El Respeto:                                                                                                                                             Un Espacio para las Emociones Dentro de la Filosofía Práctica de Kant

(Texto  presentado dentro del marco del seminario Kant vs “Kant” dirigido por el Profesor Argenis Pareles en la Escuela de Filosofía de la UCV - 2003)

 Por:

Vyana Rodríguez Preti

vyana_preti@yahoo.com

 

Existen (por lo menos) dos interpretaciones sobre la relación entre sensibilidad y razón en la filosofía práctica kantiana. Una de las lecturas se basa en un supuesto dualismo irreconciliable entre estas dos facultades. La razón es considerada como la única vía posible de realizar una acción moral, negando así cualquier espacio a las inclinaciones, propias de nuestra naturaleza sensible. Aunque metódicamente el filósofo alemán coloca a la sensibilidad como obstáculo a superar por la razón, esto no significa que  niegue cualquier participación de los sentimientos en la acción moral. Digo metódicamente, puesto que derivaría en una contradicción pensar que tal disociación se da efectivamente  en el ser humano, cuya naturaleza Kant la concibe como racional y sensible al unísono. En el prólogo a la segunda parte de  La Metafísica de las Costumbres se aclara que la tarea de indagar los principios metafísicos del deber, depurado de todo sentimiento, es una  forma de  garantizar seguridad y pureza en una doctrina de la virtud en general. Intentar extraer tales principios de los sentimientos puramente estéticos o del sentimiento moral (en el sentido en que es entendido comúnmente), sería basarse en la materia de la voluntad, en el fin, y no en la forma de la voluntad: en la ley. El sentimiento es siempre físico, por lo tanto, no habría lugar para principios  metafísicos de la doctrina de la virtud. Y aunque el maestro popular puede valerse de sentimientos para “catequizar socráticamente a su discípulo sobre el imperativo del deber y sobre su aplicación al enjuiciamiento moral de sus acciones[1],  corre el riesgo de que el alumno aceptase los deberes instintivamente, ciegamente y no por la razón. En el fondo –aclara el filósofo– ningún principio moral se funda realmente en algún sentimiento, sino más bien es una suerte de “metafísica oscuramente pensada[2] inherente a la racionalidad humana que hace que cualquier hombre pueda reconocer la obligatoriedad de  tales deberes. Los sentimientos pueden ser entonces una vía para acceder al reconocimiento de la ley moral como obligante. Una vía  que Kant transita por momentos dándole un espacio a las emociones. Buscar estos espacios es el centro de la segunda interpretación. En el presente escrito introduciré dicha lectura a partir de la noción del respeto.

 

Antes de continuar quisiera justificar porqué digo que el camino de los sentimientos es tomado intermitentemente por Kant. En primer lugar porque los principios metafísicos de una doctrina de la virtud no pueden estar constituidos por lo que por naturaleza es físico, a saber el sentimiento. Es ésta una razón de método. En un segundo término, parafraseando al profesor Erza Heymann en Decantaciones kantianas[3], el filósofo alemán considera que toda posible explicación de la motivación moral es por principio imposible de conocer, pues esto podría implicar una reducción a motivos no morales de la actitud moral interior, es decir, a una negación de motivos exclusivamente morales. Esta preocupación está presente en la idea de postular una “metafísica oscuramente pensada” antes que de un sentimiento como base de un principio moral. En el mismo orden de ideas dirá en la Crítica a la Razón Práctica que la ley moral como único  móvil de la voluntad humana, debe ser fundamento objetivo y subjetivo suficiente para determinar la acción. No obstante -acota Heymann- Kant acepta que la conciencia de la ley moral deviene en una conciencia práctica, si y sólo si, el hombre sensible es movido por ella a la acción, lo que supone una disposición afectiva natural previa a ser movido de esa manera. El sentimiento moral, la conciencia moral, el amor por el prójimo y el respeto por sí mismo son disposiciones estéticas de la receptividad del ánimo para que nuestra naturaleza sensible pueda ser afectada por el concepto de deber en general. De ellas dirá que se encuentran originariamente en el hombre, mas son de “origen insondable”[4].

