Definir y decidir:

Políticas culturales frente a la emergencia de lo contemporáneo.

 

Por:

Jorge Negretti Depablos

Doctorando en etnología
Universidad de París V - Sorbona

negretti_76@hotmail.com

 

Un primer esbozo de ‘política cultural’ en tanto que definición operacional podría ser más o menos el siguiente: (una política cultural resume) El conjunto de estrategias destinadas a regular la producción y/o circulación de servicios de orden cultural, así como a brindarles su apoyo y promoción. De este corolario se desprende todo instrumento, proyecto y/o organismo institucional avocado a la misión de estimular las actividades pertenecientes a la esfera cultural de una sociedad determinada.

 

Como todo primer esbozo, lejos de dar término a su constitución, dicha definición abre el espectro de su propio cuestionamiento, reciclando así un problema que atañe tanto al campo de las ciencias sociales como al de la élite dirigente: ¿Qué puede ser calificado hoy en día  como objeto cultural?

  

Publicidad como sentido de la esfera cultural

 

Que la cultura (independientemente de su definición operacional) sea considerada como meritoria de una ‘política’, es ya un hecho que le confiere un perfil ligado de manera indisociable a los asuntos de la vida y el espacio públicos, particularmente aunque no siempre, bajo la tutela y promoción del Estado. Dicho énfasis legitima el estatuto social de la cultura dándole carácter de servicio público, equiparable a los compromisos clásicos del modelo de Estado de bienestar: Salud, educación, seguridad, etc.

 

Dentro de estos términos, el francés continua siendo un modelo de vanguardia relativa a la escena internacional, lo que le ha valido diversas etiquetas, entre ellas la de “excepción cultural”, probablemente la mejor y más conocida dada su irrupción como figura de contrapeso frente a las tesis ultra-liberales del comercio transnacional.[1] No obstante, ya a finales de la IV república, el tratamiento político de la “cuestión cultural” quedaría resumido a modo de consigna, bajo la pluma del célebre escritor André Malraux, encargado para entonces del recién creado ministerio de affaires culturales. Su objetivo,

 

“...Tornar accesibles las obras capitales de la Humanidad, ante todo las francesas, al mayor número posible de ciudadanos de la nación; reservar al patrimonio cultural francés la mayor audiencia y favorecer la creación de las obras de arte y del espíritu que enriquezcan a este último.”[2]

 

Lo interesante y meritorio de la consigna reside en su alusión directa a una simbiosis necesaria entre los dos componentes básicos de la esfera cultural: Productores y consumidores. En tal sentido, el autor de “La condición humana” destaca la convergencia de dos movimientos. Por un lado, de la actividad cultural hacia el público, brindándole libre acceso a “las mayorías” y por el otro, del público hacia la actividad cultural, promoviendo y “reservando” a esta última las mayores cuotas de audiencia posible. La simbiosis se funda en una premisa razonable: Sin la recepción adecuada no hay actividad cultural que sobreviva, pero sin actividades culturales fortalecidas tampoco puede existir un nivel satisfactorio de audiencia.

 

Estableciendo un breve paralelismo y sin mayores pretensiones, el modelo venezolano da lugar, al menos en el papel, a poca o ninguna ambigüedad. La constitución nacional de 1999, en su capítulo VI, artículo 99, ratifica el estatuto social de la cultura, al determinar que...

 

“Los valores de la cultura constituyen un bien irrenunciable del pueblo venezolano y un derecho fundamental que el Estado fomentará y garantizará, procurando las condiciones, instrumentos legales, medios y presupuestos necesarios.” [3]

                                        

El carácter de servicio público del dominio cultural, en tanto que vector del gasto social, otorga en consecuencia una relativa independencia frente a todo imperativo de lucro. En tal sentido, la inversión cultural implica, potencialmente, una gestión económica deficitaria sin dar por ello signos de alienación, patología y/o contradicción.[4]

 

Ahora bien, precisando lo esencial del presente comentario, el motivo de esta inversión debe ser justificado institucionalmente, a fin de elaborar una continuidad entre lo legal y lo legítimo. Lo que equivale a decir que toda política cultural debe primero definir objetiva y operacionalmente su dominio de acción para luego trabajar dentro y a la vez sobre estos límites. Es por ello que la cuestión administrativa de toda gestión cultural (el cómo, para qué y porqué) está íntimamente ligada a los fundamentos que dan cuerpo a la cultura como eje de producción y reproducción simbólica de una sociedad, sea esta particularizada a escala geopolítica y/o por afinidad identitaria. Es desde ahí, desde la búsqueda de fundamentos, que comienza la doble problematización de gestión cultural, epistemológica e institucional, que en el fondo constituye una sola y misma interrogante.

