Hegel, ¿crítico de Kant?
(Texto presentado dentro del marco del seminario "Hegel crítico de Kant" dirigido por el Profesor Ezra Heymann en la Escuela de Filosofía de la UCV)
 

Por:
Vyana Rodríguez Preti

vyana_preti@yahoo.com

 

En la conclusión de Lecciones sobre la Historia de la Filosofía III Hegel anuncia que el resultado general de la historia de la filosofía nos muestra, en primer lugar, que no ha existido más que una filosofía cuyas diferencias no son sino aspectos distintos de un solo principio. En segundo, lugar que la secuencia de los sistemas filosóficos es una “sucesión necesaria de la evolución de esta ciencia”[1] y por último, que es precisamente como resultado de esta evolución que se da la Filosofía Final de una época y la Verdad en la forma más alta que acerca de sí mismo logra alcanzar la conciencia de sí del Espíritu. Tomo esta conclusión para comenzar pues considero que concebir a la filosofía como una reflexión ininterrumpida por siglos, en un movimiento hacia la comprensión del Espíritu de su época (y luego de cualquier época), explica que las críticas que Hegel hace a Kant no son sino una plataforma de despegue para su propia filosofía, la cual ya ha servido a su vez de plataforma para muchos sistemas posteriores que por momentos nos acercan al reino de los fines en sí mismos y al reino de los espíritus. Bajo esta óptica intentaré dar cuenta en el presente escrito de las críticas que Hegel en el texto La postulada armonía entre el deber y la realidad[2] hace a la filosofía moral kantiana plasmada en el capítulo primero de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres (FMC).

 

En el capítulo primero de la obra kantiana en cuestión se establece como bien incondicional a la buena voluntad. Esta es la voluntad que se deja moldear por la ley dada a priori por la razón, es la forma del querer y por tanto “preside la estimación del valor global de nuestras acciones y constituye la condición de todo lo demás” (FMC <Ak.IV,397>). La buena voluntad es buena en sí misma, pues su esencia es actuar por respeto hacia la ley, su esencia es el deber. Una acción posee entonces genuino valor moral cuando es hecha por deber y no por inclinación. Es este el caso del filántropo, que aún viéndose sumergido en su propia pesadumbre y en su falta de compasión por la pesadumbre de los demás, logra al margen de toda inclinación (porque simplemente no la tiene) ocuparse de remediar las miserias ajenas. El que no haya inclinaciones inmediatas para actuar como un filántropo, es lo que hace más fácil determinar el carácter genuinamente moral  de la acción. Así también, el amor cristiano, que predica hacer el bien al prójimo, incluidos los enemigos, exige de nosotros actuar conforme al deber, aún yendo en contra de la tendencia del ánimo.

 

Erige el filósofo de Königsberg una segunda consideración con respecto al deber: No son los fines, sino la máxima a partir de la cual es realizada una acción, lo que le confiere valor moral. Máxima que se vincula con mi voluntad no en su efecto, sino como fundamento, “por lo tanto no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer según el cual ha sucedido tal acción, sin atender a objeto alguno de la capacidad desiderativa. (FMC< Ak.IV, 400>)

 

Consecuencia de las dos tesis anteriores, se postula que “el deber significa que una acción es necesaria por respeto hacia la ley” (FMC [A 14]) Es posible que sienta por el objeto hacia el cual proyecto mi acción-inclinación, más nunca respeto. Así mismo, no es respeto lo que me produce una inclinación propia o ajena, sino amor o aprobación. Son estos meros efectos y sólo aquello que es fundamento de mi voluntad, que no depende de una tendencia de la sensibilidad, puede generar respeto. De esta manera el único posible objeto de mi respeto es la ley moral. Ella, como único principio de la voluntad moral, se refiere a la legitimidad en general de las acciones. De este modo la reprobabilidad de una  máxima al someterse al test del imperativo categórico no depende del daño inminente que pudiese causarme o causar al prójimo. La máxima debe ser desechada de entrada porque no encaja como principio en una posible legislación universal:

 

 “algo hacia lo que la razón me arranca un respeto inmediato aun antes de pasar a examinar en qué se basa (una indagación que le corresponde al filósofo); si bien llego a entender al menos que se trata de una estimación del valor, el cual prevalece largamente sobre todo cuando es encarecido por la inclinación; la necesidad de mi acción merced al puro respeto hacia la ley práctica es aquello que forja el deber y cualquier otro motivo ha de plegarse a ello, puesto que supone la condición de una buena voluntad en sí, cuyo valor se halla por encima de todo.” (FMC [A 20]).