 

La razón humana tampoco puede determinar la manera en que una ley puede o pudiera por sí misma constituir un fundamento inmediato para determinar la voluntad. Lo que se busca indicar a priori, no es tanto lo que hace de la ley moral un móvil de suyo, sino más bien “aquello que al ser tal incide sobre nuestro ánimo (o, mejor dicho, ha de incidir)”[5] El ánimo es de naturaleza sensible, pues se basa en  nuestra  “capacidad de recibir representaciones al ser afectados por objetos”[6]. Debido a ella  nos sentimos proclives hacia cualquier clase de objetos, es decir tenemos inclinaciones. Kant las definirá como la dependencia de la capacidad desiderativa de las sensaciones. Podemos dar un sentido más amplio a esta significación incluyendo dentro  de las inclinaciones a todo aquello que proviniendo de nuestra naturaleza sensible pueda ser un motivo para la acción. Las emociones se inscriben en este último renglón. Nuestra naturaleza sensible nos coloca frente a una activa red de estímulos y motivos,  a los que no obstante no respondemos de manera instintiva -queriéndolos satisfacer inmediatamente o actuando en atención exclusiva a ellos- sino que son administrados por la razón. El problema de la moral es entonces  encontrar un orden en la diversidad de inclinaciones que mueven la vida humana para un mejor “vivir juntos”. Para ello hay que buscar razones válidas para cualquier ser racional.

 

En la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant comienza a desentrañar los conceptos claves del conocimiento moral común en aras de hacer el tránsito hacia el principio supremo de la moralidad. La primera noción que presenta es la de buena voluntad, ella es tal no por un propósito ulterior, sino que es estimable por sí misma, en tanto deja conformar su querer por la razón práctica. Este concepto está contenido en el de deber. El supremo valor moral es hacer “el bien por deber y no por inclinación”[7]. El actuar bien no puede estar superditado  a una “tendencia de la sensación”[8], sino que debe sustentarse en principios dictados por la razón. El filántropo, que aún viéndose sumergido en su propia pesadumbre y en su falta de compasión por la pesadumbre de los demás, logra al margen de toda inclinación (porque simplemente no la tiene) remediar las miserias ajenas, está haciendo una acción de genuino valor moral. El que no haya inclinaciones inmediatas para actuar como un filántropo, es lo que hace más fácil determinar el carácter de la acción. En el mismo orden de ideas presenta Kant al amor cristiano, que predica hacer el bien al prójimo, incluidos los enemigos. Aquí se exige actuar conforme al deber, aun yendo en contra de la tendencia del ánimo. No son los anteriores casos modelos de actuación ideal, son situaciones que muestran con claridad que la voluntad puede elegir el deber, aun contradiciendo la dirección de las  inclinaciones. No son los fines, sino el  principio del querer lo que confiere a  una acción su moralidad. Este principio se vincula con la voluntad no en su efecto, sino como fundamento, que no sirve a mi inclinación, sino que prevalece sobre ella o (al menos) la pone fuera de la deliberación. Sólo de esta manera puede una ley ser objeto de respeto y por tanto de mandato. El deber implica que una acción es necesaria por respeto hacia la ley.

 

El deber es en primer lugar frente a nosotros mismos como seres racionales y luego con los demás. Lo racional en cada uno es por sí mismo obligante y es lo que permite que siendo seres empíricos no perdamos nuestra conexión con un mundo inteligible que genera sus propias exigencias. La ley moral es un principio que limita por un lado las inclinaciones y por otro lado las máximas, que pueden ser entendidas como reglas de vida o reglas subjetivas de acción. La manera de restringirlas es sometiéndolas al test del imperativo categórico: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal”.[9]

 

Esta formulación presupone que la condición racional ha de ser un fundamento para la elección moral y que las inclinaciones particulares queden al margen o que por lo menos no nos arrogemos derechos que no estamos dispuestos a conceder a los demás. Y esto último expresa una gran  preocupación de Kant: las emociones pueden contaminar nuestra imparcialidad. Ante un universo de inclinaciones particulares por objetos y personas es necesario un juicio que haga abstracción de ellas (incluso abstracción de la preocupación por la propia felicidad) y asegure que no se hagan excepciones en favor propio o que nos  concedamos derechos que no estamos dispuestos a concederles a los demás. “La razón no conoce un criterio diferente para mí, para ti o para él”, la razón es pues garantía de imparcialidad.