  

Dos paradigmas político-epistemológicos

 

El problema fundamental es entonces un problema fundacional, reside en el sentido mismo del significante ‘cultura’. Ya de entrada, es fácil constatar la flexibilidad lingüística con la que comúnmente se emplea el término: Enunciado bien a manera de sujeto (cultura nacional, regional, local...) o bien a manera de predicado (lo cultural); conjugado en singular (la cultura) o en plural (las culturas). Su actual fluidez semántica pareciera no acusar restricción alguna, se habla de ‘cultura de la empresa’ como se programa una ‘agenda cultural’ en una alcaldía, del mismo modo en que se habla de ‘diferencias culturales’, de ‘cultura de masas’ o de ‘cultura individual’.

 

Del abanico de definiciones/decisiones (el científico social define, el dirigente político decide), pueden esbozarse dos tendencias paradigmáticas de los Estados-nación. La primera tendencia combina un modelo epistemológico inductivista y un discurso político tradicional-populista. A la inversa, la segunda tendencia combina un modelo deductivista y un discurso universal-elitista a niveles epistemológico y político, respectivamente.[5]

  

Lo nacional como identidad cultural

 

La primera tendencia de ‘definición/decisión’ proviene, a nivel epistemológico, de los orígenes de la etno-antropología moderna. Adjudicada a Sir Edward Burnett Tylor, a finales del siglo XIX, la noción de cultura comprende “...el conjunto complejo que incluye conocimiento, creencias, arte, moral, ley, costumbre y otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad.”[6]

 

Fósil, esta noción es sin embargo aceptada, al menos implícitamente, como apoyatura ontológica de rigor en gran parte de los discursos sobre la especificidad de una configuración cultural. Así, la definición de ‘cultura venezolana’, por ejemplo, se configura inductivamente a partir de la acumulación, descripción y clasificación de los diversos productos simbólicos y/o materiales que conforman un patrimonio o “conjunto complejo”.

 

El repertorio en cuestión es concebido como una síntesis original y originaria, dando territorialidad y temporalidad a un ‘todo’ que se proyecta históricamente. La experiencia nacional en tanto que frontera simbólica cobra forma a partir de esta suerte de macizo identitario.

 

La tendencia holista de este enfoque se traduce en un semillero de dificultades para el quehacer de la gestión cultural pública. La idea de un ‘todo cultural’, a la imagen de un depósito gigante de costumbres, capacidades y hábitos, vuelve inoperante la noción misma de cultura puesto que la banaliza. Si todo es cultural nada lo es, al menos como dominio susceptible de abordaje.

 

Como es de suponer, el modelo inductivo de acumulación, descripción y clasificación de un patrimonio cultural implica una tarea extremadamente sutil, por lo borrosa, de juicios de valor. ¿Cómo distinguir lo cultural y lo no-cultural? Interrogación que conlleva un dilema en términos de decisión: ¿Hasta dónde extender la aplicabilidad de una política cultural? Es en este dilema que el modelo epistemológico se cruza con una instancia de legitimación mayor: La noción de identidad nacional.

 

La identidad nacional refleja, a través del discurso político, un proceso de cohesión fijado a partir de un tratamiento lineal de la historia. El presente de una comunidad geopolítica dada, comprendidos todos sus particularismos posibles, se interpreta como herencia directa de una esencia compartida. El ‘pueblo’, es invocado como el resultado de una memoria colectiva que necesita ser refrescada continuamente para preservar su identidad. Para ello están, en el macizo de los países latinoamericanos, los héroes de la gesta independentista, alternados con las historias locales del indio y del negro, así como del mestizaje que les es consubstancial.

 

El “conjunto complejo” se deriva entonces de los objetos, imágenes y símbolos que dan cuerpo a un discurso centrado en el ejercicio de la soberanía y que se cristaliza socialmente bajo la idea de una voluntad popular. De ahí que ‘lo popular’ sea concebido, a la vez, como realidad trascendental y como manifestación viviente, encarnada por un colectivo.

