Ética en el Abordaje Terapéutico de Adicciones

(Texto leído en la Jornadas Científicas del XVIII Aniversario de la Comunidad Terapéutica El Junquito de la Fundación José Félix Ribas en Octubre de 2002 – Caracas) 

 

Por:

Carlos Villarino

lexicos@cantv.net

 

Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio

que tejo entre los barrotes de metal blanco.

Vienen entonces los que se empeñan en salvarme,  los que encuentran divertido quererme,

los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos.

 Oscar Matzerath

El Tambor de Hojalata – Günter Grass

 

I

La presentación de una ponencia sobre Ética en el Abordaje Terapéutico de Adicciones, supone un considerable compromiso, especialmente si tal ponencia debe ser presentada en las Jornadas Científicas del XVIII Aniversario de una de las Comunidades Terapéuticas con mayor trayectoria en esta área. Este compromiso en particular, entraña sus riesgos, especialmente por todo lo que el significante “ética” connota, por la diversidad de significados asociados a éste y por las expectativas que el uso del término genera en el auditorio. El riesgo está, no en lo que se tenga que decir sobre la ética, sino en lo que el auditorio espera que se diga, en lo que cree que debe decirse y en lo que no desea escuchar. La ética es, igual que cualquier otro tema profesional, el resultado del desarrollo intelectual, de la confluencia entre la praxis y la episteme, entre la experiencia y la teoría.  Lamentablemente, el tema de la ética está cargado de tabúes y mitos que oscurecen su comprensión y desvirtúan su aplicación en las diferentes esferas profesionales.

 

Comencemos entonces desmontando los mitos y revelando los tabúes... La primera y fundamental fábula sobre el tema, es la creencia de que la ética es una característica ontogenética del ser humano, que se nace siendo ético, que ser ético es algo que viene incorporado en nuestro registro de genes como el color de los ojos, la estatura o el tipo de cabello. A esta creencia la llamamos el Mito Ontológico. Mito, porque se transmite de forma irreflexiva y Ontológico, porque alude a una pretendida y no comprobada característica esencial del hombre. Esta fábula es especialmente perniciosa, en la medida que ha servido a lo largo de la historia –y sirve aún hoy— para legitimar la ausencia de reflexión y autocrítica en ciertas formas de ejercicio profesional, ha servido para legitimar el uso del poder en las ciencias sociales y en especial en las ciencias de la salud, con el pretexto de que la ética es connatural al hombre y en consecuencia connatural a ciertas formas profesionales como la Medicina y la Psicología. El resultado es que ciertos procederes de dudosa justificación son asumidos como éticamente correcto.

 

El segundo mito importante, es aquel según el cual, para poder hablar sobre ética el locutor ha de ser una suerte de ser impoluto, jamás tocado por el error o el pecado. Según este mito, quien habla de ética sólo puede hacerlo desde la tribuna de la inmaculada rectitud, y cualquier aparente desviación lo inhabilita definitivamente para hablar de ella. Esta idea, errónea desde su simple formulación, sirve para acallar las voces disidentes, para vetar a todo aquel que no comulgue con las ideas y procederes de quienes detentan el poder y para hacerse de oídos sordos cuando se cuestionan ciertas políticas institucionales o manejos profesionales. La forma más sencilla de censurar la crítica, es descalificar y desautorizar al que la formula tachándolo sin más de antiético. Decimos que es errónea desde su simple formulación, porque confunde intencionalmente la idea religiosa del pecado con el principio ético del deber. Seamos más claros, la ética no trata sobre la santidad, sobre el proceso de formación de profesionales santos, la ética es una disciplina autónoma dedicada al estudio de los fundamentos que se supone sustentan o justifican el proceder humano, pero también, es el ámbito incierto en el cual un actor social se cuestiona –o puede llegar a cuestionarse— el valor de cierta acción en determinadas circunstancias. No puede haber ética sin error, no puede haber bien sin mal, no se puede desde el punto de vista ético ser un santo, no puede haber ética sin dilemas morales, sin cuestionamientos, sin error[1]. La idea de que quien habla de ética debe ser una persona pudorosamente intachable, contradice el sentido mismo de la reflexión ética, es tan errónea, como si se exigiera para poder hablar válidamente de microbios, el que el locutor esté íntegramente desinfectado. A esta idea errónea la llamamos el Mito de la Pulcritud.