 

Sin embargo todavía se necesita un estatuto que de sentido al carácter incondicional del imperativo, para que éste sea una razón aceptada por cualquier ser racional. Este es el concepto de fin en sí mismo. Cada ser racional es un fin en sí mismo, a partir del cual cobra sentido cualquier fin planteado. Mas esto no es sólo una afirmación subjetiva, sino que cobra objetividad en tanto cada uno de los otros se considera a sí mismo como un fin y son reconocidos por mí como tales. El reino de los fines en sí mismos necesita para constituirse que seamos a un tiempo legisladores y súbditos. La autonomía de la voluntad descansa en la obligatoriedad moral de nuestra condición racional.

 

El paso de ser un fin en sí mismo a reconocer que el otro es un fin en sí y aún a tomar los fines del otro como propios, se sustenta en una especie de exigencia racional: la razón debe reconocerlo. Sin embargo no es una transición que se dé necesariamente. El propio Kant admitirá que aunque no hay argumentos para sustentarlo se da en la vida moral. Y en este punto diremos que el papel de las emociones es primordial. Las relaciones interpersonales, aunque sean entre seres racionales, están innegablemente compuestas por afectos, necesidades, fragilidades, de hecho el filósofo alemán dirá que es imposible saber a ciencia cierta si existe o ha existido una acción hecha exclusivamente por fundamentos morales y por la representación de su deber. El énfasis está no en eliminar los intereses propios, sino en ordenarlos con respecto a un fin mayor, que es el ser humano en cada uno. Sin embargo resulta difícil imaginar como sería posible lo anterior teniendo presente sólo la condición racional en mí y en el otro. En Lecciones de ética el artículo dedicado a los deberes para con otros hombres Kant plantea lo siguiente: “Veo a un individuo sumido en la miseria, y observo que no hay manera en la que pueda ayudarlo. En ese caso puedo decir como los estoicos que este asunto no me concierne y que mis deseos nada pueden lograr. Si en cambio veo que hay una vía de sacarlo de su miseria, propiciándole la felicidad y compartiendo su infortunio, no debo quedarme regodeándome de mis deseos, por más ardientes que sean, debo hacer. El buen corazón no se mide por tener buenos deseos para con los demás o por mostrarse impasible ante el infortunio ajeno cuando no hay manera  de cambiarlo. El buen corazón es activo, contribuye en algo a la felicidad del prójimo.”  Es esta la razón de que toda enseñanza moral estribe en que sólo es válida  nuestra complacencia en la felicidad ajena en tanto hallamos placer en propiciarla. “En virtud de lo cual la felicidad ajena no constituye un objeto de complacencia en sí mismo, sino en tanto hayamos prestado nuestra colaboración en su logro.”[10] El sentir placer en contribuir a la felicidad del prójimo es sin duda un sentimiento que surge –no sólo de ver realizado el mandato del deber- sino de una empatía. Al ver a un sujeto ahogado en la miseria puedo reconocer que tanto yo como las personas que amo tenemos posibilidades parecidas en general a las del sujeto en cuestión. Ponerme en el lugar del otro, al ver al otro como un ser humano con historia y con igual vulnerabilidad y apegos, puede aportar según Martha Nussbaum[11], una mejor perspectiva del sufrimiento ajeno, del bien común, de la justicia y en consecuencia una visión más amplia del mundo. Sentirme afectado por el sufrimiento ajeno y sentirme complacido por poder cooperar en su felicidad, son emociones que me conducen a ser moral y sin duda a realizar el reino de los fines en sí mismos. También podemos decir con la filosofa antes citada que las emociones son una fuente nutrida de información acerca de los demás y de mí mismo, en tanto revela lo que me importa, lo que me impacta, lo que me mueve o me paraliza. En este sentido las emociones también nos muestran valores de los que éramos previamente inconscientes.

