El Texto Clásico:

Algunas Condiciones de la Reproducción del Discurso Psicológico

(Segunda  parte del Trabajo Especial de Grado presentado ante la Universidad Central de Venezuela para optar al título Licenciado en Psicología en diciembre de 2003)

Por:

Alexander Méndez

alem1877@hotmail.com

VI De las Técnicas de Recuperación de Documentos

 

Además de los efectos de autoridad que contienen los lenguajes científicos, también es posible analizar aquellas “técnicas sobre las que se basa el trabajo del historiador intelectual” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996, p. 149) es decir, de los soportes materiales de la investigación, aquella parte de la labor histórica que consiste en la revisión de documentos, aunque llamarla de esta manera puede ser inapropiado. Se dice que esta descripción no es apropiada porque leer un documento no es sólo colocar frente a los ojos un papel con letras,  lo que implicaría proponer una serie de pasos que hagan más eficiente la repetición de lo que está escrito.

 

Los textos denominados “documentos” son unidades discretas, esto quiere decir que se tiene la impresión de que poseen límites precisos. Como son pensados en términos de unidades discretas, se cree que es posible ordenarlos (Blanco; Rosas y Huertas, 1996) en un catálogo, luego de haberlas “recuperado”, donde recuperar significa: haber llegado a las manos de un lector. Recurrir a los documentos de esta manera, es decir, como unidades discretas, permite considerar a las ideas de un investigador propiedad del mismo.

 

De esta manera, si un investigador intenta reproducir lo que otro ha escrito, sin referirse al trabajo del mismo, se ve enfrentado a la sanción de las academias. Es posible que esta lógica tenga una doble función: por una parte resguarda la propiedad de los autores, pero por otra tiene la misión de economizar esfuerzos (Blanco; Rosas y Huertas, 1996)

 

La recuperación de textos se encuentra inscrita de esta manera dentro de dos economías. Una que procura que por los momentos exista libros dedicados a un fin práctico y otra que limita la producción desde adentro de las academias. En los días que corren se fomenta más la producción de textos de física, química o de relaciones laborales. Parece cosa obvia, pero la repetición de experimentos radicales en cada una de estas disciplinas están subordinadas a la estructura de la cita.

 

Los propietarios de las tecnologías rentables deben ser protegidos, y en el resguardo de sus trabajos se supone que ellos “lo hicieron primero”. Si la estructura de la cita se cumpliese a cabalidad, sin embargo, la idea de que alguien puede ser el productor ex nihilo de una tecnología sería absurda. Queda por pensar cual es la contribución que le ha dado a este sistema de citas los manuales de estilo de la American Psychological Association (APA). Su existencia no es meramente práctica, sino que indica un valor renovado de la propiedad intelectual de unos determinados centros de producción.

 

La otra economía, nos protege de hacer contribuciones banales (Blanco; Rosas y Huertas, 1996), es decir, nos protege de que cada uno de nosotros se encuentre otra vez haciendo un trabajo que alguien hizo ya por nosotros. Se dice siempre que esta persona “lo pensó mejor que nosotros” pero esta afirmación sólo dice que no tenemos tiempo para generar concepciones nuevas, o disposición para generar tecnología. Hay que pensar si ambas economías se relacionan entre sí de una manera particular, lo que significa responder si el resguardo de la propiedad intelectual y la producción de nuevas concepciones están reñidas entre sí como intereses opuestos.

 

La caja de Skinner pudo ser inventada otra vez por un investigador independiente, y el diseño pudo variar en la selección de los materiales que la componen. En muchos aspectos es posible que dicha caja de Skinner sea similar a la desarrollada por el eminente conductista, pero en otros casos podría haber diferencia en los fines del artefacto. Eso nunca se sabrá, porque la estructura de la cita duplica tanto los materiales como los fines de la tecnología generada. Desde este punto de vista es posible definir a cualquier “método” de la siguiente manera: la costumbre de hacer citas organizadas de investigaciones anteriores, incluso cuando dicha cita consista en el uso de algún dispositivo mecánico o una aplicación estadística.

 

Por otra parte, se dice que la documentación responde a fines establecidos (Blanco; Rosas y Huertas, 1996):

 

Acceder a los discursos científicos o técnicos ya producidos

Tener acceso a acontecimientos del pasado como si se hubiese sido testigo de los mismos.

 

Esto último no es tan simple como aparenta ser, porque si bien todos podemos entender que la documentación contiene información sobre lo que otros investigadores han hecho, no es posible saber cuando comunica lo que en verdad ha ocurrido, porque esto último implica una concepción de labor histórica que demanda la presentación de evidencias. Ya Heidegger decía que presentar el ente pasado como si pudiese ser objeto de evidencia era una labor de la historiografía concebida como ciencia positiva del pasado (Heidegger, 1998b) y que la historia en tanto realización del hombre en su mundo, prescinde de la labor de historiógrafo, y que existen pueblos profundamente históricos sin que tengan un solo historiador en su comunidad,  sin que se pida evidencia de los hechos acontecidos en el sentido que lo pide la historiografía.

 

La objeción se propone porque Blanco y sus colaboradores elaboran un doble concepto de evidencia histórica a partir de las opiniones de Danto (1985, c. p. Blanco; Rosa y Huertas, 1996). Las evidencias de orden conceptual son definiciones sacadas de disciplinas específicas que no necesitan ser comprobadas, si no que se procede creyendo en las autoridades de tales disciplinas, mientras que las evidencias empíricas son cosas que en verdad ocurrieron. Los autores mencionados carecen de una definición precisa de lo que podría constituir tal evidencia empírica, hasta el punto de que deben apelar a convencionalismos para llegar a salvar su falta, porque sugieren que un hecho empírico es aquello que miembros de una comunidad han acordado que sea.

 

La carencia de una definición de lo que es evidencia responde a que toda ciencia debe delimitar previamente lo que cuenta como su campo de estudio, pero la delimitación de lo que es un hecho del pasado no cuenta con ese privilegio de la anticipación de los métodos de las ciencias (Heidegger, 1998b). El hecho que es narrado como pasado llega hasta nosotros como noticia de cosas muy diversas, tantas como amplio es el mundo de los hombres, por lo que podríamos pensar que cualquier evento tiene la categoría de pasado sólo por existir.