 

El tercer y mortal mito sobre la ética, es creer que ser ético es lo mismo que ser moral, que una persona que procede éticamente en su profesión es una persona que debe proceder moralmente en el resto de las esferas de su vida. El mito de que todo proceder moral es automáticamente ético y que todo proceder ético es simétricamente moral. Esta idea es peligrosa, porque una vez introducida en la discusión sobre el por qué y para qué de una determinada acción, paraliza la reflexión crítica y da cabida al dogma. Nada más peligroso para la reflexión ética que la apelación a dogmas, quien apela dogmas para justificar y argumentar su proceder revela su temor a la incertidumbre, al cambio y por tanto a la diferencia, es el caldo de cultivo de la intolerancia y la discriminación. El temor a que en un momento determinado se sea juzgado de antiético o de inmoral, es lo que hace que algunos se aferren irreflexivamente a las normas, a las tradiciones y las figuras de autoridad, es un temor que en la Medicina Psiquiátrica y la Psicología nos lleva a asirnos de nuestros esquemas y procedimientos, como si estuvieran enteramente elaborados, perfectos e inmejorables, es el miedo primario a la locura.

 

Los principios morales y los principios éticos se diferencian en que los primeros son el producto de la acumulación de normas a lo largo de las generaciones, normas que han permitido el ordenamiento social, pero que no siempre representan un cuerpo coherente y ordenado, sino la superposición de procedimientos operativos, prejuicios y costumbres. Los principios éticos en cambio, son un intento por reflexionar sobre tales normas morales, hallar su fundamento, en caso de que lo tengan, cuestionar sus diferentes formas de manifestarse y el manejo aberrante que en ocasiones se hace de ellas[2].

 

Esta ponencia no complace a ninguno de estos mitos, por eso el compromiso y el riesgo es mayor, ya que no está diseñada para satisfacer las expectativas de quienes creen en ellos. Si se espera una disertación en este sentido, el resto puede resultar decepcionante, pero si se tiene la apertura suficiente a la diversidad, entonces puede que resulte de algún interés.

 

II

 

Dadas las restricciones del tiempo y la vastedad de las áreas a considerar, nos limitaremos a tratar solamente tres dilemas importantes en la terapéutica de adicciones en ambientes cerrados, es decir, en Comunidades Terapéuticas. Los temas aludidos son: El ejercicio del poder, el derecho de autodeterminación del paciente y la aplicación de las normas dentro de la Comunidad Terapéutica. Evidentemente dará tiempo de hacer sólo un esbozo general de estos temas.

 

Tradicionalmente suele definirse la Comunidad Terapéutica como una “estructura que guarda una cohesión interna, cuyo objetivo esencial lo constituye el logro de una situación que pueda ser en su totalidad coherentemente terapéutica”[3]. La Comunidad, en tanto que forma de abordaje de la drogodependencia, utiliza un modelo reducido y simplificado de un sistema social, como plataforma de cambio y como catalizador del proceso terapéutico. En este modelo de sociedad simplificado, existe una distribución aparentemente más racional y lógica de los roles, en comparación a los presentes en el ambiente natural del paciente. De esta forma, todos los acontecimientos cotidianos dentro de la Comunidad, son orientados en la medida de lo posible, a obtener un resultado terapéutico en la rehabilitación del paciente. La Comunidad persigue entonces dos objetivos fundamentales:

1.      La transformación del comportamiento patológico del paciente, proveyéndole de  herramientas con las que pueda afrontar exitosamente los conflictos emocionales, ambientales y sociales que propician su situación de consumo.

2.      La reestructuración o resocialización del paciente, de tal forma que haga propios los principios y valores comunitarios, en tanto que elementos fundamentales para su reincorporación a la sociedad y la puesta en práctica de un estilo de vida sano[4]

 

En este sentido, la Comunidad Terapéutica nace como una alternativa a las formas tradicionales de tratamiento de adicciones, en la medida en que intenta dar una respuesta integral al problema. Pero la Comunidad Terapéutica es también un producto social, una respuesta de la sociedad a aquellos que por intermedio de la droga han sido marginados o han decidido automarginarse. Es un intento de reabsorber al adicto dentro de la sociedad productiva, ordenada y orientada a fines.        