 

La frialdad estoica que Kant defiende no debe confundirse con indiferencia o falta de afecto. En cualquier semáforo de Caracas veo todos los días a personas que parecen haber sobrepasado cualquier idea del sufrimiento y  miseria, tocan el vidrio y extienden la mano en un gesto que ya ni siquiera busca mi compasión. Y paso por los semáforos y niego con la mirada al frente. No creo ser indiferente al sufrimiento ajeno, sólo que la conciencia de la profundidad del problema me lleva a buscar la solución en otros campos y no en la ayuda inmediata.

 

Hecha esta expiación de culpa, merece recalcar que las emociones capacitan al agente para percibir cierta clase de valores. Nussbaum afirmará que ellas están ligadas necesariamente al ámbito cognitivo en tanto están dirigidas hacia un objeto que es a su vez percibido según la naturaleza de mi emoción: cuando amo percibo al ser amado como refulgente de especialidad o temo a la soledad, porque representa la ausencia de los seres amados. Las emociones son “cuando menos modos de percibir[12]. La creencia acerca del objeto percibido también está ligado a la emoción. En el ejemplo del sujeto que sufre de miseria, soy capaz de sentir compasión por él, porque tengo la creencia por ejemplo de que sufre “más allá de su culpa[13]. En este sentido diría que el imperativo práctico que nos impele a usar la humanidad, tanto en mí persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un mero medio, es en gran parte una creencia. Si bien un tercer imperativo nos recuerda que nuestra racionalidad nos obliga moralmente a aceptar los imperativos, esto es sólo posible para aquellos que están dispuestos a dejarse guiar por la razón. Con creencia no quiero significar una especie de fe ciega, sino un juicio que se basa en ciertos supuestos, que pueden ser racionales o no, y en este sentido se prestan para ser evaluados como verdaderos o falsos, como correspondientes o no en relación a su objeto y situación. El tratar al otro como un fin en sí mismo y que incluso sus fines me importen como propios, no se desencadena sólo de una argumentación racional. Para activar este imperativo es necesario que yo crea, que yo sienta al otro cercano a mí, no sólo en su racionalidad, sino en su conjunto de afectos, necesidades, fragilidades. La emoción parece ser el punto donde se decide la aceptación de la norma.

 

La relación entre sensibilidad y razón se implica en ambas direcciones: una naturaleza sensible que se deja permear por los principios de la razón y una racionalidad que puede apoyarse en las inclinaciones a la hora de la acción moral. Dentro de esta dualidad el concepto de respeto aparece como un punto de enlace.

 

 En la Metafísica de las Costumbres  Kant plantea una serie de prenociones subjetivas de la receptividad del ánimo a ser afectadas por los conceptos del deber en general. No es obligación tenerlas, sino que todos los hombres poseen estas disposiciones y pueden ser obligados gracias a ellas. Son las condiciones de la naturaleza sensible que es penetrada por la razón. Entre ellas se encuentra el respeto por sí mismo, así como también el sentimiento moral, la conciencia moral y la filantropía.

 

La autoestima o el respeto por sí mismo no puede mandarse, en tanto es un sentimiento y no un juicio acerca de un objeto que tuviésemos el deber de producir o de favorecer. El amor propio es un sentimiento que nace previo a la ley moral y consiste en la pretensión de hacer de nuestras propias inclinaciones el fundamento objetivo de la voluntad en general. El fundamento restrictivo de la razón práctica al acallar este sentimiento, produce a su vez un sentimiento que podemos llamar de dolor. Pero  produce también un sentimiento positivo que deja libre el camino de toda resistencia de las inclinaciones adversas al cumplimiento del deber. Surge de un motivo intelectual a priori, pero no deja de ser un sentimiento, el único para el filósofo en cuestión que puede surgir de tales fuentes y cuya presencia es necesaria para el enlace entre la ley y nuestras inclinaciones. Respetar la ley es reconocer en conciencia, libremente que mi voluntad esta subordinada a dicha ley sin que medien otros influjos sobre mi sentido. El decir sí a los imperativos pasa entonces por sentir que estos representan un valor que doblega mi amor propio y me hace seguir voluntariamente la ley.

