Cuerpo y Lenguaje:

Una Mirada Hermenéutico Fenomenológica

Trabajo Especial de Grado presentado ante la Universidad Central de Venezuela para optar al título Licenciado en Psicología en octubre de 2000)

Por:

Gustavo Gisbert

Doctorando de en Psicología Social y de la Salud - Universidad Autónoma de Barcelona

 

II.- CUERPO Y LENGUAJE

“No hay un modo, no hay un punto exacto

te doy todo... y siempre guardo algo

Soda Estéreo (Signos)

 

Es por todos conocido el “giro lingüístico” que desde hace décadas se ha venido abriendo paso en la filosofía y en las ciencias sociales. Podría decirse que desde el denominado Círculo de Viena -hoy en día duramente criticado y sin vigencia- se puso de manifiesto la importancia del lenguaje y las proposiciones lingüísticas, en la conformación del conocimiento y elaboración de teorías científicas. A partir de ese positivismo lógico de Viena se ha gestado un especial interés en el lenguaje, la conformación del conocimiento, la construcción del discurso, la significación social. Sería una empresa titánica poder resumir los movimientos que desde entonces se han abierto a las comunidades de sentido en las cuales habitamos. Tanto ha sido dicho con respecto al lenguaje, que más que despertar el inicial interés, parecería algo lógico que hoy lo acompañara más bien cierta desidia por la infinitud de sus manifestaciones.

 

Tampoco es algo “nuevo” el interés por investigar el lenguaje, si consideramos los años que tiene la filosofía occidental estudiándolo. Lo relativamente reciente es “el giro” que ha tomado: se han desplazado de algún modo las consideraciones tradicionales “naturalistas” que orientaban la manera de comprenderlo:

 

Hace más de dos milenios que la cultura occidental se viene basando en una serie de supuestos (...) sobre la naturaleza del lenguaje. Un primer supuesto es que la lengua constituye el vehículo principal a través del cual los hombres se representan mutuamente el mundo. Esto es, la lengua (...) funciona como un recipiente de conocimientos sobre el mundo. [El segundo supuesto es que] la lengua es el vehículo principal que permite comunicar a los demás los contenidos mentales (Gergen, 1989, p. 162).

 

Básicamente, el “nuevo giro” -simplificando al máximo- consistiría en que se ha hecho difícil mantener la creencia de que el lenguaje “representa” un mundo externo, así como el supuesto de que comunica el contenido de la mente de las personas. Y, en efecto, esto ha puesto en jaque la idea vinculada a este segundo supuesto, que es asumir la mente como lugar del conocimiento.

 

Acerquémonos a una pregunta con respecto a nuestra disciplina: si el lenguaje no es el vehículo de la realidad mental, y por ende en él tampoco se muestran las intenciones “interiores” del sujeto que lo produce, entonces ¿qué es lo que tiene que buscar la psicología en el lenguaje, de acuerdo a este giro? Esta pregunta es interesante, y será nuestro principal vínculo con el capítulo anterior. Intentaremos una respuesta aproximativa, desde un posicionamiento hermenéutico: esto es, no se tratará de darle UN sentido (más o menos fundado, ni más o menos libre), sino por el contrario, se intentará apreciar la pluralidad sobre la cual se erige.

 

La lingüística ha estudiado bajo el nombre de lenguaje –con diversas ramas como la fonética, la gramática, la sintáctica, la semántica, la pragmática, la filología, etc.- esa abstracción que llamamos lengua (Castilla, 1974). Desarrollos recientes han diversificado el dominio de las investigaciones que se valen del lenguaje: la Paralingüística (que estudia rasgos “suprasegmentales” del lenguaje, que corroboran la comprensión de rasgos lingüísticos: como las diferentes formas de entonación, el sollozo, las interjecciones, el suspiro, los murmullos, etc.) la Cinésica y la Proxémica (nacidas en la antropología, pero que se han afirmado como disciplinas del comportamiento simbólico: gestos, posturas del cuerpo, posición interespacial) la Semiótica General (tanto en los fenómenos de significación como de comunicación), así como ciertos aspectos que podrían ser considerados como campo de la semiótica general, tales como Sistemas de Comunicación de Masas, Retórica, Tipologías de las Culturas, etc. (Eco, 1991).

 

Pero ¿Qué es el lenguaje? He aquí una pregunta difícil de responder. Podemos pasearnos por algunas definiciones tentativas que ofrecen algunos autores:  “Funciones y funcionamientos de un conjunto de sistemas que permiten cierto modo de expresión y de comunicación entre los hombres” (Moscato, 1979, p. 3) O bien “Conjunto de señales que dan a entender algo” (Enciclopedia Sopena, 1969). Otras definiciones que comúnmente escuchamos podrían enunciarse así: “Conjunto de palabras con que expresamos ideas o pensamientos” o “Uso de la articulación de reglas para compartir mensajes entre seres dotados de conciencia”. Así podríamos seguir ofreciendo o construyendo definiciones una tras otra, sin que por ello demos con algo que pueda caracterizarse como esencial que agrupe lo entendido por “lenguaje”. Y ello puesto que, al igual que en el cuerpo, no hay una “naturaleza” en el lenguaje, unas características esenciales, sino una serie de entramados complejos y siempre abiertos, que iremos desarrollando a continuación.