 

Sólo los objetos que puedan ser traídos a la presencia por la investigación científica pueden tener el carácter de evidencia, pero no puede ser traído al presente el pasado sin convertirlo que algo que indudablemente no es. En consecuencia, el pasado sólo puede ser conocido por los rastros que son colocados por los hombres para indicar que algo ha sucedido de una manera particular, y a estos rasgos se le denominan fuentes históricas (Blanco; Rosas y Huertas, 1996).

 

Nuevamente, la clasificación de las fuentes responde a criterios poco claros, porque incluyen sistemas muy diferentes: por un lado hablamos de fuentes escritas, pero también están contempladas fuentes iconográficas, fuentes materiales y fuentes orales (Blanco; Rosas y Huertas, 1996).

 

La forma de comprender lo que son las fuentes históricas, es pensando que son sitios o documentos que nos dicen que algo ha ocurrido en un momento específico. Si esta referencia la encontramos en una nota, dejada por un hombre sobre una piedra o papel, entonces decimos obviamente que es escrita, si lo que nos hace pensar en ese evento es una pintura, entonces hablamos de fuente iconográfica.

 

En el momento que la referencia debe hacerse a partir de una edificación o escultura, entonces la naturaleza de la fuente ha de ser material. Y será oral si el hecho se encuentra referido en las voces de personas vivas de una comunidad (Blanco; Rosas y Huertas, 1996). En todo caso, la existencia de fuentes históricas y su continuo remitirnos a algo que ha ocurrido, nos enfrenta a la duda de que eso referido por la fuente sea en verdad un hecho o sólo forma parte de una ficción bien elaborada. Cuando decimos que algo ha acontecido, la descripción de ese hecho puede ser totalmente verdadera o por el contrario, puede contener una parte de verdad (Derrida, 1998b).

 

En esta discusión es no se puede evitar recordar unas proposiciones propias del primer capítulo de “Metodología para la Historia de la Psicología” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996). Este texto dice, de hecho, que un “manual de metodología de la historia” es “El manual del perfecto médium”. Se cree de esta manera que los historiadores interpretan las manifestaciones de los autores en el ámbito de la Psicología. Para que el autor de un texto sea declarado “espíritu”, se deben cumplir con algunas condiciones que podemos enumerar:

 

En primer lugar, el autor tendrá un “nombre”, que hace las veces de su imagen o apariencia espectral. Esto puede ocurrir así porque el nombre de los autores y la mayoría de los nombres propios carecen de un contenido expresivo más allá de sustituir a la persona que nombran y esa persona, si no se predica nada más de lo que ella es, entonces se convierte en una pieza vacía, que puede ser manipulada con absoluta libertad por otros.

 

El concebir al autor como “fantasma”, por otro lado significa que su nombre puede ser invocado por un médium, quien conoce la fórmula general para hacerle aparecer: “te recuerdo que”, “os recuerdo que” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996). El médium introduce de esta manera al espíritu en el mundo de los vivos, que en el caso de los libros de historia no puede ser otro que el de los lectores. Si se dice que es el mundo de los lectores y no el del médium que invoca a los espíritus de los autores es para hacer justicia al hecho de que todo historiador es finalmente un autor, aunque Blanco y colaboradores lo pasen por alto en la ilusión de que un manual de historia no es citado de la misma manera.

 

En tercer lugar, esta transformación depende de que la historia sea concebida como un espacio “imaginario”, es decir, que no tiene que ver con cosas que han ocurrido en el mundo, sino de una serie de fenómenos que dependen enteramente de la actividad de quien la relata: “como el mundo de los espíritus, el pasado es un espacio imaginario cuya dinámica interna, cuya naturaleza y cuyo modo de materializarse dependen radicalmente de las reglas que guían la actuación del médium” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996, p. 11)

 

El aspecto más importarte de esta progresión, sin embargo, es como se concibe el acto de comprender lo que el autor, en tanto espíritu, dice en su obra. En este caso comprender significa “ensuciar” con las propias concepciones el pensamiento del autor que se cita, haciendo que nunca lleguemos a saber lo que el autor nos quería decir:

 

“...es frecuente que los historiadores se conciban a sí mismos como meros transcriptores del pasado, como instancias que se limitan a recuperar y reordenar lo que el paso del tiempo ha ido descolocando, ocultando o destruyendo. Pero ningún medio, por transparente que sea, preserva las propiedades del objeto que las atraviesa” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996, p. 12).

 

Nos enteramos, de esta manera,  que el médium trasmite el discurso del autor pero sólo pensando tal discurso como objeto a ser enviado o dado a otro.   

 

Esta disertación sobre el carácter fantasmal de un texto citado, es en sí misma muy parecida a las discusiones freudianas sobre la relación entre el discurso y sus representaciones figurativas. En el capítulo titulado “Ejemplos de representaciones. El Cálculo y el Discurso Oral en el Sueño” de La Interpretación de Los Sueños, nos relata Freud dos sueños personales que incluye la visión de dos amigos suyos ya muertos. Lo que nos interesa de este apartado, más que sus explicaciones dinámicas, para las que se necesitaría un trabajo adicional, es naturalmente el carácter de estar “muerto” o de ser un “aparecido” (Freud, 1901).

 

Adentrarse en éstos ejemplos de Freud permite hacer patente el tipo de interpretación que es posible si consideramos que el discurso de otro o la teoría de un autor específico, es un objeto inerte, transmisible y manipulable por los lectores, quienes finalmente tampoco entienden nunca lo que este discurso dice, porque todo lo han colocado ellos en el material recibido. Para lograr que tal cosa no ocurra, el concepto de texto, de discurso y de interpretación deben ser diferentes a los que propone una concepción imaginaria de la transmisión de los textos.