 

Entendida bajo estas determinaciones la conciencia moral no es todavía tal. Es autoconciencia,  pues es el momento donde se piensa así misma y no posee referencia a objeto alguno fuera de ella. Es el momento general de la conciencia donde el deber constituye a un tiempo su objeto esencial y su único fin. La conciencia crea ella misma su objeto, lo engendra y lo coloca como su fundamento: la ley moral determina objetiva y subjetivamente la forma del querer. Dirá Hegel que no satisfecha con su creación, la conciencia pone al objeto fuera de sí: es el fin. Pero el valor moral de la acción no está en el propósito a realizar, sino en la máxima que decidió tal acción, por lo tanto el objeto puesto como fin no es libre de la autoconciencia, “sino que es función de ella y por medio de ella[3].

 

Resulta entonces una conciencia moral  encerrada en sí misma, que descuida por completo su interacción con el mundo,  que deviene en una esfera cerrada y completa, en un “todo independiente de leyes peculiares[4] cuya trayectoria y realización nada tienen que ver con la conciencia. La concepción moral del mundo que se sigue de lo anterior se basa en una relación entre el en sí y para sí moral y el en sí y para sí natural donde se decreta la independencia e indeferencia total de la naturaleza y de la moralidad entre sí. La unificación - no la unión- se produce: El deber se erige como esencia única, mientras que la naturaleza se ubica en la inesencialidad y a un tiempo afirma la subordinación, la dependencia de ella al mandato de la razón.

 

La crítica de Hegel a una conciencia moral así entendida, se dirige a lo problemático e irreal que resulta declarar como separados e independientes a la conciencia moral del mundo. En primer lugar, porque la conciencia iría contra sí misma si desatiende al mundo, pues es en él en el que se hace práctica. Hacer algo por deber es hacer algo en el mundo. Recordamos entonces a Cicerón cuando señalaba que si estimamos la valentía es porque estimamos las cosas que han de ser defendidas. No es sólo la virtud lo que importa, sino el contexto en el cual y por el cual ésta se determina, por lo tanto es incoherente tomarla como único bien, al tiempo que empobrecería la vida tomarla como un mero medio. En segundo, lugar diré que dejar a la naturaleza como una esfera particular e independiente de la conciencia moral es admitir que esas leyes que posee, que esa fuerza y esa atracción que genera es inmune a cualquier intento de racionalidad. La separación del en sí y para sí moral del en sí y para sí natural sería afirmar que somos pura conciencia moral y que somos pura determinación natural.

 

Considero importante señalar que, si bien la argumentación kantiana puede leerse bajo cierta óptica como exponente de la irreconciliabilidad de la moralidad con la naturaleza objetiva, para el filósofo de Königsberg está claro que la ley moral necesita de un mundo donde realizarse. Lo anterior queda claramente ejemplificado en las Lecciones de ética, texto que por supuesto nunca pasó por las manos de Hegel, pues no fue publicado sino hasta 1924, en ocasión de celebrarse el aniversario número doscientos del nacimiento del filósofo. En la lección dedicada a los deberes para con otros hombres Kant plantea lo siguiente: Veo a un individuo sumido en la miseria, y observo que no hay manera en la que pueda ayudarlo. En ese caso puedo decir como los estoicos que este asunto no me concierne y que mis deseos nada pueden lograr. Si en cambio veo que hay una vía de sacarlo de su miseria, propiciándole la felicidad y compartiendo su infortunio, no debo quedarme regodeándome de mis deseos, por más ardientes que sean, debo hacer. El buen corazón no se mide por tener buenos deseos para con los demás o por mostrarse impasible ante el infortunio ajeno cuando no hay manera  de cambiarlo. El buen corazón es activo, contribuye en algo a la felicidad del prójimo. La conciencia moral necesita un mundo en el cual hacerse práctica.

 

Me atrevería a decir que Hegel coincide en el planteamiento anterior con Kant en que la ley moral debe realizarse en un mundo.  Pero no desperdiciaría la ocasión para señalar que la conciencia no moral tiene  mayor chance de realizarse por casualidad, allí donde la conciencia moral se detiene a hacer el cálculo de si en la situación dada puede “ayudar y conseguir algo”[5] o si por el contrario no puede hacer nada para remediar el infortunio ajeno. La relación de una conciencia así entendida con la realidad es de inadecuación: el devenir propio de la existencia hace contingente la consumación del deber, negándole la dicha que esto trae consigo, así como el goce de su ejecución. Pero ¿es acaso posible descartar la dicha del momento absoluto de la moralidad? La conciencia en su momento general, en el momento del “puro deber” lleva consigo, implícitamente, la conciencia singular, que es el deber cumplido. Es la autorrealización. 