 

Se podría afirmar que quizás uno de sus aspectos menos polémicos sea el de que, como mínimo, allí donde hay hombres, hay lenguajes. Es lo que Heidegger plantea cuando dice que la condición ontológica-existenciaria del lenguaje es el habla (Heidegger, 1982), lo que obviamente no quiere decir que todo lenguaje sea del tipo hablado, sino que el ser humano tiene en sí la posibilidad del habla, la determinación de sentidos, y esto es lo que hace posible que existan lenguajes (lo cuál no niega que los mudos posean lenguajes, o que el silencio exprese sentidos). Otro aspecto que resulta inevitable, es que el lenguaje debe recurrir a sí mismo para encontrarse; pero, en efecto, no existe ni podrá existir un metalenguaje que pueda dar cuenta de todos los demás lenguajes. Es por ello que resulta tan improbable una definición omniabarcativa del lenguaje.

 

Anteriormente intentábamos ofrecer una panorámica de algunos campos de estudio e investigación del lenguaje. La lista podría extenderse de manera impresionante, casi tantos como cantidad de lenguajes existen y existirán, por lo que también puede asegurarse con bastante precisión que:

 

"Cualquier estudio del lenguaje es siempre un lenguaje, que toma por objeto una parte de sí mismo, una dimensión, dejando intacta alguna otra. De esta forma el lenguaje es inevitable, y siempre hay lenguaje más allá de los límites de su estudio". (Villarino y Ulive, 2000)

 

Dice J. F. Lyotard que el vínculo mínimo necesario para hablar de relaciones sociales son los “juegos del lenguaje”, efectuados entre los agentes que las constituyen (si bien lo social no se limita a tales juegos del lenguaje, como lo pudimos ver en el capítulo anterior, podríamos decir que lo social se encuentra ya presupuesto en ellos) (Lyotard, 1989). Una frase, un juego de lenguaje, es ya inmediatamente social en la medida en que en éstos está implicado un emisor, un destinatario y una relación –más bien conjunto de relaciones- entre ellos. Básicamente, puede asumirse que un juego del lenguaje es todo el proceso de un particular uso de palabras en ciertos contextos; y ese proceso responde a reglas que no tienen un papel definitivo en el juego. Es decir, que el lenguaje no puede tomarse nunca como un hecho realizado, resto de actos de significación pasados, registros ya adquiridos, pues se pasaría así por alto la inevitable fecundidad de la expresión, la comunicación y la significación. Desde la fenomenología,

 

"Para el sujeto hablante que hace uso de su lengua como medio de comunicación con una comunidad viviente, la lengua (...) no es el resultado de un caótico pasado de hechos lingüísticos independientes, sino un sistema [abierto] todos cuyos elementos concurren a un esfuerzo de expresión". (Merleau-Ponty, 1964).

 

Así, para la fenomenología del lenguaje, el estudio de éste supone una vuelta al sujeto hablante, a su contacto con la lengua que habla; y no necesariamente una ciencia objetiva de los elementos del lenguaje (gramática, sintáctica, etc.). Sin embargo, entre los elementos del lenguaje tomados como <objetos>, y el lenguaje tomado como <mío>, se pone en marcha una interacción casi inevitable. ¿Es posible desvincular por completo el lenguaje como objeto del lenguaje como mío? Es una relación de pertenencia y extrañamiento, como la que sugerimos en el apartado anterior, en la que existe un “entre-deux” que media. Podemos tomar de Merleau-Ponty la idea de concebirlo como una especie de equilibrio en movimiento; siempre admite cambios latentes o en incubación, nunca está hecho de significados absolutamente unívocos, que además tampoco pueden mostrarse en toda su extensión (Merleau-Ponty, 1964). Se trata entonces, no de un sistema de formas de significados articulados con precisión, no una arquitectura lógica de construcción según planes realizados, sino unos juegos de “gestos lingüísticos”, los cuales no se definen tanto por sus significados sino por valores de empleo que son habitados por personas. De esta manera, en el lenguaje siempre se puede asumir lo fortuito, lo azaroso, en una totalidad que tiene o no sentido, una totalidad encarnada en un contexto de relaciones, desde la pluralidad humana.

 

La concepción heredada de las ciencias, como denomina Frederick Suppe al movimiento implantado como filosofía de la ciencia por el positivismo lógico del Círculo de Viena, basaba fundamentalmente su estudio del lenguaje en la convicción de tratar de establecer unas “reglas de correspondencia” entre proposiciones lingüísticas con los <hechos> reales (Suppe, 1979), para de esta forma conseguir “la mejor verdad” esperable en dichas proposiciones del conocimiento humano. El lenguaje nomotético y general de la lógica buscaba de alguna forma “suprimir” la subjetividad y la individualidad de las significaciones humanas, para lograr hacer de éstas hechos “científicos” verificables, que tuviesen correspondencia con los hechos reales. Pero, contrariamente a lo que se esperaba, este procedimiento no garantizaba mayor “objetividad” en la significación y comunicación científica.

 

Existía en el positivismo lógico la sensación de que el lenguaje se equiparaba a las cosas y a las ideas que expresaba, pareciendo convertirse así en “el doble del ser” (Merleau-Ponty, 1971). Es decir, que en este tipo de conocimiento se encontraba arraigada la idea de un lenguaje donde las palabras se adherían a su referente y a su significación, desde la realidad mental, y que gracias a un proceso de “operacionalización”, que hacía corresponder hechos reales con proposiciones lógicas, era que el mundo humano adquiría un verdadero carácter de realidad verificable. De la misma manera, los primeros analistas del relato buscaban ver en todos los relatos del mundo una sola estructura -al igual que los budistas lograban ver un paisaje completo en un haba- (Barthes, 1980). La idea era extraer de cada cuento un modelo, y luego con esos modelos se buscaría una gran estructura, la cual buscaría “revertirse” a cualquier relato para su verificación[1].