 

En el primero de los sueños de Freud, que nos explica cual es el carácter resaltante de un discurso de imágenes, el discurso, de hecho, se limita a no aparecer. El soñante se encuentra en el laboratorio de Brucke, y como si se tratase de un conocido poema de Poe, oye “llamar suavemente a la puerta”. Hace pasar de esta manera, a un conocido suyo, el Doctor Fleishl, de quien nos dice Freud que es “difunto”. Este personaje conversa con Freud, aunque no se dice sobre qué tema o asunto. Se nos adelanta desde este primer ejemplo que los difuntos pueden conversar, pero su discurso es inaudible.

 

Más interesante para la caracterización de los difuntos o aparecidos lo constituye el segundo sueño, donde Freud se encuentra con su amigo Fl. , Quien le visita junto con su otro amigo P. De quien se nos dice también que es un difunto. Fl. Hace un comentario sobre las condiciones de la muerte de una hermana suya y otro un tanto impreciso. Al parecer, Fl. Se sorprende que P. No comprende lo que dice, y le pregunta a Freud que cosa le ha dicho a P. de él para que reaccione de esa manera. Freud entonces manifiesta que tenía el deseo de decirle a su amigo Fl. Que P. “no puede saber nada porque no vive” (Freud, 1901,p. 466).

 

Durante este sueño Freud hace que P. permanezca callado, no sólo como una cuestión de hecho, sino que interpelado sobre las facultades que P. puede tener, da a entender que los difuntos no participan de la dicha de saber cosas. En este hilo de ideas, Freud nos define claramente lo que llama revenant (en francés, aparecido): “Estas personas (apariciones) no subsisten sino mientras uno quiere, siendo suficiente nuestro deseo para hacerlas desaparecer” (Freud, 1901, p. 466).

 

La propiedad del revenant es propia con la clase de problemas que discute Freud en La Interpretación de los Sueños donde se reduce el discurso a un espacio imaginario, pero en el sentido de que la mayoría de sus componentes tienen la forma de lo que ha sido visto por la persona que sueña. Es importante señalar, que las propiedades del discurso, cuando son llevadas hasta la expresión imaginaria del sueño, se subordinan a intereses inconscientes del durmiente, pero también a las limitaciones propias de querer expresarlo todo con imágenes (transformación de una secuencia temporal en la aparición de dos objetos diferentes, o la transformación de una idea abstracta en una dramatización en el sueño, para citar dos ejemplos) (Freud, 1901).

Si estas cosas pueden ocurrir en un espacio imaginario es porque provienen sin duda del plano del discurso o de lo simbólico que enmarca la vida de los sujetos. Esta condición es enteramente diferente de la presentada por un “manual de historia” que pertenece siempre a un espacio imaginario. En este último caso, el discurso histórico no se encuentra ante los ojos de la persona que sueña, sino que responde a una estructura lógica o gramatical para lograr el enlace de las ideas manejadas.

 

Retomando la idea de que los manuales de historia de la psicología son una guía del  perfecto médium, lo que significa que responden a una analogía entre la transmisión del saber y la conducción de la luz por un cuerpo traslúcido, se puede decir que esta analogía es la misma que sustenta algunas nociones ingenuas de lo que se puede llamar método científico. Esta analogía fue analizada en detalle por el filósofo F. Hegel, quien lo discutió desde los fundamentos de una ciencia de la experiencia (Hegel, 1807 c. p. Heidegger, 1998, versión).

 

No se debe pasar por alto que la palabra latina medium significa poner algo a disposición de todos, y sólo en expresiones como in medium vocare su sentido responde a la acepción de citar, o comparecer ante un tribunal. Nuestra palabra española médium conserva lago de este sentido, pero es común utilizarla para designar al que invoca a los espíritus de los muertos. Cuando se usa en el plano de las ciencias, la expresión “medio de conocimiento” se desliza hacia una metáfora óptica, como si un medio es el cristal con el que observamos los fenómenos en estudio. Este es el sentido que le otorgan Blanco y sus colaboradores cuando afirman:   “...Pero ningún medio, por transparente que sea, preserva las propiedades del objeto que las atraviesa” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996, p. 12).

 

Si la recuperación histórica se piensa desde esta metáfora óptica, se debe a que también esta actividad reclama su estatuto de ciencia del pasado. Es conveniente mostrar algunas aporías que surgen en el marco de esta metáfora óptica, para luego llegar a afirmar si existe algún tipo de técnica, o de estrategia de recuperación de las fuentes históricas que se erija, aunque sea de forma provisional, como método de una historia de la Psicología.

 

Para Hegel el movimiento que estamos reproduciendo en este apartado, se muestra como una representación natural, es decir, que a cualquiera se le puede ocurrir comparar a nuestro conocimiento de las cosas con una especie de instrumento o medio que nos permite ver como las cosas son:

 

“...Es una representación natural pensar que, en filosofía, antes de entrar en la cosa misma, es decir, en el conocimiento efectivamente real  de lo que es de verdad, hay que llegar a un previo acuerdo sobre el conocimiento que consideramos como el instrumento con el que nos apropiamos del absoluto o como el medio con el que lo divisamos”. (Hegel, 1807 c. p. Heidegger, 1998, versión, p. 91).

 

Sabemos que es parte de la tradición separar aquello que conocemos de las concepciones que tenemos de los mismos objetos, que son llamados respectivamente “el absoluto” y “el conocimiento” en el vocabulario de Hegel. Estos dos polos de lo que ha de constituir nuestra relación de saber es lo que está en cuestionamiento, porque si partimos de suponer que existen elementos extra- lingüísticos o extra- teóricos ha ser conocidos, entonces debemos suponer que nuestra ciencia es algo que se le anexa a tales elementos, y por lo tanto, ellos tienen la posibilidad de comportarse de una manera muy distinta a como nuestra ciencia dice que deben hacerlo. Esto es lo que llevará a concluir a Hegel que estas categorías deben ser abandonadas en última instancia.