 

Como todo producto social, la Comunidad Terapéutica es imperfecta, tiene una dimensión iluminada y una dimensión oscura, la Comunidad... también tiene su Sombra. Desde el punto de vista de su fundamentación, la Comunidad Terapéutica no es una idea novedosa, se remonta por lo menos a mediados del siglo XIX. Uno de los antecedentes más significativos, por su parecido estructural y por su fundamentación, es la Colonia Agrícola de Mettray en Francia, colonia destinada al encauzamiento de los jóvenes delincuentes o abandonados que se encontraban al margen del ordenamiento social. La estructura de la Colonia era en esencia igual a la de las Comunidades Terapéuticas modernas y desde el punto de vista de los objetivos que persigue, son casi idénticas.

 

Mettray, al igual que las comunidades modernas, estaba concebida de la siguiente manera:

1.      Un ordenamiento simbólico, con su propia terminología, fuertemente estructurado y de conocimiento de todos los miembros de la colonia, desde el más antiguo hasta el recién internado.

2.      La emulación de los modelos sociales preponderantes. La estructuración de los internos como una familia, con hermanos y miembros mayores simbólicos. La jerarquización de los internos como en las estructuras militares, con rangos, jerarquías y estatus que permitía a los internos gozar de ciertos privilegios. La transmisión del conocimiento de la colonia como en una escuela o sistema educativo, donde los internos con mayor estatus, los hermanos mayores, trasmiten los valores y creencias de la colonia. Y finalmente, la colonia estaba dotada de un sistema judicial, un sistema de recompensas y sanciones que se aplicaba a todos los internos según su desempeño diario, en sesiones grupales semejantes, aunque no idénticas, a las Asambleas de las Comunidades Terapéuticas.

3.      En la colonia agrícola, el trabajo –especialmente el trabajo en el campo—, la educación, la moral, la espiritualidad y la familia son esenciales para el re-encauzamiento del interno y su retorno a la sociedad.

 

En su formulación, Mettray, que fue fundada en 1840, cumple con todos los criterios que plantea Rafael Ernesto López como definitorios de una Comunidad Terapéutica, pero Mettrey no es una Comunidad, es una Colonia Agrícola, una Colonia Penitenciaria...

 

El psiquiatra jungiano Adolf Guggenbhül ha señalado en su ya famosa obra “Poder y Destructividad en Psicoterapia”, que a profesiones como la Psicoterapia, la Medicina y el Trabajo Social, les viene siempre como herencia una sombra, una sombra de poder que se relaciona con los modelos primigenios de estas profesiones, es decir, los modelos del sacerdote, el curandero, el charlatán y el buen samaritano. Que en no pocas ocasiones esta sombra de poder, o para no comprometernos demasiado con el análisis jungiano, este uso velado del poder en la relación profesional, termina destruyendo los buenos propósitos y principios sobre los que se fundan tales profesiones[5]. La Comunidad Terapéutica y en consecuencia los profesionales que la integran, también son susceptibles de sucumbir ante el modelo primigenio que le antecede, es decir, la Comunidad puede devenir en una forma refinada y sofisticada de Colonia Penitenciaria, del sistema de subyugamiento progresivo de la libertad del paciente.

 

No faltaran la voces alarmadas que dirán que la Comunidad no es una cárcel, que no tiene sus vicios y perversiones, pero se olvida, que la cárcel en sus orígenes no fue concebida como la estructura aberrante que es hoy, fue concebida para la mismo que la Comunidad Terapéutica, para dar otra oportunidad a los marginados, los antisociales, los que escogieron estar fuera de la sociedad productiva y trabajadora. Además, lo que se afirma acá, no es que la Comunidad sea una cárcel, sino que puede a la larga sucumbir ante su sombra. Se me objetará también, que el paciente que ingresa a Comunidad lo hace voluntariamente, con el deseo de curarse, de cambiar, pero de nuevo se olvida, que existen formas más elaboradas y efectivas para obligar, que la simple y brutal fuerza..