 

Se complementan de ese modo una etnografía de vocación arqueológica, en búsqueda de los orígenes (cuánto de blanco, cuánto de negro y cuánto de indio tenemos...), y una legitimación identitaria sesgada por las prerrogativas de la tradición, lo que conduce a una etnificación de la cultura.

 

Este modelo se sostiene al congelar la temporalidad de dos contextos históricos: un  pasado originario y un presente predestinado. Primero, el mito de todo origen reside en la creencia de que el objeto de una tradición (y por extensión, de una cultura) siempre estuvo allí, en el mismo lugar y de la misma manera, auténtico, puro, neutro, como una fotografía anacrónica, olvidando que, antes de convertirse en pasado arcaico, fue presente en construcción, presente conflictivo, presente indeterminado. Luego, el presente desde el cual se vive la tradición queda hipostasiado por esta última cuando se le comprende como predestinado por ella. “...La nación al dar cuerpo al pueblo acaba sustituyéndolo.”[7]

 

En ambos contextos, pasado y presente, la cosificación de la dimensión identitaria impide el análisis crítico de la cultura en tanto que proceso social. Como todo modelo inductivo, la cultura qua “conjunto complejo” no resiste la diversidad y la contingencia de sistemas abiertos como son, por definición, las sociedades humanas. Conceptualmente, la tarea se complica aún más cuando la retrospectiva tradicionalista se ve confrontada con la emergencia de manifestaciones inéditas que reclaman su espacio en la esfera pública.[8]

 

No obstante, el rol del político reside justamente en todo lo contrario: Cerrar los sistemas abiertos, cohesionarlos, para hacer viable la idea misma de una política cultural. El stock que logra amalgamar este ‘mínimo común’ en los Estados-nación suele ser la doble-frontera geopolítica y lingüística, lengua y territorio nacionales como fundadores de una identidad. Y es justamente ese stock el que cede progresivamente frente al proceso de apertura que acompaña a lo que hoy conocemos como globalización.

 

La desregulación de las actividades comerciales trasnacionales, así como la penetración progresiva de las nuevas tecnologías de  la comunicación e información, encuentran en el sincretismo de las prácticas culturales contemporáneas, uno de sus correlatos sociales más significativos. En dichas prácticas, producción, circulación y consumo son objeto de una integración de las escalas global y local, hecho que trastoca profundamente la territorialidad y la forma del supuesto macizo identitario o, lo que es lo mismo, lo revela no tan macizo como parece.

 

“...Las categorías de identidad y cultura nacionales están provistas en el ámbito discursivo de una legitimidad formal. Estas sirven, por el momento, de fundamento para políticas culturales y mediáticas. Tal principio es sin embargo desafiado constantemente a partir de las incursiones electrónicas del sistema mediático transnacional, que no se preocupa de fronteras nacionales sino únicamente de monopolios, de transmisión y de mercados.”[9]

 

En Venezuela, por mencionar sólo dos breves ejemplos, la música rap contagia a la urbe caraqueña desde la urbe caraqueña, no como penetración foránea de un imperio discográfico hegemónico sino como apropiación y re-construcción semántica de un género musical que circula a escala planetaria. A la inversa, el género de música llanera, comodín simbólico de ‘lo nacional’, sale del llano para volver a él a través de ‘Sábado Sensacional’, programa de variedades transmitido desde la plataforma mediática continental del Grupo Cisneros y que llega a la enorme masa hispano-parlante que reside en los Estados Unidos.[11] Al mismo tiempo, esta ensalada humana de latinoamericanos en EE.UU. crece de modo sostenido como consecuencia de un flujo migratorio exponencial, haciendo del español la segunda lengua en dicho país.

 

Con la avalancha aparentemente incontenible de las llamadas ‘industrias culturales’ que funden, desde adentro, lo local y lo global, el centro y la periferia, lo público y lo privado, ¿Es posible aferrarse a la etnificación cultural como política de Estado-Nación sin con ello caer en contradicciones mayores? ¿Cómo abordar una cuestión de límites al exterior, haciendo frente a lo foráneo, sin limitar las posibilidades al interior de una sociedad, siempre en movimiento y, ahora más que nunca, en movimiento transnacional, inmaterial e intertextual?

 

Una tentativa de, literalmente, borrar del mapa esta interrogante es sencillamente reificar la noción de cultura aislándola de todo movimiento, ya no a través de ‘lo popular’ sino de todo lo contrario, sublimándola a través de imperativos estéticos, lo que nos lleva a nuestro segundo paradigma.