 

Si, por medio del instrumento, el absoluto pudiera aproximarse aunque sólo fuera un poco a nosotros sin transformarse para nada, del mismo modo que las varas untadas de liga nos aproximan a los pájaros que se dejan apresar en ellas, seguramente se reiría de esta astucia, si es que no estaba y no quería estar ya en sí y para sí junto a nosotros desde un principio (Hegel, 1807 c. p. Heidegger, 1998, versión, p. 92).

 

De acuerdo con la cita de Hegel pueden pasar dos cosas con el conocimiento del absoluto:  Por un lado se ríe de nuestra astucia y por otro puede ser que no quiera estar junto a nosotros. Estas reservas de Hegel responden a lo que el mismo denomina una hipótesis escéptica, lo que significa que es Hegel quien cree que una vez forzado un conocimiento de las cosas, estas pueden decidir no ajustarse a ese esquema. Esto último es lo que significa que el absoluto se ría de nuestra astucia, es decir, que tenga una especie de razón propia que lo aleje de nuestra ciencia, cosa que es diferente a la idea de que es nuestra ciencia la que está llena de impureza y error como cuando operamos con la metáfora óptica.

 

La postura de aquel historiador que cree ser el médium o medio por el que llega hasta nosotros el saber legado por los autores del pasado, se debate entre estas dos definiciones de médium ya mencionadas (Blanco; Rosas y Huertas,1996). Para ellos, sin embargo, no existe necesidad de ser escépticos con respecto a que el pensamiento de los autores acepte ajustarse a nuestras interpretaciones, aunque el curso de la argumentación aquí desarrollada termina haciendo innecesaria tal postura. De hecho, para Blanco y sus colaboradores la interpretación es un acto moral por el cual se obliga a una teoría determinada para que aparezca en un nuevo contexto de enunciación:

 

“...No hay discurso histórico que no se someta a ésta semántica del recuerdo conminatorio. Iniciamos una investigación histórica o una sesión de espiritismo con la esperanza que nuestros antepasados hagan algo más que manifestarse. De hecho, si todo lo que tenemos de un espíritu es que se ha manifestado, tendemos también a interpretar, a dar sentido, digámoslo ya, moral a su manifestación” (Blanco; Rosas y Huertas, 1996, p. 11).

 

 

VII El Texto Clásico en las Ciencias Sociales

 

Otro elemento de los discursos de filiación que se sustentan y modifica el discurso científico lo constituye la concepción de texto clásico. Se entiende por clásico a ciertas obras consagradas para la posteridad. Así, se dice que los textos de Homero y de Shakespeare son obras clásicas, especialmente desde el punto de vista artístico (Steiner, 1990). Sólo en un uso más laxo se le emplea para designar lo que pretende la concepción de Jeffrey Alexander: cualquier texto que sirva de fundamento para una disciplina específica (Giddens; Turner; Alexander y cols. , 1990).

 

En verdad los textos de Homero, para seguir un ejemplo muy usado, tienen la fortuna de haber resistido milenios de reediciones. Son libros de los que no nos libramos tan fácilmente y en palabras de los críticos han sido construidos por seres especiales, aun cuando se limitasen a compilar la tradición oral de un pueblo: “El compilador de la Ilíada como los hombres que amañaron y juntaron la epopeya del Pentateuco, fue un editor de genio; pero el oro y el bronce se prueban en el crisol” [cursivas agregadas al texto original] (Steiner, 1990, p. 91).

 

El oro y el bronce al que se refiere Steiner son la obra de Homero, mientras que el crisol donde deben fundirse es la larga discusión de los críticos. La prueba a la que son sometidos los textos por la crítica arrojaría es, si se sigue hasta sus ultimas consecuencias la metáfora, el conocimiento de si los textos de Homero son o no valiosos para el mundo occidental.

 

El concepto de lo clásico describe por un lado a ciertas manifestaciones del arte antiguo, o para mayor precisión, del arte griego después de 500 a. C. (Gombrich, 1996). Esta referencia hace que se piense en lo clásico como un estilo. Existen características, rasgos, cualidades; elementos para definir el arte tangible de las estatuas, de la arquitectura y también de la literatura.

 

Según  Gombrich, tales características del arte clásico son las que han hecho que los críticos y artistas de todas las épocas posteriores lo veneren. Priva una forma, una manera particular de hacer el arte como concepto de lo clásico (Gombrich, 1996).

 

La caracterización de lo clásico en términos de un estilo particular de la cultura griega es una concepción superada. Esta propuesta de lo clásico como estilo es atribuida a Droysen (Gadamer, 1991), y a su “descubrimiento del helenismo”, descubrimiento que permanece entre comillas porque las discusiones sobre el arte griego se consiguen desde mucho antes de la intervención de Droysen. En todo caso, lo que dicho concepto desea preservar es una imagen del mundo griego para el mundo occidental contemporáneo.

 

La superación de este concepto de lo clásico se logra, según Gadamer, cuando se piensa el “carácter normativo de lo clásico”. Antes de este desplazamiento del concepto de lo clásico, queda constancia de las concepciones de Hegel, para quien “clásico” es el nombre de una categoría descriptiva: aquella que se refiere a una suerte de “armonía relativamente efímera de mesura y plenitud” (Gadamer, 1991). Hegel mira a lo clásico como una forma del espíritu intermedia al tipo de arte antiguo, de duros rasgos, y las propuestas del barroco. Lo clásico tiene una posición media entre otras manifestaciones, y, además, se piensa en sí mismo como la tendencia que equilibra a las otras.

 

Las investigaciones en el campo del arte y de la filología, demuestran para la década de los 30, que el concepto de lo clásico no soporta esta afiliación estilística; se reconoce, además, que lo propio de la cultura clásica es servir de norma para la cultura occidental en general. Es bueno preguntarse qué tipo de norma construye lo clásico, porque estamos acostumbrados a pensar que una norma es una imposición que hace una instancia sobre otra, como el acto de obligar a otro para que actúe según las leyes.

 

Sería erróneo pensar que el carácter normativo de lo clásico que Gadamer recupera de las discusiones artísticas responden a la noción de aplicación de una ley. Por “normativo” se entiende en realidad a todo proceso de preservación histórica, que prueba constantemente una manifestación cultural para hacer que su carácter de verdad sea evidente para todos.