 

Entendemos al deber dentro de la conciencia singular como quehacer, esto es atender atentamente a lo que es mi deber en el mundo y aunque el éxito de la acción emprendida no está totalmente bajo mi control, de mi parte queda hacerlo lo mejor posible. Así, es algo volcado en el mundo y a la vez un algo muy personal que nos da satisfacción. Hegel señalará a este respecto que no hay autorrealización si no hay un ocupamiento activo del objeto. Lo que implica por un lado, una armonía básica con el mundo que haga posible nuestra existencia: estamos y somos en un mundo desde nuestra animalidad racional, por lo que necesitamos alimentarnos, resguardarnos, movilizarnos, etc. Por otro lado, o mejor, adentrándonos en el mismo lado el ocupamiento activo del objeto nos reporta una satisfacción interna derivada de la adecuación entre conciencia y naturaleza, al  apreciar consumado la ley moral y disfrutar su ejecución. El goce de la autorrealización es inseparable de la realización, incluso a la intención de la realización, pues el haber deseado realizar algo es indirectamente orientarse también hacia el goce. Merece hacer un paréntesis para señalar que no se trata en Hegel de hacer recaer la autenticidad de una ética en hacer el deber con atención al goce, a la autorealización como un objetivo introvertido, sino más bien a hacer el deber por su aspecto heteroreferente, bien sea quehacer, bien sea mi deuda con el otro, con todo otro.

 

El momento absoluto de la moralidad -aquel donde el fin es convertido en objetivo- incluye de este modo los momentos de la conciencia en apariencia contradictorios, y el deber cumplido es entonces  “tanto acto puramente moral como individualidad realizada [realisiert][6]  y la naturaleza, “como el lado de la singularidad frente al fin abstracto, forme una unidad con éste”[7]. Este fin entero que cristaliza la armonía contiene en sí la realidad misma, siendo a un tiempo el pensamiento de la realidad. La armonía entre realidad y moralidad es postulada.  Ahora esta relación donde el deber se tiene a sí mismo como lo esencial y la naturaleza frente al deber no tiene consistencia propia, surge sólo cuando la conciencia ha experimentado la unidad con la realidad. La conciencia moral pura cuya esencia es el deber puro lleva en sí la conciencia actuante, singular, cuya esencia es la ejecución del deber. Y lleva entonces la intuición del goce que produce el intervenir en la realidad acertadamente, la dicha de hacer del “deber puro” el “deber cumplido”. Por lo que la armonía entre moralidad y dicha es también postulada, es exigida frente a la realidad que es desarmonía. La felicidad va implícita en el concepto mismo de moralidad, al que Hegel asigna como verdadero contenido la unidad de la conciencia pura y de la conciencia singular.  

 

Ahora la conciencia es conciencia de un mundo que es libre y contingente lo que la hace así misma contingente y natural. La naturaleza de la conciencia en el sentido de naturaleza propia de la conciencia es la sensibilidad. Ella posee para sí la propia esencialidad y manifiesta sus fines singulares en una voluntad alentada por sus impulsos e inclinaciones. La sensibilidad y el puro pensamiento son en sí una conciencia. Mas la conciencia pura se entiende a sí misma en oposición, separada de la sensibilidad.

 

Y es precisamente en este momento de pugna donde parece construirse la filosofía moral kantiana de la FMC, en un continuo afán por arrancarse de la pendiente de nuestra naturaleza sensible y postular una voluntad libre de dichas inclinaciones. En efecto el tránsito del conocimiento moral común de la razón al filosófico surge de la inadecuación entre los mandatos inexorables de la razón y las pretensiones impetuosas y en apariencia plausibles de nuestra naturaleza sensible, quien  no viéndose complacida ponen en duda la validez de las prescripciones de la razón, “o cuando menos su pureza y rigor” (FMC [A 24]). Y es la perplejidad, la incomodidad de esta situación la que lleva a la razón práctica ordinaria a buscar fuerza en la filosofía para no permitir que sean “hurtados todos los auténticos principios morales por la ambigüedad en la que incurre tan fácilmente” (FMC [A 24]). Sin embargo, una lectura de Kant bajo otra perspectiva me lleva a realizar ciertas consideraciones.