  

De la cultura a lo culto

 

Inscrita plenamente en la ideología del iluminismo moderno, la noción de Cultura como virtud distintiva de la especie humana, singular y universal al mismo tiempo, se instala en el vocabulario enciclopédico a partir del siglo XVIII, asentando la idea de una educación del espíritu mediante el “cultivo” de valores fundamentales.[12]

 

De esta herencia metafísica de la modernidad se deriva un principio de ‘autonomía de la cultura’ que rige nuestro segundo paradigma político-epistemológico. Así, la esfera de valores que componen la Cultura permanece en un plano abstracto que trasciende la praxis material de los individuos, por encima de toda contingencia social e histórica. Se suprime, en consecuencia, toda pluralidad y alteridad posible en torno a la experiencia cultural: Cultura no puede ser sino una y su otredad no es más que una otredad provisional o defectuosa, extraviada a medio camino de un tránsito civilizatorio orientado hacia las virtudes de aquella.

 

Un deslizamiento semántico-histórico clave para la noción de ‘autonomía’ es aquel que restringe lo cultural a lo culto. Lo culto proviene de, valga la redundancia, una dimensión cultual, de una experiencia de recogimiento espiritual que reniega de toda funcionalidad e inmediatez, haciendo de lo estético (lo bello, lo armonioso, lo virtuoso, lo auténtico, etc.) un valor sin más finalidad que el valor mismo. La Cultura culta es ante todo una Cultura desinteresada, emancipada, es ‘Cultura por la Cultura’. Al contrario, dice Pierre Bourdieu,

 

“La barbarie es justamente preguntar de qué sirve la cultura; es admitir la hipótesis de que la cultura carezca de interés intrínseco... es interrogar el interés de las actividades que se suponen desinteresadas.”[13]

 

La fruición táctil, sensual, de toda experiencia instintiva es el común denominador que iguala a los individuos desde abajo, culto es en cambio aquel (individuo y/o grupo) quien reconoce el valor de una obra artística porque accede a ella de manera reflexiva. No sólo ve una escultura, ni escucha el movimiento de un concierto, los contempla y aprecia en su dimensión formal.

 

El saber culto, históricamente hegemónico aunque ahistórico en apariencia, reconoce en lo popular la idea de un macizo identitario, adosándole, sin embargo, un estatuto periférico, subordinado, menor. Se le ve como piedra bruta, como superficie de cotidianidad no cultivada que, desprovista de todo juicio contemplativo, no llega a trascender la inmediatez del entretenimiento, de la distracción, de lo pintoresco, de ‘lo fácil’.

 

Bajo este criterio, la Cultura se diferencia del Folclore, suerte de sub-categoría romántica anclada a las tradiciones locales, a la tierra, a lo primitivo. O, en el mejor de los casos, se habla de una ‘cultura popular’ como matriz de designadores rígidos por cuanto no superan lo mundano y, en consecuencia, se les considera efímeros, vulgares, banales. Desde allí se funda un juego dialéctico que dispone de un sinnúmero de oposiciones simbólicas: Complejo contra simple, serio contra frívolo, veneración contra profanación, puro contra impuro, valor estético contra valor de uso y/o de cambio, auténtico contra falso, etc. Oposiciones múltiples que se resumen en una sola: Legítimo contra (y por encima de) ilegítimo.

 

La operación epistemológica cambia entonces de dirección, la configuración de la cultura no se trata ya de una construcción inductiva, ascendente, que va de lo particular a lo general. De hecho, no hay nada que construir... Los valores universales de la cultura culta se asimilan, se reconocen, se deducen de rasgos estéticos expresados en su manifestación más pura: El arte moderno. Lo otro, esa otredad precaria, ese “conjunto complejo”, queda como asunto de folcloristas.

 

Especulativa más que deductiva, la operación gana legitimidad mediante un discurso político positivista, progresista, destinado a cultivar ‘las masas’, a modernizarlas. El cómo, porqué y para qué de la gestión cultural se avoca, paradójicamente, a borrar las preguntas del cómo, porqué y para qué la cultura, presentes en la ‘psicología ingenua’ de una mayoría inculta. Que el público deba tener “libre acceso” a la cultura no significa invitarlo gratuitamente a un museo o a una pieza de teatro, implica ante todo un trabajo casi-terapéutico sobre su libertad misma. Modernizar y democratizar son, en el fondo, sinónimos de edificar, disciplinar, moralizar, civilizar.