 

Como vimos en el ejemplo del buen corazón hay ciertas emociones que nos ofrecen la posibilidad de vivir el valor (en ese caso el de la compasión y benevolencia). El experimentar ciertas emociones también tiene en sí valor. Vivir la amistad nos es así imprescindible para formar parte de un reino de fines en sí mismos, puesto en ella experimentamos en escala intima los valores necesarios para relacionarnos como seres morales. En la amistad encontramos dos fuerzas opuestas e interrelacionadas: el respeto y el amor. Aquí el respeto es comparado con la fuerza física de repulsión, mientras que el amor se identifica con la atracción. En la amistad es necesario un equilibrio entre estas dos fuerzas, presentes no sólo en una relación de dos, sino en cada uno como seres destinados a vivir en sociedad y sin embargo insociables. Por un lado nos importa la independencia, la autenticidad de nuestros juicios, de nuestro sentir y por otro también nos importa lo que el otro significa para nosotros tomando en cuenta todo lo que nosotros significamos para nosotros mismos. El otro puede representar una amenaza a la independencia de mis juicios, por ejemplo, en tanto valoro sus juicios o puedo irrespetarlo al criticar una determinada elección suya.  La sociabilidad es recelosa en este sentido, lo que implica que el acercarse continuamente el uno al otro por amor mutuo, conlleva también el mantenerse a distancia el uno del otro por el respeto que se deben. La moral se encuentra sostenida por esta tensión entre el alejarse y el acercarse, entre lo social y lo huraño de nosotros mismos, como señala Heymann[14].

 

El amor y el respeto se limitan mutuamente en la amistad, así como en el ámbito moral, donde -desde su naturaleza sensible- acompañan al deber. La ley moral puede ser entendida como un contra fáctico: Yo actúo por inclinación, pero lo haría por deber. En todo caso los principios a priori dados por la razón son vividos en el mundo sensible a través de nuestra sensibilidad que los afirma y los acepta, a través del sentimiento de respeto. La idea de un reino de los fines es impensable si excluimos a las emociones como constitutivas de los valores y por tanto como fortalecedoras de la actuación conforme al deber.

 

Bibliografía

 

KANT, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Alianza Editorial. Madrid,2002.

Crítica a la Razón Práctica. Alianza Editorial. Madrid, 2001.

Metafísica de las costumbres. Editorial Tecnos. Bogotá, 1989.

Lecciones de ética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001.

Crítica de la Razón Pura. Editorial Alfaguara. España, 1998.

               HEYMANN, Ezra. Decantaciones kantianas. Comisión de Estudios de Postgrado. Caracas,1999.

               NUSSBAUM, Martha. Justicia poética. Editorial Andrés Bello. Barcelona, 1997.

 


 


[1] KANT, Immanuel. Metafísica de las costumbres. Editorial Tecnos. Bogotá, 1989. [376]

[2] Ídem.

[3] HEYMANN, Ezra. Decantaciones kantianas. Comisión de Estudios de Postgrado. Caracas,1999. Pág. 178

[4] KANT, Immanuel. Metafísica de las costumbres. Editorial Tecnos. Bogotá, 1989. [400]

[5] KANT, Immanuel. Crítica a la Razón Práctica. Alianza Editorial. Madrid, 2001. [A128]

[6] KANT, Immanuel. Crítica de la Razón Pura. Editorial Alfaguara. España, 1998. Pág. 65. [A19]

[7] Ver Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Ak.IV,399

[8] Ídem. [A13]

[9] Ídem. A 52

[10] KANT, Immanuel. Lecciones de ética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. [421-422]

[11] NUSSBAUM, Martha. Justicia poética. Editorial Andrés Bello. Barcelona, 1997.

[12] Ídem. Pág. 94

[13] Ídem. Pág. 98

[14] HEYMANN, Ezra. Decantaciones kantianas. Comisión de Estudios de Postgrado. Caracas,1999. Pág.130