 

En primer lugar, que  como el propio nombre de la obra lo indica se trata de fundamentar una metafísica de las costumbres comenzando por desentrañar los conceptos claves del conocimiento moral común en aras de hacer el tránsito hacia el principio supremo de la moralidad, el cual para Kant es dado a priori. En esta búsqueda se intenta hallar un móvil de la voluntad humana, que sea a un tiempo  fundamento objetivo y subjetivo suficiente para determinar la acción. Lo que quiero mostrar con esto es que los ejemplos antes citados del filántropo y del amor cristiano no pretenden ser casos modelos de actuación ideal, sino situaciones que muestran con claridad que la voluntad puede elegir el deber, aun contradiciendo la dirección de las  inclinaciones. No podemos negar, sin embargo, que el filósofo en cuestión se cuida de dejar claro que la acción de genuino valor moral es aquella cuyo acicate objetivo y subjetivo es la ley moral.

 

No obstante –dirá el Profesor Heymann en Decantaciones Kantianas- Kant acepta que la conciencia de la ley moral deviene en una conciencia práctica, si y sólo si, el hombre sensible es movido por ella a la acción, lo que supone una disposición afectiva natural previa a ser movido de esa manera. El sentimiento moral, la conciencia moral, el amor por el prójimo y el respeto por sí mismo son disposiciones estéticas de la receptividad del ánimo para que nuestra naturaleza sensible pueda ser afectada por el concepto de deber en general. De ellas dirá que se encuentran originariamente en el hombre, más son de “origen insondable”[8].

 

La razón humana tampoco puede determinar la manera en que una ley puede o pudiera por sí misma constituir un fundamento inmediato para determinar la voluntad. Lo que se busca indicar a priori, no es tanto lo que hace de la ley moral  un móvil de suyo, sino más bien “aquello que al ser tal incide sobre nuestro ánimo (o, mejor dicho, ha de incidir)”[9] El ánimo es de naturaleza sensible, pues se basa en nuestra capacidad de recibir representaciones al ser afectados por objetos. Debido a ella  nos sentimos proclives hacia cualquier clase de objetos, es decir, tenemos inclinaciones. Kant las definirá como la dependencia de la capacidad desiderativa de las sensaciones. Nuestra naturaleza sensible nos coloca  frente a una activa red de estímulos y motivos, a los que no obstante no respondemos de manera instintiva -queriéndolos satisfacer inmediatamente o actuando en atención  exclusiva a ellos- sino que son administrados por la razón. Decíamos que es la razón la que nos da libertad de escoger, de actuar frente a esta red de leyes naturales.

 La crítica hegeliana sigue, sin embargo, teniendo lugar, pues aunque Kant  da cierto espacio y papel a la sensibilidad, la moralidad sigue siendo un asunto donde la razón es reina y señora. La unidad de ella con la voluntad sensible, es aquí sólo posible mediante la superación de esta última y su inclusión en la motivación moral no es abierta, pues esto sería parafraseando a Heymann de nuevo, una reducción a motivos no morales de la actitud moral interior, es decir,  una negación de motivos exclusivamente morales. 

 

El paso que da Hegel a mi parecer delante de Kant pero siguiendo en gran medida la brecha por él abierta, es plantear que la armonía entre moralidad y voluntad sensible es postulada. Lo que existe es la oposición entre conciencia pura y sensibilidad, es decir la conciencia, pero la naturaleza, no está fuera de ella como en el primer postulado, sino más bien “la naturaleza es, aquí, la que es en ella misma y de lo que aquí se trata es de la moralidad como tal, de una armonía que es la propia del sí mismo actuante...”[10] La moralidad real  se da entonces cuando la lucha entre razón y sensibilidad se reduce y brota la unidad entre ellos, que surge a su vez , no de sumisión de uno con respecto al otro, sino de la oposición sabida entre ellos. Así la tensión que en Kant es un contrapunteo perenne, en Hegel la tensión es, parte de un equilibrio en movimiento. La desarmonía entre la naturaleza (el acto moral hecho puramente por deber) y la conciencia autorrealizada, entre razón y sensibilidad, no se dan por si solas sino como parte de una armonía que no excluye, sin embargo, el dolor y el desgarramiento. Es lo permanente, la realidad,  pero en atención de un fin último que es la armonía.

 