 

Baste decir que estas reglas de correspondencia actualmente no son vistas con buenos ojos por muchos filósofos y científicos sociales. Y ello porque carece de sentido hablar de una “verdad por correspondencia”, pues los entes, los objetos, los hechos, están abiertos al habitar de <intérpretes> de comunidades diferentes, y por tanto, lo que aparecen son relaciones sin término, redes de relaciones, relaciones entre relaciones; lo cual

 

"Nos permite hacer a un lado la distinción entre sujeto y objeto, entre los elementos del conocimiento humano que proporciona la mente y los que proporciona el mundo. Con ello, nos ayuda a hacer a un lado la teoría de la verdad como correspondencia". (Rorty, 1997).

 

Dentro de la psicología social y la sociología, desde hace ya algún tiempo han cuajado corrientes teóricas que asumen con fuerza la idea de una realidad social desde relaciones discursivas o lingüísticas cotidianas: es el caso de, por nombrar unas pocas, el socio-construccionismo (o construccionismo social), la etnografía y la etnometodología. Estas corrientes han tomado con gran interés temas que habían sido relegados al abordaje de filósofos, tales como “la conformación de la realidad” o “la construcción del conocimiento” a través del estudio del discurso cotidiano[2].

 

También la hermenéutica ha jugado un papel crucial en la consideración de la importancia del lenguaje, la comprensión y la interpretación de los significados. Hermenéutica es un término con el que tradicionalmente se designa la interpretación de textos, pero que tiene diversas connotaciones. La hermenéutica, desde Heidegger, corresponde a un posicionamiento ontológico; sin embargo, es a partir de la obra de Gadamer “Verdad y Método” cuando se empieza a hablar en sentido estricto de “ontología hermenéutica” (Gadamer, 1991). Muchos avances y desarrollos de esos planteamientos[3] han acentuado la importancia de la hermenéutica como filosofía de interpretación, con el ideal de Verstehen, de comprender. Con Heidegger, el ser-en-el-mundo o Dasein se articula en condiciones de existencia que lo suponen en un contexto de referencias, implica estar familiarizado con una totalidad de significaciones. El Dasein estaría pues en el centro de una estructura constitutiva: el círculo de comprensión e interpretación, la “totalidad hermenéutica” (Vátimo, 1998). Pero esta definición no es completa: el ser-en-el-mundo sólo se funda como totalidad hermenéutica “por cuanto vive continuamente la posibilidad de no ser más ahí” es decir, que el fundamento del Dasein coincide con su “falta de fundamento”. Esto es, que la posibilidad de “ser para la muerte” rebasa toda posibilidad frente a la posibilidad del ser ahí. Así, la ontología hermenéutica supone el círculo de interpretación-comprensión en el ser ahí sin fundacionismos.

 

Por esta razón no estamos de acuerdo con la consideración de Gergen acerca de la hermenéutica, pues, según él, la misma se orienta a la “validez” de una verdadera interpretación, lo cuál supondría un callejón sin salida (Gergen, 1989), idea que no coincide con los presupuestos anteriores acerca de la falta de fundamentos de la interpretación y la desestimación de una verdad por correspondencia[4]. En palabras de Barthes, diríamos que en esta aproximación hermenéutica: “Se trata de afirmar, frente a toda in-diferencia, el ser de la pluralidad, que no es el de lo verdadero, lo probable o incluso lo posible” (Barthes, 1980, p. 3).

Para Rorty, hermenéutica designa un estado en la formulación del conocimiento, en contraposición a la epistemología. En la hermenéutica, según esta visión, no es posible encontrar fundamentos que permitan establecer <conmensuraciones> entre dos discursos (que pueden ser de actores, teorías científicas, paradigmas), estableciendo un vínculo con el concepto de “inconmensurabilidad” que plantea Kuhn; mientras que en la epistemología sí podría plantearse cierto nivel de “conmensuración”; serían períodos de ciencia normales, donde se pueden esperar y aceptar algunas certezas (Rorty, 1989). Para Vátimo, la hermenéutica se podría comprender en los términos de una verdad como “apertura”, y nunca como “conformidad” (Vátimo, 1995). Dicho autor emplea una metáfora muy ilustrativa acerca de lo que significa asumir esta <verdad como apertura>: esta experiencia hermenéutica sería como el habitar de un bibliotecario en una biblioteca; tiene una idea aproximada de dónde están ciertos temas,  pero no sabe el contenido de la biblioteca por entero, ni mucho menos qué es lo que dicen todos los libros (eso sin contar las diversas lecturas de éstos). La biblioteca sería, además, como la de la torre de Babel (en la que por lo visto es difícil entenderse con los vecinos), y si recordamos el cuento de Kafka del capítulo anterior, observaremos que nuestro quehacer científico y el mito de la torre de babel vuelven a tener coincidencias. Aquí asumiremos la hermenéutica desde la perspectiva de Vátimo: verdad como apertura, y no como conformidad. Mas no la opondremos, como lo hace Rorty, a una “epistemología” de la ciencia, ni diremos que estrictamente en toda hermenéutica tiene que haber, necesariamente, una inconmensurabilidad con respecto a otras teorías. Y ello por lo que ya mencionamos en el capítulo anterior: vivimos una serie de condiciones de existencia que hacen que tengamos una intersubjetividad común, un acuerdo tácito del mundo. Un ejemplo sencillo: nadie se asombra de la caída cuando alguien salta, pues todos tenemos la experiencia de la gravedad. Sin embargo, si ese salto se suspende inmóvil en el aire, por más que se asuma una inconmensurabilidad o incertidumbre en el conocimiento, nos quedaremos asombrados y bastante desconcertados, pues la experiencia de gravedad nos es común a todos en la tierra, y desafiarla rompe esquemas de nuestra realidad. No obstante, no todos los casos son iguales, y en efecto, en la “competencia” paradigmática, algunas “matrices disciplinares” intentan comprender las demás visiones desde su propia perspectiva, con sus propios conceptos: en estos casos lo que resulta común es la inconmensurabilidad paradigmática.