 

Al mismo tiempo que declara su vocación democratizadora, este tipo de política asistencial racionaliza un sentido universal-elitista de la cultura, dando por sentado un esquema jerárquico de valores, reproduciendo un orden social y cuadriculando a sus actores dentro (o fuera) de fronteras simbólicas. Fronteras que se materializan en la distinción social,

 

“Mucho antes de que la antropología se hiciera disciplina científica, la burguesía puso en marcha la ‘operación antropológica’ mediante la cual su mundo se convirtió en el mundo y su cultura en la cultura... el sentimiento de in-cultura se produce históricamente sólo cuando la sociedad ‘acepta’ el mito de una cultura universal.”[14]

 

 Se intenta esquivar bajo esta tentativa dos problemas mayores, expuestos anteriormente. Por un lado, el holismo etno-antropológico se descarta sustituyendo la figura difusa del ‘todo cultural’ por una suerte de “monopolio de Humanidad”[15], detentado por las disciplinas de la ‘cultura culta’ y cuya administración asegura una élite especializada. Por otro, la cuestión identitaria queda sencillamente fuera de lugar y es desplazada a otro dominio, real y afectivamente comprometido: El folclore. La cultura culta se pretende autónoma y, como tal, reniega de toda instrumentalización, mucho más si se trata de la cuestión nacional. Y aún mucho más si se trata de la cuestión nacional latinoamericana.

 

 Sin detenernos sobre la incongruencia de esta modernidad prêt-à-porter (aunque sea a martillazo limpio, como buena variante criolla), ni sobre sus demasiado obvias implicaciones hegemónicas, lo que llama nuestra atención es su efecto boomerang en términos de legitimación política. ¿Cómo evaluar la eficiencia y asertividad de una política cultural-culta? ¿Cómo precisar objetivamente su impacto social? ¿A partir de cuáles índices estimar la pertinencia de una inversión cultural?

  

Mestizajes y emergencia de lo contemporáneo

 

A veces, la anécdota pura y dura supera con creces el más esclarecedor de los análisis. En tal sentido, la experiencia socio-política latinoamericana está preñada desde sus orígenes de toda una doxografía que ilustra las contradicciones, las ambigüedades así como la demagogia que ha sabido combinar una buena dosis de los dos paradigmas brevemente esbozados, a galope entre nacionalismos solemnes e iluminismos asimilados.

 

Anécdota paradigmática, aquella del acto oficial de toma de posesión de un ex presidente venezolano, a finales de los años 1980, en las tablas del teatro más prestigioso del país. En esta, a manera de intermezzo cultural, se contempló y apreció (por televisión...) a un niño indígena ejecutando impecablemente, violín en mano, un arreglo de música clásica bajo la mirada asombrada y enternecida de la asistencia. El efectismo propagandístico, propio del profesional de la política, se inspiraba, no obstante, de un espíritu de fondo: El pueblo, finalmente, sí puede acceder a la Cultura pero, ante todo, seguirá siendo el pueblo soberano. Como muestra de ello se exhibe el virtuosismo de este pequeñín, sacado de lo más profundo de la identidad del país, sus ‘etnias’.

 

En América Latina, si algo caracteriza la problematización de ‘lo cultural’ es la colisión de múltiples vertientes de sentido que provienen no sólo de la empresa colonial, ni se explican exclusivamente a través de ella. Dicho de otra manera, el contexto de mestizaje se recrea de manera constante y a partir de dinámicas mucho más complejas que las definidas por la arquetipificación racista, la lucha de clases o la división internacional de poder.

 

La dicotomía dominador-dominado, común a estos tres modelos, no resiste el sincretismo de formas, en teoría, antagónicas. ¿Cómo se ‘explica’ una estatua al mejor estilo decimonónico rindiendo culto a una diosa profana como lo es María Lionza? ¿Desde cuál punto de vista analizar las telenovelas ‘criollas’ basadas en obras de autores ‘universales’ como Balzac y Dumas? ¿Desde lo culto, desde lo popular, desde lo nacional, desde lo universal? ¿Es pertinente plantear la problemática así, de un modo binario?... “Quien escribe esto...”, ironiza al respecto el dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas,

 

