser) en ningún lugar. Pero, ¿implica esta radical negación de  todo lugar que también muere el mundo al fin del ser-ahí? ¿Muere el mundo una vez cada vez?[4] Chaque fois unique, la fin du monde, cada vez único, el fin del mundo. Derrida escribe, en 1991, a propósito de la muerte del poeta belga Max Loreau: “He perdido ya demasiados amigos y me faltan la fuerzas para hablar públicamente y recodar de nuevo otro fin del mundo, el mismo fin, otro fin, y cada vez no se trata de nada menos que de un origen del mundo, cada vez el mundo solo, el mundo único, el cual, al final, se nos aparece tal y como era en el origen – solo y único.”[5]

 

La muerte, en el mundo, al final del mundo, es, a la vez, la responsabilidad de la muerte del otro – es decir, de seguir respondiendo por el mundo cuando el otro muere. Pero, y por la misma razón, es la imposibilidad de responder, después del fin, más allá del fin,  por la propia muerte. La contaste de Lévinas siempre regresa aquí en la escritura o en la antropología de la muerte: “yo soy el responsable de la muerte del otro”.  Es una rara responsabilidad: nadie es autor de su propia muerte – incluso el suicido como insinúa Séneca es un acto previo a la muerte, es ya un fin per se, un fin en sí mismo–, la muerte, la propia muerte, desautoriza, yace “afuera” de cualquier acto. Es el otro quien es el autor de la muerte otra, siempre otra, heteronómica. La muerte es el pasaje radical del  αύτο al τερος. Mi muerte es entonces lo más íntimo: la destinación de mi esencia. Pero también lo que me es más extraño: lo que me destituye absolutamente.

 

Es un poco como el pasaje de la primera a la tercera persona a propósito de la muerte de Derrida, hablamos de su muerte en primera persona. Reflexionamos aquí sobre “la posibilidad de mi muerte de Jacques Derrida”. Pero esta reflexión es justamente un ejercicio de distancia. Que en nosotros es homenaje,  del provenzal homenatge, celebración trovadora de la muerte: la muerte cantada justamente por otro. Pero que en Derrida es también la reiteración de su gesto filosófico: el pensar como distancia “sin fin”, sin muerte, entre el pensar y lo otro del pensar. Distanciar, en el “espaciamiento” ya dado entre la pregunta por el ser y el logos de esa pregunta (con todas sus memorias y todos sus olvidos). La palabra alemana Abbau que explica la Destruktion de la metafísica, apuntada por Heidegger, es traducida por Derrida en el neologismo francés déconstruction, y que español significa algo así como descomposición o desmontaje, pero principalmente des-composición.

 

La muerte se pude explicar en alemán como der biologische Abbau. Interpretar  es entonces el decir infinito de una descomposición. Descomposición que es la metafísica o la historia de Occidente, y la cual Heidegger, después de Nietzsche, habría clausurado de estar ya muerta y en descomposición.  Así el fin, el telos, de la metafísica es la muerte – la descomposición cabal – de sí misma.    

 

Pero en Derrida, la dislocación entre el logos  y su exterioridad se incrementa mucho más que en Heidegger, infinitamente, puesto que la finitud como existencia queda sometida a la descomposición incesante del texto, que es el resto de la metafísica.

 

Texto que es la com-posición de sí con la com-posición de su afuera (¿real?), esto es, una doble posición o una dis- posición de lo real. La aporía es esta doble positividad, o posición, de lo Real, que en la metafísica, según Derrida, es la “presencia” en sí y en su repetición, es decir, en su re-presentación. Pero esto último implica siempre un afuera interior, una diferencia, o en todo caso, un inevitable “espaciamiento” entre el decir y lo que se dice. En otras palabras, es la instancia siempre afuera (del texto, del logos y de su descomposición)  que es la existencia. Y es en esta insinuación de una aporía anterior, que la muerte puede aparecer como límite del pensar. Esto es, la muerte no es representable. Sólo en la “onto-teo-logía”, que es el proyecto de la metafísica, en el desarrollo del ente o del objeto en tanto ser para la represtación, o lo que es lo mismo, la nadificación del Ser por la auto-suficiencia supuesta de la “presencia”, se  hace la muerte representación. Coincidencia de lo particular con lo general. La filosofía es así, para utilizar la imagen de Franz Rosenzweig, una “cruel mentira”. Pero no es sólo una imagen. Es la imagen misma del afuera no griego, no pármenidico. Un afuera no diádico, que sobrepasa la Chôra platónica. Un afuera que no es la posición, la ex-posición ni la im-posición de la idea de este afuera, supuesto, a su vez, como un afuera presente, real para si mismo. Para decirlo rápido, es un afuera que no es ni positivo ni negativo pues está ya en otro horizonte que aquél de la “presencia”. Es el afuera marcado por un imposible, pero donde ocurre la posibilidad, no sólo de seguir pensado después de la clausura de la metafísica, sino, como es ya una tentativa de la propia palabra “filosofía”, un seguir amando.

 

La idea como representación tiene a la muerte como el signo más claro de su aporía:  nada menos irreal, más objetivo que la muerte, nada que afecte tanto a la certeza sensible como la licuefacción del prójimo y, sin embargo, nada más difícil de re-presentar. La muerte se presenta ya como descomposición y se re-presenta como clausura de la representación misma, como sepultura.