 

“...Lo que se califica de “clásico” no es algo que requiera la superación de la distancia histórica; ello mismo está constantemente realizando esta superación con su propia mediación. En este sentido lo que es “clásico” es sin duda “intemporal”, pero esta intemporalidad es un modo de ser histórico” (Gadamer, 1991, p. 359).

 

Este no trasmite verdades naturales, o sobre la esencia de la cultura occidental. Consiste en la costumbre de preservar esa cultura, y de cómo hemos aprendido a conservarla. Por eso puede ser “intemporal”, porque es una costumbre presente en los pueblos antiguos y en los contemporáneos, pero no proviene de algo externo a esos sistemas de conservación, o archivo.

 

Ya se puede decir que para la psicología, por ejemplo, la recuperación de los materiales que tuvieron un papel determinante en su desarrollo como disciplina no es la pregunta sobre un conocimiento pasado. En este punto se puede abandonar la idea de un progreso como abandono de lo ya dicho por la tradición, si no que todo progreso es la superación que el saber disciplinario hace de sí mismo. Tal pensamiento permitirá que el desarrollo de la tesis desprecie toda idea de revolución en psicología.

 

Sin tradición no puede existir conocimiento psicológico. Pero aún en este punto se debe recordar que el valor de lo clásico reside en la constante prueba que hace de sí misma la tradición, de manera tal que los conceptos que contiene sean verdaderos. Si se recorrieron las implicaciones de la represión que  ejerce una autoridad sobre el conocimiento, era para llegar a comparar dicha noción con el papel otorgado a la autoridad por parte de Gadamer en su libro Verdad y Método (Gadamer, 1991).

 

Estos conceptos diferentes de lo “clásico” demuestran que este término no se deja fijar con facilidad. Esta también es la opinión de Joan Resina, quien nos advierte que la misma palabra “clásico” es poco usada para describir obras literarias en la lengua española, siendo de uso más común en inglés y francés (Resina, 1991).

 

A Resina le interesa como son consagradas ciertas obras por la autoridad en el ámbito de la crítica literaria. Está presente en su revisión que la lengua inglesa trata como classics aquellas obras legadas por la antigüedad, a la manera de sustantivo, pero permite usar la misma palabra como un adjetivo que resalta la importancia una obra de cualquier período, según los más variados criterios (Resina, 1991).

 

En el mismo orden de ideas, este autor hace un recorrido por otros sentidos de lo clásico con mucha relevancia para la presente investigación. Así, se nos indica que “la excelencia” puede ser aquello a ser encontrado en la búsqueda de lo clásico, pero tal concepto parece demasiado general para poder ser usado en el marco de una investigación sobre la legitimidad en ciencia. Por otro lado, parece de mayor utilidad la segunda definición de lo clásico según la cual, el clásico es una de las obras que mejor representan un orden o ideal (Resina, 1991). Adicionalmente, una obra que representa adecuadamente a su orden, no necesita ser comparada con otra obra, sino que basta que se mida con el ideal, que juega las veces de una teoría formal de lo que ha de ser considerado bello o admirable.

 

Pero ésta definición formal tiene una procedencia mundana, en el sentido de aquello que pertenece a la vida cotidiana. Los lugares de privilegio que se nombran en la definición del texto clásico deben su existencia al uso que daban los romanos a la palabra classisi, es decir, aquellos ciudadanos que pertenecían a la aristocracia. Los textos clásicos reflejarían de esta manera, una estructura económica y social (Resina, 1991).

 

¿Qué características pueden ser extrapoladas de la crítica literaria a la legitimación científica? En primer lugar que la excelencia se concibe en este sistema económico desde el punto de vista de la exclusión. El sistema no busca nuevos casos de excelencia, sino que intenta dejar a un lado lo que difiere, aquello que presenta nuevos problemas y nuevas soluciones. Por otro lado, esta estructura económica de los textos evitaría generar una norma que regule la excelencia de los textos ya considerados clásicos, como aquellos aristócratas que carecían de una renta máxima o variación de su posición social(Resina, 1991).

 

Estas dos reglas guardan un parecido importante con alguna definición de   represión manejada en apartados anteriores. El reto que se presenta en este caso es el de no ceder ante la simplicidad de este concepto. Es más útil plantear que estas estructuras analógicas han evolucionado en las academias en una especie distinta: el texto clásico es para nosotros un instrumento de representación de los contenidos programáticos de una disciplina, más que la comparación con un ideal. En ese sentido el texto clásico se puede definir de la siguiente manera: “Textos que reúnen modélicamente unas características en relación con la disciplina; es decir, que las reúnen de un modo económico y eminente” (Resina, 1991, p. 16).

 

Si el clásico no representa exclusivamente la estructura de una aristocracia, la “economía” que representa debe entenderse de otra manera, y esta puede ser después de todo, la circulación de los signos lingüísticos que promueve la obra. Así es como el ideal de los clásicos ha servido, bajo una cubierta de aparente universalidad, para difundir las expresiones de los aristas en sus lenguas natales (Resina, 1991). En el campo de las academias diremos que el texto clásico tendrá la facultad de difundir y proteger los dialectos o teoría de los grupos establecidos, que pueden ser nombrados con una palabra muy conocida, pero ahora en un contexto diferente: los textos canónicos pertenecen a una “clase” en el sentido de “grupo académico en formación”.

 

A diferencia de la estructura económica de la aristocracia antigua, los cuerpos académicos promueven la posibilidad de que se establezcan nuevos puntos de referencia pero sólo si estas teorías o nuevos dialectos compiten con otros por medio de ciertas estrategias de posicionamiento: “Los clásicos son el producto de un esfuerzo institucional, el resultado de una selección de intereses definidos por críticos que han hallado convenientes las especificaciones ofrecidas por las obras propuestas, afianzándolas por medio de análisis, debates, interpretaciones, polémicas” (Resina, 1991, p. 34).