 

2.1. El segundo nacimiento:

 

La entrada de cada individuo en el cuerpo de la cultura, ha sido designada por Arendt como un “segundo nacimiento” (Arendt, 1996). Sintetizando, este natalicio haría que el hombre tenga la posibilidad de habitar, justo a través del lenguaje, en el mundo característicamente humano, es decir, el mundo de los sentidos, los significados. Ahora bien, resulta algo bastante difícil poder distinguir en qué momento el nacimiento del hombre deja de ser <biológico> y se convierte en la realidad de un mundo social, alejándose del mundo de la naturaleza en el que nació.

 

Cierto es que, como metáfora, el segundo nacimiento tiene el poder de ofrecernos una imagen muy ilustrativa, pero esta misma imagen puede resultar catastrófica si se la toma en forma literal, pues pone fuera de foco lo humano:  los hombres no nacen primero “naturales” o biológicos y, posteriormente se convierten en “sociales” al comenzar a hablar. El lazo social está ya implícito desde el antes de la gestación, ya hay un mundo que está esperando ese nacimiento con ciertas expectativas (aún si no es una concepción planeada), es decir, ya antes de aparecer en el mundo, a cada individuo le son conferidas ciertas relaciones de sentido inevitables, como el ser de un determinado sexo, tener un nombre, desarrollar ciertas características, tener incluso algunos derechos y respaldos jurídicos (derecho a la vida, a la salud, etc.) entre otras.

 

Aunado a esto está otra cuestión importante. Los seres humanos no sólo tenemos la posibilidad del habla: en cierto modo “estamos condenados al sentido”, a nuestro habitar en lenguajes (Merleau-Ponty, 1975). Es algo realmente difícil otorgarle pre-existencia ontológica a algo fuera de este habitar. Es por ello que para algunos semiólogos o analistas del discurso sea ya un lugar común decir “no hay nada fuera del texto” (Barthes, Potter, Parker, son algunos de ellos). Sin embargo, para el sentido común esta sentencia no es nada lógica, pues, como lo vimos en el capítulo anterior, existe en los hombres la idea de un mundo “externo” e independiente, que es “descubierto” y aprehendido por una realidad mental. Decir que no hay nada fuera del texto es decir que este mundo externo no existe –ni, por lo tanto, un mundo “mental” interno-, por lo cual resulta una idea que confronta los acervos de sentido, nos enfrenta a nuestras creencias.

 

Pero ¿ciertamente podemos decir que es tan sólo una creencia inapropiada el asumir que existen cosas “fuera del texto”, o más bien, fuera de nuestro habitar en lenguajes? Es un límite extraño, y cuestionarlo nos enfrenta con ciertas “regularidades” que actúan sin que sea necesaria una “significación” humana, como por ejemplo el bombeo de la sangre del corazón, o el caerse de un piso 23. Y sin embargo, no podemos entender el bombeo de la sangre o la caída del piso 23 sin recurrir al lenguaje (no en formas de construcción gramatical, verbalización o narración, lo cuál sería intelectualizar el conocimiento, sino como juegos de gestos lingüísticos que tienen algún sentido[5]). En lo que respecta a este trabajo, entenderemos que hay en nuestras comprensiones, en efecto, un mundo irreversiblemente ligado a los sentidos por nuestro habitar en lenguajes, pero también se nos abre una frontera que es un tanto más difícil de despachar que decir: “no hay nada fuera del lenguaje”: la frontera del inevitable sin-sentido.

 

El sin-sentido no es, como podría pensarse, un no-mundo, y tampoco es un más allá o más acá. El sentido existe porque existe el sin-sentido, así como existen los sonidos gracias al silencio. Negarlo es asumir que el mundo sólo es posible por la conciencia, por la racionalidad humana, por el lenguaje, y que existe limitado a esas formas. Cuando el psicoanálisis plantea un funcionamiento “inconsciente” de la psique, no busca la comprensión del hombre desde el inconsciente, sino, por el contrario, desde la consciencia, desde el acuerdo tácito de realidad entre los hombres en su estar-en-el-mundo, pues si no sería una ciencia esquizofrénica, ininteligible, incomprensible. Y diríamos, en una síntesis muy simple, que el psicoanálisis, así como la psicología en general, lo que busca es darle sentido al sin-sentido. Ahora bien, el problema consiste en tratar de no establecer, como sí lo hizo en un principio el psicoanálisis de Freud, un “determinismo” y una “lógica natural” del inconsciente o del sin-sentido, pues hacerlo sería encerrar la mirada en su propia perspectiva. “El inconciente” o “el sin-sentido” no son explicaciones, son metáforas, que, como ya hemos visto, remiten siempre a alguna “aparición”.