“... leyó adolescente y bajo el depósito de agua de la quinta San Francisco en la calle Argentina, subiendito hacia la avenida Atlántico, Los miserables, de Víctor Hugo, y de inmediato, no por excepcional, sino por corriente, lo relacionó con la Avenida España de Catia, con lo que pasaba en su vida, con la gente que conocía, con las expectativas que lo abrumaban. ¿Quién pensaba en París? ¿Cuándo Dostoyevsky, dejó de ser nacional y ancestro? ¿Quién me sedujo, si no él? ¿Quién me explicó mi papá, si no el señor Karamazov?”[16]

 

Este proceso de mestizaje, consubstancial a la América Latina, no es exclusivo de ella. Es el encuentro, el diálogo, la fricción, el cruce y la colisión de valores al interior y exterior de todas y cada una de las sociedades del planeta. Así, las fronteras móviles de las culturas, comprendidas éstas últimas como coyunturas tensionales, no coinciden con los límites relativamente precisos y estables de los mapas geopolíticos. Aún así (o precisamente por ello), todo conflicto limítrofe es también un conflicto que se libra en el terreno de lo simbólico.

 

Volviendo a la globalización, que no conoce límites geofísicos- el proceso constitutivo de las identidades colectivas así como la producción e intercambio de bienes y servicios de alto valor simbólico, profundizan aún más su complejidad inherente frente a la emergencia de lo contemporáneo. Esto incluye, claro está, la transnacionalización del flujo mediático pero también una relativa fractura del ‘principio de autonomía’ de la cultura ya que, tanto la producción como el consumo implican lugares de mestizaje.

 

El simple hecho de hablar de producción rebasa ampliamente la imagen purista del creador solitario, aislado en su ghetto maldito, para insertarla en una cadena profesional de acuerdo a una división técnica del trabajo. La creación, al formar parte de un sector productivo, se convierte en pieza de un engranaje que combina varias funciones: Inversores, investigadores de mercado, estrategas publicitarios, promotores culturales, curadores, galeristas, arquitectos, diseñadores, editores, agentes de prensa, técnicos, etc. 

 

“El ‘creador’, quiere decir el autor, creador de la sustancia y forma de su obra, emerge tardíamente en la historia de la cultura: se trata del artista del siglo XIX. Este se afirma, precisamente, en el momento en que comienza la era industrial.”[17]

 

Igualmente, ¿cómo interpretar una idea de autonomía, en pleno auge de fundaciones privadas sustituyendo al Estado en el mecenazgo de orquestas, de museos pero también del patrimonio tradicional local?

 

El consumo por su parte, aún constituyendo el perfecto opuesto de esa “dimensión cultual” que define a una élite, establece puentes hacia una cantidad de elementos propios de la esfera culta. La recepción de la pintura, la escultura, la música, la literatura, otrora reservada a la colección privada, al salón de ‘sociedad’, al archivo particular, etc., se extiende bajo soportes de consumo masivo: Revistas, catálogos de arte, discos compactos, producciones musicales para la televisión, etc.

 

Esto no quiere decir que la masificación desplace o haga desaparecer a una élite culta, históricamente enquistada en su nicho social. Ni tampoco que, de súbito, los supermercados sustituyan a los museos o las salas de conciertos. Lo que en cambio sí quiere decir es que, retomando nuestra discusión central, entre creación y estandardización, entre origen y pérdida de referencias, entre valor simbólico y valor mercantil, toda política cultural en tiempos de globalización se ve confrontada a un terreno heterogéneo, mestizo, dúctil, difícil de abordar de manera unidimensional. Por ello, la pregunta inicial (¿qué puede ser calificado hoy en día  como objeto cultural?) debería reformularse para abordar, en lugar de objetos, procesos y relaciones culturales. Procesos que van más allá de un coleccionismo inductivista, relaciones que van más allá de un deduccionismo purista.

 

Globalización: Replanteando paradigmas de soberanía y autonomía

 

La mera idea de definir y decidir políticas culturales locales se enfrenta hoy en día al cuestionamiento tecnocrático y ultraliberal que se abandona al darwinismo de mercado, apostándole a una relación ‘cara a cara’ entre productores y consumidores, deslastrada de toda mediación institucional de peso.