 

Que este recorrido debería llegar a un punto en el que se diga algo al respecto de los destinatarios del proceso de instrucción, una pregunta dirigida a comprender como utilizan los textos que les han sido propuestos como cardinales.

 

VIII El Nombre de Autor: Unidad de Síntesis para el Texto Clásico

 

Este capítulo se concentrará en exponer algunas características de los lenguajes de filiación que imperan en la ciencia. Se abordará directamente qué papel juega el nombre de autor para tales lenguajes de filiación, así como algunas opiniones de cómo es determinado el conocimiento por la existencia de dicha figura histórica.

 

Cabe acotar con relación a este tema, que entre las tantas instituciones que han sido declaradas muertas, acabadas o superadas por nuestra época, “El Autor” figura como reo confeso de su crimen. Lo que se intenta evitar, supuestamente, es la idea de que somos dueños de todas las palabras que pronunciamos y muy especialmente, de aquellas que escribimos. La literatura, y las experiencias nunca agotadas del psicoanálisis, han contribuido a perfilar esta nueva manera de considerar la producción de libros, que Michel Foucault sintetizó en una frase: ¿Qué importa quien habla? (Foucault, 1994).

 

Sin embargo, todos manejamos la noción de autor de una manera casi natural, así por ejemplo, la mayoría de las personas dice saber quien fue el autor de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Para muchos hablantes ese nombre tiene un lugar privilegiado, algo así como el iniciador de la literatura española, imposible no encontrarlo como ejemplo, tanto como para la literatura inglesa Shakespeare es un destino obligatorio.

 

El hecho de que sea un uso del que muchos participamos, le permite sospechar a la crítica literaria que la pretendida “muerte del autor” es una exageración, o en todo caso, una posición difícil de mantener contra esa evidencia de uso. Introducir el tema de esa manera también implica que si la cuestión de la autoría es un problema empírico, que se soluciona constatando que en efecto, todos los días se habla sobre autores, entonces conseguir casos en los que diferentes textos no son atribuidos a alguien sería suficiente para demostrar la falta de importancia que tiene el autor como figura histórica. Un problema parecido tenía la crítica literaria cuando se preguntaba si en efecto existieron Homero, Jesucristo o Shakespeare (Steiner, 1990), porque de la presencia física de un autor siempre pueden aparecer pruebas contradictorias.

 

Pero no es ese el problema que se intenta introducir acá. No es la existencia empírica de autores lo que hace importante para la actividad científica el hablar de autores. Al contrario, a los autores les basta con existir en el discurso, aunque sean ellos tratados como origen del mismo. Para la Inquisición esta concepción sería un absurdo, porque no se puede condenar a un fantasma que sólo existe en el discurso a las llamas, es necesario para los fines políticos que un autor (de naturaleza humana) sea de carne y hueso. Al autor, por su parte, le es indiferente tener un cuerpo, y la propia Iglesia lo sostuvo cuando atribuye los textos bíblicos a un autor divino.

 

Para los intereses de este apartado, es más importante considerar a los autores como recursos o elementos que forman parte de un texto, o de la alocución de determinados individuos sobre un campo de saber específico. En efecto, la relación de los escritos con nombres de personas permite dentro de la ciencia fijar la propiedad de dichos escritos. Cuando un usuario de un texto activa la función autor, como se acaba de mencionar, demuestra conocimiento al respecto de quién produjo tal idea, y también demuestra conocimiento de que ese “autor” es dueño de la manera como ha expresado dicha idea (Chartier, 1993).

 

¿Qué significa que el “autor” sea un recurso de la escritura y que, además, se le atribuya una función de síntesis? Antes que nada, se debe decir que no siempre se creyó necesario colocar el nombre de una persona a un escrito, ni suponer, como se mencionó antes, que dicha persona es el origen del texto que se tiene entre las manos. Mucho antes del siglo XIV, existían libros, pero estos eran en muchas ocasiones una recopilación de historias o hechos interesantes que los propios lectores copiaban de otras fuentes (Chartier, 1993). Es una conclusión necesaria de este hecho que el nombre de autor surge como un útil a partir de ciertas condiciones de contexto muy específicas.

 

Una de esas condiciones, es la necesidad política de sancionar durante los procesos de la Inquisición, pero también se asocia  la aparición de la función autor con la transformación que sufren los libros, los cuales, luego de ser apreciados por su valor simbólico, como parte de un saber que se podía transmitir, transformar y conservar en las bibliotecas de la Iglesia, pasa después a tener un valor de intercambio, donde lo importante es quien gana el dinero producto de su venta. La función autor cobra más importancia de cara a la circulación del libro impreso.

 

Pero los intereses económicos que se intentan señalar no son inicialmente los del individuo que  hace el libro como un producto de su “creatividad”, sino de los encargados de multiplicarlo y hacerlo accesible a los lectores.  En el siglo catorce los Reyes de Francia e Inglaterra procuraban que si una persona se dedicaba a la impresión de un libro, no podía hacerlo indefinidamente (Chartier, 1993), pues existían varios impresores, y además, estos comerciaban en diferentes lugares de dichos países, aunque este es un dato que puede ser encontrado también en España (De los Reyes, 2000). Se veía bueno reservar para el Rey la posibilidad de que se favoreciera a un impresor con los derechos sobre los libros conocidos, como una manera de regular el comercio del libro y sólo tiempo después se consideraron los derechos de los escritores,  quienes debieron vivir bajo protección de los aristócratas hasta muy entrado el siglo XVI (Chartier, 1993). Simultáneamente a la aparición progresiva de los derechos de propiedad sobre los libros, se le indicaba al escritor que debía trabajar por su amor al conocimiento y no por el dinero producido por la venta de los libros (Chartier, 1993). Esta actitud hacia la escritura pertenece sin duda a una historia mayor del valor asignado al conocimiento, pero en este caso lo que puede ocurrir es que el sistema económico no tolera que existan derechos compartidos entre el impresor y el escritor.