 

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Al vincular el cuerpo con el lenguaje se nos pone de manifiesto una conexión interesante: nos remite a un sujeto hablante, que está en un mundo de relaciones. Consideremos por el momento que el pensar científico y filosófico, como mínimo, requiere hallarnos frente a contextos argumentativos. Podemos extraer del primer capítulo la idea de que no es posible pensar sin cuerpo (la condición de un mundo irreversiblemente fenoménico y plural así lo obliga, donde no podemos tener una visión “desde todos lados”, o “desde ningún lado”), lo cual nos abre la puerta para salir de la tradición cartesiana del cogito, peligrosamente cercana en tiempos en los que el adelanto tecnológico de la inteligencia artificial puede hacernos creer en un pensamiento sin cuerpo. De la misma manera, como hemos insinuado en este desarrollo, no es posible pensar sin lenguaje (ya que no se le puede otorgar pre-existencia ontológica al pensamiento con independencia del lenguaje). ¿Cómo se plantea, pues, ésta conexión entre cuerpo y lenguaje?.

 

En el “esquema postural” propuesto por Head, este autor sugería que los seres humanos podemos prolongar nuestro conocimiento de la postura, del movimiento, de la localización, más allá de los límites del cuerpo: es así como la guitarra del guitarrista se convierte, en el momento en que la toca, en casi un miembro de su cuerpo; un miembro a través del cuál se expresa. No se le hace difícil calcular –como sí lo sería para un principiante- la posición de sus dedos, la distancia entre las cuerdas y su mano, el agarre del mango, el ataque que le ofrece el sonido que él espera. Esto es no sólo porque está familiarizado con el instrumento, sino porque “habita” en él, prolonga su cuerpo hasta él (lo que no quiere decir que sepa todas las pisadas, acordes o notas que puede tocar). También recurríamos en el capítulo anterior a una idea retomada por Dennet, al hablar de un “fenotipo extendido”, que hace que podamos pensar, por ejemplo, la araña desde su telaraña. Del mismo modo, Merleau-Ponty concibe el lenguaje como una <prolongación> del cuerpo, con la diferencia que el lenguaje no es un “instrumento” como la guitarra, pues ésta, a diferencia del lenguaje, es un objeto finito (aunque a partir de ella se puedan lograr infinitos sonidos, melodías, tonadas, etc.), y además el lenguaje está en el habla como “cosa que no nos deja”, <está en nuestro cuerpo>. El lenguaje, desde nuestra perspectiva, se convertiría en “la telaraña” sin la cuál no nos podemos pensar, nuestro fenotipo extendido. Basta pensar en lo difícil que nos resulta desligar de la “imagen” de las personas, por ejemplo, su tono de voz, su manera de hablar, la velocidad con que articula palabras, etc.

 

En psicología, en los últimos siglos el lenguaje ha adquirido cada vez más importancia. Desde el caso de Anna O estudiado por Sigmund Freud, en el que la propia paciente denominó a esta terapia “the talking-cure”, se le otorgó al habla (y por ende al lenguaje) un carácter tan objetivo en esta disciplina como lo es el cuerpo para la medicina (claro que esto era, en principio, una definición humorística, al igual que su otra expresión “limpieza de chimenea”). La “curación” por medio del lenguaje parece haberse consolidado ya, no sólo en el psicoanálisis, sino también en la mayoría de las terapias psicológicas. Así, en la mayoría de las psicologías aplicadas a la salud –pero también en las ramas comunitarias, las dedicadas a las organizaciones, al  asesoramiento psicológico, etc.-, toman con toda naturalidad al lenguaje (en test, dibujos, juegos, historias) como objeto de estudio, tal como la medicina toma al cuerpo.

 

No obstante, decir que “el lenguaje” es el objeto por excelencia de la psicología sería un tanto arriesgado, pues la psicología tiene muchos campos. Sin embargo, es indudable que ha tenido y tiene una importancia clave en esta disciplina. Ahora, el problema consiste en cómo comprender el papel de la psicología a partir del “giro lingüístico” nombrado anteriormente. Si el lenguaje no “transmite” o “refleja” los contenidos de la mente, o de la psique, ni las intenciones del autor ¿Qué nos ofrece el lenguaje?. Si asumimos la propuesta de Merleau-Ponty, el lenguaje como prolongación del cuerpo sería una forma de encontrar algunos significados en un mundo de significados; en él habrían identidades y alteridades, lo que le otorgaría la condición de “pluralidad” (por lo que nunca los significados serían unívocos). Ofrece la oportunidad de otorgar sentidos, justificar convicciones ante comunidades, ofrecería bisagras en la complejidad de lo psico-social. En él puede existir una mediación entre lo que se quiere decir, lo dicho, lo que quiere escucharse, lo escuchado (en nuestro caso lo que quiere leerse, lo leído), las interpretaciones, de modo que el pensamiento de los hombres no estaría determinado o contenido por el lenguaje, ni mucho menos el lenguaje estaría determinado por el pensamiento.

 

2.2 Formas Continuas (A modo de conclusión)

 

Las condiciones bajo las que los hombres habitan la tierra ofrecen una serie de similitudes y regularidades que nos permiten hablar, a pesar de las diferencias entre ellos, a pesar de su creatividad, originalidad e individualidad, de ciertas continuidades. La natalidad, la mortalidad, la mundanidad, la propia vida, la pluralidad, la tierra, son algunas de estas regularidades. De acuerdo a esto, no tendríamos que esforzarnos en la construcción de una teoría científica muy complicada para comprender el por qué, siendo las diferentes sociedades de la humanidad tan heterogéneas entre sí a lo largo de la historia, han tenido tantas semejanzas en símbolos, en significaciones, en formas rituales.