 

Si la Colonia Agrícola de Mettray era en esencia una buena idea, era un espacio estructurado y orientado a un fin si se quiere terapéutico, porqué es que con el tiempo se transformó en lo que es hoy en día el sistema penitenciario. Michel Foucault, filósofo e historiador francés, explica su fracaso en lo que él ha llamado la “forma-prisión”, forma que no está en la cárcel sino en la sociedad, en los modelos sociales preponderantes, a saber: la propia familia, la educación, el trabajo y el sistema judicial. La “forma-prisión” es la perversión de la norma al servicio del poder, es el ejercicio cínico de la “normalidad” en detrimento del derecho de autodeterminación del individuo como principio ético fundamental. En palabras del propio Foucault:

 

El modelado del cuerpo da lugar a un conocimiento del individuo, el aprendizaje de las técnicas induce modos de comportamiento y la adquisición de aptitudes se entrecruza con la fijación de relaciones de poder; (...) Doble efecto de esta técnica disciplinaria que se ejerce sobre los cuerpos: un alma que conocer y una sujeción que mantener (...) Los jueces de normalidad están presentes por doquier. Nos encontramos en compañía del profesor-juez, del médico-juez, del trabajador social-juez, todos hacen reinar la universalidad de lo normativo...[6]

 

Si bien la Comunidad Terapéutica surge como alternativa a las formas tradicionales de tratamiento de las adicciones, aún en muchas de ellas habitan en la sombra las mismas concepciones contra las cuales surgieron, es decir, todavía en muchas Comunidades Terapéuticas coexisten los modelos moralista y patógeno de la adicción. Es justamente en esta coexistencia donde la “forma-prisión” hace su aparición en la Comunidad Terapéutica, cuando se concibe la adicción –explícita o implícitamente—  como una desviación, como una enfermedad crónica sin posibilidades de cura, cuando se priva al adicto a toda posibilidad de superación sin la asistencia constante del psicoterapeuta.

 

Para entender mejor cómo opera la “forma-prisión” en la Comunidad, es necesario volver sobre el principio básico que rige el tratamiento de adicciones, es decir, sobre la voluntariedad en el ingreso del paciente. El paciente que ingresa a comunidad, lo hace en mayor o menor medida por voluntad propia, porque luego de haber experimentado una serie de progresivas y cada vez mayores pérdidas, se ve impelido por la necesidad de buscar ayuda para “salvar su vida”. Al ingresar, el paciente trae consigo una serie de valores y creencias que son anteriores al consumo, que forman parte de su proceso de socialización primario, valores que se ven fortalecidos, distorsionados o disminuidos una vez que entra en la subcultura de la droga. Pero el paciente no tiene muy claro en qué consiste este “salvar su vida”, experimenta la pérdida, y la asocia con la droga, pero muchos de los elementos asociados al consumo siguen siendo importantes para el paciente.

 

El paciente se entrega al tratamiento con una confianza casi mística. Por su parte, la Comunidad le exige acatar las medidas y el encuadre terapéutico sin objeciones, el paciente si desea “salvar su vida” debe colocar precisamente esta vida en manos del equipo de profesionales que le atienden. El equipo terapéutico tendrá injerencia hasta en la más ínfima decisión del paciente. Esta situación de “entrega total” a la Comunidad Terapéutica coloca al paciente y a la institución en una posición extremadamente delicada.

 

Una vez establecida la díada: Ayudador-Ayudado entre la Comunidad y el paciente, ésta puede sucumbir ante la seducción del poder. El paciente está allí, en nuestras manos, la comunidad puede entonces pervertir la norma en beneficio del poder, y utilizar dicha norma, junto con la consabida formula del criterio terapéutico, para inculcar en el paciente los valores, las ideologías y las cosmovisiones compartidas por sus profesionales. Para evitar esto, la Comunidad debe ejercer sobre sí misma el ejercicio de autoanálisis que exige del paciente, debe monitorear las formas de influir sobre su vida y juzgar, hasta qué punto esa influencia es acorde a los objetivos del tratamiento y las expectativas de ayuda del paciente. Debemos entonces, tal y como lo plantea Juan Carlos Mansilla:

 

...tener una actitud sumamente respetuosa por la elección ética última que hagan los residentes (pacientes) de nuestras comunidades y programas, entendiendo que hay muchas maneras de asumir los Valores de la Vida más allá de cómo los asumamos nosotros, y de que para no ser drogadicto, el tener nuestras normas de vida, costumbres y creencias no es el único camino...[7]     

 

Al paciente le tienen sin cuidado las riñas infantiles entre una y otra tendencia psicoterapéutica, no le importa si hay quienes creen que en la comunidad es mejor el tratamiento grupal o el individual, sólo quiere que le ayuden y le dejen vivir su vida como mejor le parezca. En cierto sentido, el paciente tiene razón, él es un enfermo y desea tratamiento, si es grupal o individual no le importa. La insistencia de algunos ortodoxos en este sentido, no responde más que a su intolerancia, a su apelación a dogmas y no al beneficio real del paciente.