 

De esta breve historia no se puede llegar a decir si el origen de la función autor se le puede asignar a la necesidad de sancionar o a la conservación de derechos económicos. Lo que sí se puede decir, es que luego el nombre de los autores pasa a tener una importancia  definida por la lógica de las disciplinas donde surge. Si hablamos de literatura, el nombre de autor pasará a utilizarse como un elemento valioso en sí mismo, como si los dos tipos de valor que se pueden asociar a dicha obra: que es buena porque lo que se narra o lo que se explica permite que los hombres vivan mejor, o que es buena porque representa un negocio, esas dos maneras de valor de la obra, comenzarán a ser resumidas por el nombre del autor. Esto es lo que entendemos por el nombre de autor como elemento de síntesis.

 

Si una persona desea expresar que en la obra “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”  existen muchas enseñanzas éticas o que es uno de los textos más graciosos que se han escrito en lengua española, entonces podría resumir estas apreciaciones con la frase rimbombante “Es Cervantes”. También se puede hacer alusión al hecho de que es uno de los libros más leídos, o que es muy consultado por los estudiosos de la literatura. En todo caso, hay una necesidad de resumir los atributos de la obra de la que participa el nombre propio del autor. Claro está, que este valor de resumen que tiene el nombre del autor solo es aparente, porque un nombre no otorga características, sino que opera como un mero indicador de aquello que se habla.

 

Sin embargo, ese carácter de síntesis que tiene el nombre de autor entre el valor económico y el valor de uso de una obra, no agota la manera como es usado en sí mismo el nombre de autor, porque también es posible que el nombre autor permita agrupar una serie de textos y separarlos de otros con un valor diferente.

 

En este recorrido se está siguiendo un esquema de trabajo similar al desarrollado por Michel Foucault con respecto a la utilidad del nombre de autor. Se ha hecho patente que no es necesario hacer observaciones generales y absurdas como “el autor no existe”, sino muy por el contrario, lo que se quiere decir es que pueden enumerarse las funciones que el autor tiene para una cultura determinada, incluso para las ciencias psicológicas, cómo operan los nombres de autor en un libro y que relación tiene eso con la apreciación del trabajo científico.

 

Por otro lado tenemos que el autor denota la unidad que se cree existente en una obra cualquiera, es decir, que creemos que un texto es un elemento homogéneo, que posee una estructura que le es propia, e incluso, que está atravesada por una idea general (Foucault, 1994). Si esto es así, si los textos se comportan bajo el modelo de la “obra”, es justo decir que los textos son producto de autores. En este caso la consigna que parece resumir mejor este tipo de comportamiento de los lectores sería: “un autor siempre equivaldrá a una obra” y que en consecuencia, “también una obra es reducible a una idea general”. Esta es otra manera como el nombre de autor es capaz de funcionar como elemento de síntesis, pero esta vez con respecto a la diversidad posible de opiniones, puntos de vista, o simplemente de entre estilos de escritura que necesitan ser compilados y sistematizados, donde se pretende que la existencia del nombre de autor permita reducirlos.

 

Si hay diferencias entre textos que llevan el mismo nombre, esto debe relacionarse con variaciones en la vida de la persona que escribe, porque finalmente un cambio en la escritura es un cambio en la unidad del autor (Foucault, 1994). Estas afirmaciones se limitan a reconocer que el nombre de autor puede usarse como un elemento de síntesis, pero no pretenden de ninguna manera que esa debe ser la mejor forma de concebir al texto o a las publicaciones en general. Lo que se intenta argumentar, por el contrario, es que en algunos casos la aplicación de la función autor interfiere con otros fines tal y como se ha venido presentando hasta ahora con respecto al efecto que tienen los discursos de filiación sobre el discurso científico.

 

Otras características de la función autor permiten visualizarlo mejor como lenguaje de filiación. Una de estas propiedades, es la posición trans- discursiva del  autor (Foucault, 1994). Con este término se da a entender que un autor se considera origen de una teoría, de una tradición o de una disciplina. Un ejemplo claro de esto es la manera como se dice que Freud es el fundador del psicoanálisis, en este sentido, el psicoanálisis es una teoría, y una tradición en la que otros investigadores pueden participar, declarándose freudianos, y diferenciándose de otros, no freudianos. Lo que ocurre con esta característica del autor, es que los involucrados en la relación: fundador y seguidores, se rigen más por las reglas que operan en grupos familiares, que las que operan en los discursos científicos propiamente dicho. En los grupos familiares  de manera ideal, se defiende a cada miembro de un grupo exterior, incluso cuando las acciones del miembro de la propia familia no sean adecuadas o correctas, de igual manera, las operaciones que rigen un uso trans- discursivo de un autor evidencia estrategias para preservar al autor como sujeto fundador, incuestionable, porque esto mantiene también un grupo de pertenencia. Sólo se debe imaginar cómo un sujeto toma posición ante una idea a la que resta importancia porque ésta opera en contra de la tradición a la que dice pertenecer, es posible que en ese caso prefiera pasar por alto la nueva propuesta porque implica demasiadas consecuencias para su grupo.

 

Como se verá, esta característica de los nombres de autores es de suma importancia par la comprensión de la hipótesis de este trabajo, porque se considera que los miembros de una disciplina realizan parte del trabajo de legitimación de su conocimiento a partir de estas instancias de filiación. Si una proposición es atribuida a uno de estos autores fundadores, es posible que sea tratada de una manera distinta a la idea de un autor que no tiene esta posición.

 

Pero es interesante que un autor pueda ser considerado como el origen de muchos textos o disciplinas que otro ha desarrollado. Esto ocurre cuando un nuevo investigador toma una idea inicial atribuida a dicho autor y la transforma en alguno de sus planteamientos. De esta manera, existen disciplinas como el psicoanálisis literario, que no necesita compartir todos los planteamientos teóricos o la metodología planteadas por Freud.