 

“Creo que el simbolismo es repetitivo, no porque los símbolos están en el cerebro; no porque los símbolos están en una mente colectiva, no porque los símbolos están en el aire o en las vibraciones del cosmos, sino porque por muchos años la gente del mundo tuvo la misma función simbólica y la misma estructura corporal. James Hillman, un junguiano, dijo “el cuerpo es una ciudad de símbolos”. Las funciones del cuerpo también son simbolizadas. Estas son las funciones de respiración, defecación, alimentación, el dormir, caminar, la sexualidad, etc.” (Benveniste, 1999).

 

Podemos agregar que no sólo compartimos funciones simbólicas y estructuras corporales, sino que también compartimos ciertas condiciones bajo las cuales vivimos, compartimos la mundanidad del mundo. Es así como podemos hablar de metáforas del cuerpo, desde las cuáles vamos tomando parte en un mundo relativamente “común”.

 

Tomemos por caso la boca. Lo primero que debe hacer un recién nacido para poder sobrevivir en el mundo entre hombres es poder aspirar aire hasta sus pulmones, los cuales, a pesar de estar ya formados, no han sido hasta ese momento utilizados para respirar. La boca del recién nacido se convierte en la puerta de entrada al mundo. Esta metáfora es ciertamente muy ilustrativa, pues no es extraño encontrar, en casi todas las culturas, que esta “inspiración” es la que le da vida al cuerpo, lo <anima>, le da el alma. Asimismo, la última expiración se convierte en la puerta de salida del mundo; el cuerpo muere, pero el alma “sale” de él en éste último suspiro. Podemos corroborar el papel condicionante de esta metáfora con algunos hallazgos de la antropología y la arqueología. Algunas tribus, en ritos ancestrales, colocaban en la boca del fallecido una piedra (de acuerdo a la posición social que ocupaba el muerto, de diferente valor) como búsqueda de la inmortalidad[6].

 

Por otro lado, la respiración no es la única función que podemos conseguir en la boca. La alimentación y el lenguaje son otras de ellas, quizás las más importantes, y en ellas también podemos apreciar la metáfora de una puerta de entrada a la familia y a la cultura. Existen, pues, innumerables ejemplos que pueden conformarse acerca de las metáforas de la boca, a partir de experiencias básicas a las que les son conferidos significados, símbolos, sentidos. Lo mismo podría plantearse si tomamos, por ejemplo, los “ojos” como metáfora del cuerpo. De hecho, el decir que algo “está a la vista de todos” es conferirle carácter de realidad en nuestro mundo. Los ojos de la humanidad -visibles o invisibles- son la metáfora que permite el acuerdo tácito entre los hombres, lo que llamaba San Agustín el <sensus communis>. Y qué decir de las manos, el rostro, la lengua, el ano, los miembros, las orejas, el ombligo, etc. Quizás el que la teoría psicoanalítica haya podido perdurar tanto en el tiempo sin sufrir grandes modificaciones se deba, entre otras cosas, a que en ella se emplean metáforas del cuerpo que nos son comunes para la comprensión del desarrollo psico-sexual de los hombres. La etapa oral, la etapa anal, la etapa genital, remiten todas a unas experiencias básicas con el cuerpo.

 

Como ya habíamos mencionado anteriormente, si no es posible pensar sin cuerpo, y tampoco pensar sin lenguaje, ¿se podría pensar en un lenguaje sin cuerpo?. Desde nuestra perspectiva, la respuesta luce obvia: rotundamente no. La mayoría de los psicólogos asumirían esta premisa sin muchos problemas, ya que están acostumbrados a comprender que el “lenguaje verbal” se ve en gran medida reemplazado por gestos del cuerpo, posturas, posiciones. De hecho, para muchos, el cuerpo “nunca miente”, mientras que el lenguaje verbal puede ser engañoso, dice cosas que otros desean escuchar, no ofrece toda la “verdad”. Y sin embargo, del cuerpo controlado, disciplinado, salen palabras que en ocasiones sorprenden, toman de improviso hasta a la misma persona, y son ellas entonces las que dicen la “verdad”. Desde nuestra perspectiva, si bien el lenguaje ha sido dividido en múltiples categorías como: articulado-no articulado; verbal-no verbal; extensional-intensional; etc. no conviene presuponer ninguna de ellas como “verdaderas” o “falsas”, sino tratar de familiarizarse con las relaciones de sentido de unos seres-del-mundo, pues, por ejemplo, no en todos los casos unas piernas cruzadas “denotan” timidez o un insulto “expresa” ira. Se nos plantea la condición de estar en una permanente vigilancia de los sentidos, dejándonos decir cosas también por el sin sentido.

 

Y si la mayoría no cuestionaría en términos generales este posicionamiento, ¿por qué poner tanto énfasis en aclararlo? En la corriente discursivista que se ha desplegado recientemente en psicología social, si bien se nos han ofrecido nuevas miradas y metodologías, observamos con inquietud algunas perspectivas radicales que surgen de ella, pues hablan del lenguaje como si no existieran sujetos hablantes, lenguajes objeto en los que no habría nada que considerar “más allá” de ellos, textos sin autores. Ciertamente es positivo concebir que el conocimiento, la mente, el sujeto, pueden existir en otras maneras y en otros espacios, pero éstos no surgen ex-nihilo. Estamos condicionados por nuestro habitar en lenguajes, sin lugar a dudas, pero el lenguaje no nos condiciona  por completo.