 

Derrida es justamente el “paso” más allá de la clausura onto-teológica, es la trascendencia al interior de la inmanencia. El pensar sin presencia. Si la inmanencia es la recia intimidad entre el ser y el pensar, la trascendencia es el espacio sin presencia  que queda fuera del texto, y del texto en sentido riguroso, como el anudamiento de la re-presentación de un presentarse ya de su exterior. En este sentido, Derrida sería la síntesis última, aquella imposible, entre el logos griego y la trascendencia monoteísta o judía[6]; y que está marcada por este  “a-Dios”, casi escatológico, con el cual Derrida, despidiéndose de Emmanuel Lévinas, señala el lugar sin respuesta de esta alteridad última, de esta diferencia sin repetición, sin símbolo, y que yace además entre todos los signos: un no-fin del vínculo con lo representable o, simplemente, una interpretación. Lo que no se puede representar llama a la responsabilidad, al desmantelamiento de todos los “fines” que unen al hombre con lo textual: la metafísica.

 

La materia, la sustancia, el referente, la finitud, lo designado por el signo, en pocas palabras, la “presencia”,  aún están anudados hasta Heidegger en la esperanza del sistema: que ello sea pensable y que lo pensable sea sustancia, cosa, realidad. La des-coposición es el momento inaugural, el momento de crisis, de toda com-posición. En Derrida ya no se trata ni de componer estos sistemas ni de des-componerlos, pero de mantener el espacio que permite la reiteración del pensar. En este espacio, de infinita tirantez, sí es posible acoger a la “muerte”, uno de los nombres de lo imposible.  

 

Lo representable de esta descomposición, el residuum, es ya una exclusión, el residuo, el resto, las cenizas, están después de la descomposición. Cualquier signo de la muerte es, entonces, ya un cadáver. De la muerte sólo podemos pensar su cadáver, porque el signo, que es el resto lógico de la representación, significa ya el cadáver de la presencia. Entre la muerte y el cadáver, no sólo ocurre la descomposición, también está el espacio de esta descomposición. Esto es lo que entiende Derrida por “espaciamiento”: el ser desaparece en el ser de la representación que, en tanto presencia suspendida, es un cadáver del ser; o lo que Heidegger llama ‘ente”. Pero incluso la representación del ente, la del cadáver cadavérico, se vela, se clausura, de nuevo en una tumba. Esta inquietante sospecha está ya en la etimología que atribuye  Platón (Crátilo 400 c) a la palabra “signo”: “De hecho dicen algunos que el cuerpo es tumba [sema] del alma, casi  que así el alma  está  en el cuerpo sepultada en presencia: y puesto que, por otra parte, con él, el alma expresa todo lo que expresa [semainei], también por esto fue llamado, y con justicia, “signo” [sema]. El cuerpo es al alma, lo que el signo a la cosa, una tumba. Cada vez que alguien muere, entrando el cuerpo en la tumba, podemos llevar su tumba en el signo. Morir es así pervivir sólo en el signo – la otra tumba. Es decir, alguien muerto es alguien que está absolutamente fuera de sí, que ya no tiene un allí, o que sólo está cuando está nada más que expresado. En la las lápidas del sentido, que son las palabras no dichas de quienes han muerto. Así, alguien que ya no está entre nosotros deviene este “entre nosotros” mismo; pasa, se expresa y permite un “nosotros”. Y así pasando la muerte del uno al otro, hacemos del inexorable “mi” de la muerte la extrañeza de la cual no podemos enajenarnos. Para nunca, ni muerto ni vivo, enterrar a un hombre del todo.

       

Justamente ahora podemos ser o no “derridianos’, porque Jacques Derrida no está más por allí. Y por eso lo nombramos tanto hoy y aquí, no para representarlo, no para seguirle sepultando en la vana presencia, sino para que siga hablando más allá de un allí puramente conjetural.

 


 


[1] J. Derrida, Memorias para Paul de Man, trad. Carlos Gardini, Barcelona, Gedisa, 1989, p.18

[2] Apories. Mourir - s'attendre 'aux limites de la vérité'. Paris, Galilée, 1996.  Trad. Cristina De Peretti, Paidós, 1998. La conferencia, Ma mort est-elle possible? Se grabó en  la Universidad de Kassel, Alemania en 1993

[3] El Ser y el Tiempo. Trad. José Gaos,  México, Fondo de Cultura Económica. 1974, p.274

[4] Chaque fois unique, la fin du monde es el titulo de la édición francesa de  The Work of Mourning, recopilación de textos de Jacques Derrida, bajo la dirección de Pascal-Anne Brault y Michael Naas. Chicago Press, 2001  

[5] J. Derrida, The work of mourning, op.cit, p.95

[6] De algún modo, todo el proyecto de Rosenzweig, en  Der Stern der Erlösung (1930), es “desconstruir” a partir de la existencia como trascendencia radical del saber, esta cruel mentira. Lévinas se reclama deudor de Rosenzweig  en el prefacio a la edición alemana de Totalité et Infini. Desde otro punto de vista, más esencial para nuestros propósitos presentes, véase François Laruelle, Les philosophies de la différence, Paris, PUF, 1986 pp. 157-167.