 

Se me objetará de nuevo, que el paciente puede simplemente abandonar la comunidad y el equipo no impedirá su salida, que la “forma-prisión” no se aplica en esta situación. De nuevo se olvida, que la mayor parte de las veces nos autoconsolamos apelando a la patología del paciente, a su falta de compromiso o su poca conciencia de enfermedad, pero muy pocas veces nos preguntamos si fuimos nosotros los que hicimos un uso abusivo de nuestras atribuciones profesionales o si fuimos negligentes en su tratamiento. Todavía menos, aplicamos correctivos a estilos simplemente despóticos de hacer psicoterapia, como intromisiones innecesarias en la intimidad del paciente o revelaciones públicas de la vida del paciente disfrazada de la malfamada confrontación.

 

III

 

Todo sistema normativo, para ser efectivo y no pervertir su uso al servicio del poder, debe responder claramente a las tres exigencias siguientes: Al principio de Beneficencia, al principio de Justicia y principalmente, al principio de Autodeterminación[8]. No importa si las normas dentro de la comunidad terapéutica son muchas o pocas, escritas u orales, lo importante es que procuren el menor daño posible a los que se rigen por ellas, que se apliquen por igual a todos y que se respete el derecho fundamental que tiene el paciente a determinarse por una norma moral que él mismo asume como tal, sin coacción o manipulación por parte del psicoterapeuta. Habrá que recordar una vez más y sin temor a sonar tediosos que: El paciente tiene derecho a que no se le explote, engañe y manipule por medio de la información o el poder o la sugestión (...) tiene derecho a una experiencia terapéutica que tenga un límite determinado y a ha no ser tratado sin necesidad o por tiempo indefinido...[9]                                              

Bibliografía

1.      Foucault, M. (2002) Vigilar y Castigar: El nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI.

2.      Franco-Tarragó, O. (1996) Ética para Psicólogos. Bilbao: Desclé de Brouwer.

3.      Guggenbhül-Craig, A. (1992) Poder y Destructividad en Psicoterapia. Caracas: Monte Ávila.

4.      Kolakowski, L. (1993) Tratado sobre la Mortalidad de la Razón. Caracas: Monte Ávila.

5.      Kutschera, F. (1989) Fundamentos de Ética. Madrid. Cátedra.

6.      López, R. (1994) La Rehabilitación del Adicto. Buenos Aires: Nueva Visión

7.      Mansilla, J. (1999) El problema de los valores y la ética en la rehabilitación de adictos. Simposio Latinoamericano de Comunidades Terapéuticas. Chile-1999.

8.      Pineda, S. (S/f) Abordaje Terapéutico del Dependiente a Drogas.  

9.      Sánchez Vázquez, A. (1999) Ética. Barcelona: Crítica.


 


[1] Kolakowski, L. (1993) Tratado sobre la Mortalidad de la Razón. Caracas: Monte Ávila. Cap. 5.

[2] Sánchez Vázquez, A. (1999) Ética. Barcelona: Crítica. Cap. 1.

[3] López, R. (1994) La Rehabilitación del Adicto. Buenos Aires: Nueva Visión. P. 31.

[4] Pineda, S. (S/f) Abordaje Terapéutico del Dependiente a Drogas.  

[5] Guggenbhül-Craig, A. (1992) Poder y Destructividad en Psicoterapia. Caracas: Monte Ávila. Capítulos del X al XV.

[6] Foucault, M. (2002) Vigilar y Castigar: El nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI. Pp. 210 y 216.

[7] Mansilla, J. (1999) El problema de los valores y la ética en la rehabilitación de adictos. Simposio Latinoamericano de Comunidades Terapéuticas. Chile-1999. p.4.  

[8] Kutschera, F. (1989) Fundamentos de Ética. Madrid. Cátedra.

[9] Franco-Tarragó, O. (1996) Ética para Psicólogos. Bilbao: Desclé de Brouwer. p. 301.