 

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Una pregunta, sin embargo, podría desestabilizar todo lo argumentado hasta aquí: muy bien, pero ¿para qué nos sirve todo esto? Esta pregunta puede ser vista como la necesidad pragmática que requiere la psicología para poder encontrar sentido en su quehacer. Y es tan simple que resulta muy compleja. Si bien la psicología tiene mucha proximidad con la filosofía -necesita estar constantemente reflexionando, contemplando, re-escribiendo todo cuanto ocurre-, tiene un requerimiento que la distingue de ella: la necesidad de actuar, necesita ser también una práctica, una techné, ejercer un cierto “arte”. No se trata del cliché marxista del teórico que tiene que <ensuciar sus manos> en la práctica comprometida de transformación de la realidad, sino más bien una necesidad de conseguir justificar ante un mundo de espectadores (propios y “ajenos”) qué es lo que hace. La psicología social no escapa de estos requerimientos.

 

Es difícil saber en qué ámbito se mueve nuestra disciplina. Podemos rescatar las palabras de Martín Baró, en las que decía que la psicología social era “una ciencia bisagra” entre lo individual y lo colectivo. O más bien podríamos decir que es una ciencia bizarra, pues está, al igual que casi todo el resto de la psicología, a medio camino entre las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias de la salud. En algunas Universidades (donde todavía no es una Facultad), la Escuela de Psicología está ubicada en Ciencias Sociales, junto a las Escuelas de Sociología, Economía, Antropología. Asimismo, en otros países, está junto a Medicina, Biología y Enfermería; y en otras, como nuestra Universidad, está en la Facultad de Humanidades y Educación, junto a Filosofía, Historia, Artes, Letras, etc. Esto no quiere decir que en algunos lugares sea más humanística, en otros más abocada a la salud, o en otros más sociológica: lo que nos dice es más bien lo difícil que resulta clasificarla. Y ello porque se mueve entre estos espacios, está en ellos y a la vez en ninguno.

 

Y más aún: ¿es una ciencia, una práctica, una técnica? Anteriormente se pensaba que la ciencia era el “súmum” del saber, que era la que gobernaba la práctica. Pero se la entendía como theoria, es decir, como un saber contemplativo que se buscaba por sí mismo, y no por su aprovechamiento práctico. Por esta razón, la relación teoría-práctica siempre ha suscitado grandes discusiones sobre lo que una ofrece a la otra. Sin embargo, quizás no carezca de sentido afirmar, como lo hace Gadamer (1996), que las ciencias actualmente no implican tanto una cuestión de “saber” como de poder hacer (aunque evidentemente siempre existen desarrollos menos pragmáticos, orientados a otras consideraciones). En otras palabras, tienen que actuar. Pero no se trata tan sólo del hecho que la ciencia se haya convertido en un factor productivo de la economía humana, sino que la ciencia se ha desmitificado de esa supuesta “pureza” del conocimiento. Las ciencias sociales desde hace ya varias décadas han operado en el cuerpo viviente de la cultura, en las prácticas de convivencia humana, pero también han sido estudiadas como otra práctica más de convivencia humana. Podría considerarse que la encrucijada de la ciencia psicológica es que puede ser concebida como algo siempre inconcluso, abierto, inacabado, mientras que en la acción debe tomar decisiones que no pueden ser concebidas con esta misma amplitud. Por ello son de tanta relevancia en las discusiones contemporáneas las implicaciones éticas del (y en el) conocimiento.

 

Pero todavía no respondemos la pregunta de para qué sirven estas reflexiones. Una tentativa de respuesta sería que, siendo tal la complejidad, la amplitud y la riqueza de los temas relativos al cuerpo o el lenguaje (están en el medio del conocimiento de la ciencia y de la vida cotidiana), podríamos decir que se nos descubre una senda de investigación fructífera, y con todas las posibilidades abiertas, de la cuál no hemos considerado aquí sino un pequeño fragmento. Sobre todo, nos ha parecido sumamente provechoso emplear aportes de autores que no están directamente vinculados a la psicología, pues “otras” miradas a mismos temas nos ofrecen nuevas perspectivas; ciertamente resulta muy útil poner al cuerpo y al lenguaje en el tapete de discusión y no darlos nunca por supuestos. Podríamos tomar esto como un balance del contraste entre los objetivos iniciales de este trabajo y “el resultado” final (aunque, evidentemente, el “resultado” no está en las palabras escritas aquí, sino en la interacción con el lector que las habita).

 

Podríamos entonces, no ofrecer algunas perspectivas concretas de lo que puede plantearse a futuro (lo cual es, en verdad, desde el mismo momento en que existen seres humanos, impredecible), sino más bien destacar algunos lineamientos que pudieran generarse a partir de los argumentos aquí mostrados. Uno de los más importantes es el de no asumir la mente como lugar de conocimiento. Las consecuencias que genera esta premisa hacen posible extender un poco más este supuesto, y no concebir la mente como el lugar de enfermedades, o anormalidades, o desviaciones, o diferencias. Veamos un ejemplo:

 