 

Este tipo de apuesta vacía de sentido el concepto mismo de política cultural al menos en dos aspectos. Primero, ignorando que el consumidor es también ciudadano, miembro interactivo de una comunidad de intereses (históricos, políticos, económicos, simbólicos) ligados a una realidad específica, no necesariamente asimilable a la nación como entidad homogeneizante y segundo, cerrando el compás de acción (control, regulación, protección, estímulo) de la gestión pública en lo concerniente a ese espacio intermedio que habría entre producción y consumo. En otras palabras, fagocitando la figura del servicio público vía una economía de servicios que, siguiendo un principio de liberalización progresiva, tiende a privatizar no sólo el dominio cultural sino todos los dominios posibles.[18]

 

En el desconcierto actual de las naciones, la gran mayoría de ellas pasando por crisis presupuestarias pero también de sentido. Frente a la expansión de oligopolios multinacionales que concentran la oferta mundial de servicios, particularmente los de alto valor simbólico. En medio de una desregulación y deslocalización progresivas de la producción y el comercio internacional, dinamizadas por organizaciones supranacionales, tratados multilaterales y zonas de libre-comercio, etc... En este panorama, lo local y (por antonomasia) las políticas culturales deben tomar parte activa a manera de contrapeso político frente a lo global.

 

El desafío, creemos, es el siguiente: Estructurar y defender la idea de un ‘mínimo común’ que dé cuerpo y sentido a lo local, sin dejar de reformular las nociones de soberanía y autonomía, ciertamente fundadas por tendencias paradigmáticas pero que ameritan un reajuste, en sintonía con la emergencia de nuevas situaciones.

 

Como parte de estas ‘nuevas situaciones’, las identidades culturales se ven progresivamente expuestas a la relación, a la co-habitación y a la fusión con una alteridad. Lo deseable es hacer de esta exposición la oportunidad de reivindicar valores compartidos en el seno de una comunidad, por muy ínfima que esta sea. He ahí uno de los roles de punta de las políticas culturales que, creemos, no debe ser absorbido por los principios de “liberalización progresiva”.

 

Según el mediólogo francés Dominique Wolton, hay dos maneras de ejercer este rol, haciendo de las identidades culturales un refugio o bien construyendo lo que él llama “identidades culturales relacionales”[19]. La primera opción política canaliza la noción de identidad como estrategia contra la invasión de un otro, se justifica contra el exceso de apertura, contra la pérdida de valores culturales pero también morales, religiosos, etc. Las tensiones étnicas, el terrorismo nacionalista así como el avance de fundamentalismos religiosos orientales y occidentales, constituyen ejemplos palpables de la radicalización de esta opción. La segunda opción, mucho más deseable, se fundamenta en la idea de la “cooperación” entre las diversas identidades colectivas. El único y gran problema reside en la enorme desigualdad, en términos de influencia y de capacidad de apertura, de los diferentes países que representan sus respectivos intereses, no sólo culturales sino económicos y/o sociales. En el fondo, las “identidades-refugio” se justifican como opción política en la misma medida de un escenario de negociación internacional asimétrico, que niega de plano una real cooperación entre iguales.[20]

 

El espíritu de “cooperación” que reclama la globalización requiere un alto capital de confianza en sí mismo de cada una de las partes involucradas. Invirtiendo en ese capital, capital material, simbólico así como material-simbólico, las políticas culturales locales se juegan sus cómo, porqué y para qué de la actualidad. Sabiendo que la doble problemática aquí planteada, definir y decidir, anteriormente circunscrita a un ámbito doméstico interno, comprende en mayor intensidad el contacto y la influencia de otro, ya no tan foráneo.

Bibliografía
 

1.     Alice Landau, (2000), Analyzing international economic negotiations: towards a synthesis of approaches en  International Negotiation, N°5.

2.     Denys Cuche, (2001), La notion de culture dans les sciences sociales, Paris, Editions la découverte.

3.     Edgar Morin, (1962), L’esprit du temps, Paris, Editions Bernard Grasset.

4.     Ien Ang, (1992), Culture et communication. Pour une critique ethnographique de la consommation des médias dans le système médiatique transnational en Revue Hermès, N° 11-12.

5.     Jacques Rigaud, (1995), L’exception culturelle. Culture et pouvoirs sous la V République, Paris, Editions Grasset.

6.     Jeremy Rifkin, (2002), The age of access. The new culture of hypercapitalism where all life is a paid-for experience, New York, Tarcher-Putnam Editions.

7.     Jesús Martín-Barbero, (1997), De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, México, Ediciones G. Gili,

8.     Néstor García Canclini, (1989), Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo.

9.     Pierre Moulinier, (1999), Les politiques publiques de la culture en France, Paris, Presses Universitaires Françaises.