 

Tal posibilidad que se contiene en la función autor no es en realidad sino un falso planteamiento del problema de cómo surgen los espacios científicos a partir de comunidades ya constituidas. Siguiendo a Vygotski (1932), tal fenómeno ocurre por la extrapolación de términos científicos o la generalización de las explicaciones, pero es posible que estos lenguajes de filiación, de los que el nombre de autor participa, fomenten u obstaculicen la generalización de  tales términos. Desde el ejemplo que se viene manejando, un nuevo espacio de crítica literaria podría extender el campo de alcance del psicoanálisis sólo por el deseo de sus promotores de ser llamados freudianos, pero las consecuencias de esta acción podrían hacer que ciertos términos que sustentan toda la argumentación del sistema desapareciesen. La operación contraria también  es verdadera, cuando se piensa que dos líneas de desarrollo teórico pueden ser relacionadas por medio de algunas coincidencias en sus términos, pero el lector o el miembro de una tradición científica específica, no acepta dicha posibilidad, porque  la considera como algo ajeno a su filiación centrada en el nombre de autor.

 

Como se viene argumentando hasta este punto, el autor, es un recurso que tiene muchas posibilidades, entre las cuales se encuentra la de sugerir que alguien es el fundador de una disciplina.  Generalmente esta posición del autor, es usada por la historia de la ciencia  para recuperar los desarrollos científicos o filosóficos. En ocasiones, la historia se hace para interesar a los jóvenes aspirantes de la disciplina, y no tanto para transmitir ideas precisas sobre los diferentes cambios que han ocurrido en ella. Se podría ejemplificar este planteamiento por medio de algunos párrafos de un manual muy conocido de introducción a la psicología, en este caso, la descripción que se intenta revisar plantea un estilo muy particular de referir la aparición de lo que se conoce como “escuelas psicológicas” (Hillix y Marx, 1983):   “Es particularmente difícil evaluar a Jung. Cuando vivía Freud, su nombre ocultaba a Jung y a todos los demás analistas.” (Hillix y Marx, 1983, p. 167)

 

“...Boring (1950) ha resumido la situación existente en la psicología norteamericana  inmediatamente antes de que Watson diera nacimiento al conductismo: América había reaccionado a la tutela de alemana y se había hecho funcionalista... el conductismo tomó del funcionalismo sólo una parte de la tradición paterna... los tiempos estaban maduros para una mayor objetividad en la psicología y Watson fue el agente de la época”  (c. p. Hillix y Marx, 1983, p.95)

 

En la primera cita, los comentaristas intentan explicar como aparece el psicoanálisis y las diferentes expresiones o intentos teóricos que llevan esa etiqueta. Se dice algo de Jung, pero se entiende que no se quiere hablar de su color de cabello, ni de sus facciones, sino que su obra no era muy conocida en la época que Freud publicaba. El historiador no apela en este caso a elementos de contexto o a argumentos teóricos que permitan inferir por qué en el momento en el que surge la teoría analítica, el trabajo de Jung y de otros analistas no fue consultado exhaustivamente. Los comentaristas se limitan a decir que el “nombre” de Freud ocultaba los otros nombres. En este punto es conveniente preguntar si un “Nombre” puede adquirir por sí mismo la propiedad de entorpecer la lectura de un texto, es decir, que ante la fascinación con el nombre de Freud, los lectores de una época terminan rechazando otras posturas. Se puede decir que al menos en algunos lectores el nombre de un autor adquiere valor en sí mismo, y Hillix y Marx son buenos representantes de quien detenta esa creencia.

 

La argumentación de Hillix y Marx parece guiada por la necesidad de comprimir en pocas líneas la historia de la psicología y no la de plantear la pregunta al respecto de por qué una teoría adquiere más difusión que otra o más aceptación que otra. Dos cosas se configuran de esta manera para los nuevos aspirantes de una disciplina, refiriéndose la primera a cómo recibe lo que se considera una obra de importancia o un autor importante: una obra sería importante en la misma medida que el “nombre” de su autor es capaz de ocultar a otro, de una manera similar a como la luna oculta la luz del sol durante un eclipse. Se podría afirmar como en capítulos anteriores, que Jung, y el nombre de Freud, juegan el papel de “fantasmas” para el manual mencionado. El autor es manejado como una imagen proyectada en el cine, como un recorte o silueta que es convocada para tomar el lugar de la argumentación de la búsqueda de explicaciones, es decir que el autor se convierte en causa de los destinos del texto que se está considerando.

 

La segunda consecuencia que puede esperarse en un lector de dichas afirmaciones está referidas a como se analizan desde el punto de vista de su contenido, las posturas de Jung y de Freud, porque el lector inexperto le podría parecer poco importante aprender algo al respecto de un autor que ha sido eclipsado por otro, o finalmente, esto le podría conmover aún más, y sigue de esta manera a nuestros comentaristas en la construcción de una novela que reivindique los derechos perdidos de un autor de terminado.

 

Cuando se usa la palabra “novela” para describir este estado de crítica, no se debe pensar que se hace de manera precipitada, pues la segunda cita, extraída por Hillix y Marx de otro texto de historia de la psicología, sitúa literalmente nombres que se esperan encontrar en una estructura familiar: Watson hace “nacer” al conductismo, pero antes, los norteamericanos se intentan librar de una “tutela” alemana. Y cuando le toca al conductismo aparecer en sí, entonces sólo toma una parte de lo que se denomina “la tradición paterna” del funcionalismo.

 

Cuando se intenta tener una mirada histórica, la tentación del historiador se dirige inmediatamente hacia descubrir en el presente parte de los usos que existían en el pasado. Como Kuhn, al principio de su desarrollo del concepto de las revoluciones científicas, la intención del historiador es ver cuanta física de Aristóteles se contiene en la mecánica de Newton o lo que es lo mismo, cuanta mecánica newtoniana estaba contenida ya en los textos de Aristóteles. La respuesta que da Kuhn al problema, escapa a esta tentación ingenua y le lleva a afirmar que Aristóteles no sabía nada de física contemporánea, y que es un absurdo buscar equivalencias punto por punto entre ambos tipos de física (Kuhn, 1989).

 

 

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(Prate I [Léxicos n°5] y Parte II) 

 

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