En diversidad de culturas, algunas sin contacto aparente entre sí, se han realizado prácticas semejantes con respecto a un tema característicamente humano: la locura. La <trepanación> (una perforación u orificio que se abría en el cráneo de los “locos”) era una técnica comúnmente utilizada: se buscaba librar a través de la ruptura de la corona del cráneo los “demonios” o la “maldad” que se habían incrustado en la cabeza, en la mente. Así, con ese agujero, los demonios contenidos en la mente tendrían que salir hacia otro lugar.  Si bien esta práctica hoy en día afortunadamente no se ejerce, el simbolismo, la metáfora de los “demonios”, el “desajuste”, las “diferencias” con respecto a los demás, siguen ocupando el mismo lugar: la mente. Nuestra consideración respecto a esto es que no hay mundos “interiores” ni “exteriores”, sino fenómenos que remiten siempre a algunas apariciones, con lo que se quiere decir que las enfermedades (tanto las llamadas mentales como las otras) no están, en primer lugar, “dentro” de las personas (así, en el caso de una anorexia, por ejemplo, el posible trastorno no es de la persona anoréxica, sino una interrelación entre la persona, la familia, la cultura y el mundo en que se vive) y, en segundo lugar, estaría en duda la diferencia ontológica entre las llamadas “enfermedades mentales” y las “enfermedades del cuerpo”: no es que existan influencias psico-somáticas o somato-psíquicas, es que “la pérdida de equilibrio” que suponen las enfermedades no tienen su origen o su lugar en el cuerpo, en la mente o en el mundo, sino en una totalidad de seres-del-mundo y seres-en-el-mundo, que están inmersos en ella, es decir, que pueden asignarle valores a estas experiencias, otorgarles significados, integrarlas a su situación vital. Del mismo modo, tal como nos dice Sampson, los “teóricos” que ven la mente como lugar de conocimiento, no “hurgan” en la mente de nadie para comprender el conocimiento humano: estamos, en efecto, en un mundo de diversidad, pero en el que existen lo que llamaremos “formas continuas”.

 

También debemos tomar muy en cuenta el papel condicionante que tienen algunas metáforas, o algunos mitos en nosotros, por más simples que parezcan. Por ejemplo: el Centauro ha sido mitológicamente un animal que es mitad hombre, mitad caballo. Con ello se asociaba cierta proximidad del hombre con su lado animal. Centauro, según la mitología griega, nació del deseo puro de Ixión, quien engendró a Centauro de una nube -que simulaba ser Hera- proyectada por Zeus (quien castigó a Ixión por desear inconteniblemente a su esposa). Este ser mitad hombre mitad caballo nos ofrece una imagen de nuestra corporeidad, desde el punto de vista de la sexualidad animal, incontenible, que no puede ser dominada por la “razón” humana. Esta imagen, si bien no nos resulta hoy en día tan significativa como en la Grecia antigua, nos conecta con cierta “regularidad” de experiencias (“formas continuas”) de un ser-en-el-mundo; pero, por supuesto, no es una imagen unívoca, de ella pueden aflorar diversas interpretaciones, miradas, nuevas aproximaciones. No posee, por tanto, un poder condicionante total, y ciertamente está ligada a los valores desde los cuáles se interpreta.

 

Para cerrar, podría pensarse que las “metáforas” del cuerpo pueden considerarse como una visión demasiado “poética” para tomarse seriamente en un espacio científico como en el que habita la psicología. Si no son tomadas seriamente es porque no nos ofrecen explicaciones, ni tampoco certidumbres. Y sin embargo, cuán ilustrativas resultan en la comprensión de nuestra corporeidad. Al igual que los mitos y los símbolos, nos ofrecen grandes cantidades de información, son códigos polisémicos de tanta relevancia y peso como el apenas “decodificado” código genético humano. Es por ello que consideramos <el apego a la certidumbre> como algo de lo cual debemos desprendernos en el ámbito científico, aunque  sin llegar en ningún caso a la confusión en que razones y éticas se colocan en un juego de “todo vale”. Incertidumbre e indeterminación no implican en ningún caso in-diferencia ni neutralidad; todo lo contrario. Reconocer diferencias, pluralidad, es otorgar valores, dar reconocimiento y legitimidad a actores que pasarían normalmente desapercibidos.  Lo demás sería, al tratar de pensar en nuestras situaciones cotidianas, cuestionar aquellos supuestos dados por “firmes”, buscar miradas en o desde otras perspectivas, en fin, seguir siendo eternos principiantes.

 

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(Parte I ¨[Léxicos n°5] y II de la Tesis)

 

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Notas y Comentarios


[1] Por el contrario, otras corrientes realistas afirman que el significado de las cosas emana de ellas, por lo que el lenguaje es sólo un vehículo de estos significados.

 

[2] Aunque nos resulta muy valioso el avance y el empuje de estos movimientos (la mayoría de las nuevas técnicas de análisis, y metodologías alternas en psicología social provienen de ellos: análisis de discurso, historias de vida, grupos focales, etnografía de la ciencia, etc.), en oposición al cognitivismo tradicional, observamos con inquietud las posiciones del socio-construccionismo radical, en la que no hay nada más que relaciones ligüísticas y discursivas. Más adelante plantearemos nuestra posición al respecto.

 

[3] Es el caso, por ejemplo, de Apel o Habermas, quienes, aunque alejados de las acepciones heideggerianas, asumen la hermenéutica como modelo de comunicación comprensivo en las relaciones sociales.

 

[4] No queda del todo claro este problema en el texto de Gadamer “Verdad y método”: si bien a ratos se podría creer que para él se desprende del texto una “verdadera” interpretación, según lo que éste “quiere” decir, nunca habla de univocidad de significaciones, ni desestima los prejuicios, referencias, valores, aplicaciones, contextos que condicionan y forman parte del comprender.

[5] De esta forma, podríamos observar por televisión sin palabras la caída del piso 23 y aún así sabemos lo que ocurre; pues ya el aparato de TV y el televidente habitan en un contexto de sentidos que los relacionan.

 

[6] Las piedras son objetos que se mantienen sin mucha variación en el tiempo, dando la impresión de una “eternidad” que les sería característica.