La conciencia en tanto contiene la oposición entre pensamiento puro y voluntad sensible hace emerger de sí misma la armonía y hace siempre progresos en la moralidad. Pero este perfeccionamiento se remite al infinito, es una tarea absoluta que debe seguir siendo sólo una tarea, pues en la armonía se disuelve la “moralidad como conciencia o su realidad, como en la conciencia moral o en la realidad desaparece su armonía[11]. El contenido de la moralidad debe pensarse no obstante como que debe ser, es decir no quedarse en tarea sino ser: realizar en el mundo el deber puro. Más esto nos lleva a entrar de nuevo en el movimiento de la dialéctica, si es que la pausa es una opción, pues la acción moral no es otra cosa que la conciencia realizándose y asumiendo consiguientemente la figura de un impulso. Hablaríamos, dice Hegel, de una armonía presente entre el impulso y la moralidad. Sin embargo, el impulso no es algo distinto de él mismo y atiende a las leyes y fines peculiares de nuestra naturaleza sensible, por lo que la moralidad no podría asumirse como el ángulo de inclinación de las inclinaciones. Dado la determinabilidad interna de los impulsos e inclinaciones a la conciencia a la cual deberían adecuarse, sería una que a su vez se adecuase a ellos, lo cual la propia autoconciencia moral se veda. La armonía entre ambos términos es así pensada como lo que es pero que todavía no es real y la consecución de una moralidad última, acabada, encerraría en sí contradicción. A saber, una moralidad que debe al unísono dejar de ser conciencia y debe ser real. El perfeccionamiento de la moralidad, postergado al infinito, frente a lo real que es entonces la no moralidad, me lleva hacia la interrogante ¿es progreso este camino?

 

En Kant si bien la conciencia moral se asume como existente, como establecida, podemos vislumbrar que un avance en la moralidad sería que las emociones, impulsos e inclinaciones apoyen, acompañen a la ley moral. Como ya se expuso no se trata en el pensamiento kantiano de indicar lo que hace de la ley moral  un móvil de suyo, sino más bien de aquello que al ser una ley moral dada a priori  incide o ha de incidir sobre nuestro ánimo. No está de esto modo el filósofo de Königsberg otorgando toda la  capacidad motivadora de la ley moral a la fuerza de un argumento racional sino precisamente a aquellas características de nuestro ánimo que harán posible  que la ley incida, que nos interesemos en la ley. Como el sentimiento moral que es la receptividad para el placer o el desagrado que es provocado por la conciencia de la coincidencia o la discrepancia entre nuestra acción y la ley moral. Hegel contestaría  a esto con la crítica que hemos expuesto más arriba, a saber, que lo que produce el placer o el desagrado no es la conciencia de la coincidencia o la discrepancia, sino que el placer es el resultado de la adecuación entre moralidad y realidad, el primer postulado.

 

No olvidemos nuestra pregunta ¿hay progreso en la moralidad, hay perfeccionamiento?  En el texto La disolución de la moralidad Hegel advierte que lo importante no es la perfección moral. Es el estado intermedio de la no perfección que sin embargo, siendo uno el deber puro, una la virtud y una la moralidad, es un paso hacia la perfección. Más de ella dijimos antes que es una tarea absoluta que a un tiempo debe ser.

 

Dentro de esta montaña rusa dialéctica ¿qué nos queda, qué nos llevaría a afirmar que Hegel ha dado un paso por delante de Kant? Considero un avance reconocer que la tensión mundo-moralidad y voluntad sensible-moralidad no es sólo contrapunteo sino que es posible postular la armonía entre los términos. El fin último del mundo, como la armonía de la primera dupla, y el fin último de la autoconciencia como tal, como la armonía de la segunda, aún siendo fines últimos extremos se unen en el movimiento real del actuar mismo. Lar armonías postuladas que antes eran separadas en sí y para sí, son ahora en y para sí.

 

 

Bibliografía

 

HEGEl, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México,1994. Traducción de Wendeslao Roces.

- Lecciones sobre la Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. México, 1979.

 

KANT, Immanuel. Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Alianza Editorial. Madrid, 2002. Traducción de Roberto R. Aramayo.

 - Lecciones de ética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Roberto R. Aramayo y Concha Roldán Panadero.

- Metafísica de las costumbres. Editorial Tecnos. Bogotá, 1989.

Crítica a la Razón Práctica. Alianza Editorial. Madrid, 2001.

 

HEYMANN, Ezra. Decantaciones kantianas. Comisión de Estudios de Postgrado. Caracas,1999.


 


[1] Hegel, G.W.F.  Lecciones sobre la Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. México, 1979. Pág. 518

[2] HEGEl, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México,1994. Pág. 352

 [3] HEGEl, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México,1994. Pág. 360

[4] Ídem Pág. 352

· Uso el término `unificación´ en contraposición a `unión´ para significar con el primero una unión no armónica, donde uno de sus componentes se subsume al otro.

 [5] KANT; Immanuel.   Lecciones de ética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001.

[6] HEGEl, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México,1994. Pág. 353

 [7] Ídem.

[8] KANT, Immanuel. Metafísica de las costumbres. Editorial Tecnos. Bogotá, 1989. [400]

 [9] KANT, Immanuel. Crítica a la Razón Práctica. Alianza Editorial. Madrid, 2001. [A128]

 [10] HEGEl, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México,1994. Pág. 355

[11] Ídem 355