10.  República Bolivariana de Venezuela, Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (2000), Imprenta nacional. 

11.  Serge Regourd (comp.), De l’exception à la diversité culturelle en Problèmes politiques et sociaux, N° 904, septiembre 2004.


[1] Serge Regourd (comp.), De l’exception à la diversité culturelle en Problèmes politiques et sociaux, N° 904, septiembre 2004.

[2] Jacques Rigaud, (1995), L’exception culturelle. Culture et pouvoirs sous la V République, Paris, Editions Grasset, p. 50. [Traducción libre].

[3] Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (2000), Imprenta nacional, p. 105.  [El subrayado es nuestro].

[4] Pierre Moulinier, (1999), Les politiques publiques de la culture en France, Paris, Presses Universitaires Françaises.

[5] La dicotomía inductivo-deductivo dentro lo que llamamos ‘nivel epistemológico’ es un préstamo, aunque con un planteamiento totalmente diferente, de la obra de Néstor García Canclini, (1989), Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo, capítulo VI.

[6] Citado por Denys Cuche, (2001), La notion de culture dans les sciences sociales, Paris, Editions la découverte, p. 16, [Traducción libre].

[7] Jesús Martín-Barbero, (1997), De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, México, Ediciones G. Gili, p. 98.

[8] Recordemos que “clásico” y/o “tradicional” son categorías indexicales: su sentido depende de circunstancias de enunciación en las que, necesariamente, co-existen sus alter-egos: lo “novedoso”, lo “heterodoxo”.

[9] Ien Ang, (1992), Culture et communication. Pour une critique ethnographique de la consommation des médias dans le système médiatique transnational en Revue Hermès, N° 11-12, p. 86. [Traducción libre]

[10] Bajo el nombre de “Venezuela subterránea”, varios grupos de rap venezolano han construido una auténtica sociografía del ‘barrio’, de la exclusión social, de la delincuencia pero también del humor, del sexo, de lo prohibido así como de referentes mediáticos locales: desde Alí Primera hasta Erika de la Vega, pasando por la Dimensión latina y Los amigos invisibles. 

[11] Grupo Cisneros: Oligopolio del sector audiovisual en América latina que comprende cadenas de televisión gratuita así como de suscripción por cable, distribución de películas, distribución discográfica, prensa escrita y producción de obras de teatro.

[12] Denys Cuche, (op. cit.)

[13] (1979), La distinction. Critique sociale du jugement, Paris, Les éditions de minuit, Capítulo 4, p. 279-280. [Traducción libre].  

[14] Jesús Martín-Barbero, (op. cit.), p. 102.

[15] Pierre Bourdieu, (op. cit.)

[16] (1992), De cómo hacer para que la literatura ya ni repugne en El país según Cabrujas, Caracas, Monte Avila Editores Latinoamericana, p. 108.

[17] Edgar Morin, (1962), L’esprit du temps, Paris, Editions Bernard Grasset, p. 37. [Traducción libre; el subrayado es nuestro].

[18] Jeremy Rifkin, (2002), The age of access. The new culture of hypercapitalism where all life is a paid-for experience, New York, Tarcher-Putnam Editions. Uno de los principios rectores de la O.M.C es el de “liberalización progresiva y transparencia” de todas las naciones adscritas. Es por ello que dicha organización funciona a manera de ciclos de negociaciones: en cada ciclo, también llamado ronda, se busca avanzar en los acuerdos comerciales, teniendo como norte un estadio ideal de apertura total, esto es, la apertura de todos los países en todos los dominios, incluyendo cultura, educación, salud, justicia, etc.

[19] Construire une co-habitation culturelle en Serge Regourd, (op. cit), pp. 69-70.

[20] “La mayoría de las negociaciones comerciales no busca resolver deliberadamente las diferencias entre los países desarrollados y aquellos en vías de desarrollo, más bien se concentra en el objetivo común de liberalizar el comercio internacional así como reducir o eliminar tarifas y demás barreras, aún cuando esto implique una intromisión progresiva en los asuntos domésticos internos. La “ideología” de la liberalización es la condición aceptada de manera irrefutable por todos lo negociadores.” Alice Landau, (2000), Analyzing international economic negotiations: towards a synthesis of approaches en  International Negotiation, N°5, p. 2. [Traducción libre].