Psicología y Postmodernidad[1]

(Texto leído el 12 de marzo de 1998 en el Auditórium de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV en el marco del ciclo de conferencias: Psicología y Posmodernidad)

Tomás Palacios Martínez

Profesor de Teoría Social en la Escuela de Psicología de la UCV 

 

Las reflexiones que pretendo compartir con Uds., quienes amablemente suponen que voy a decir algo que puede interesarles, están centradas alrededor de dos significantes: “psicología” y “postmodernidad” cuyas definiciones, no por casualidad, son bastante difíciles. Por eso van a ser más bien referencias, alusiones y no puntos a considerar con detalle pues lo que me propongo es aproximarme en voz alta a las nociones de “cuestionamiento de la Ciencia” y “crisis de la Razón” para mostrar que en uno y otro caso ha sido puesto en duda el lugar privilegiado y principalísimo que desde el siglo XVII -en Europa particularmente- la Razón y a la Ciencia habían ocupado dentro del conjunto de las producciones humanas. Una vez trazado este cuadro, me referiré brevemente a las implicaciones que ello tiene respecto a nuestra disciplina.

 

I.- El cuestionamiento de la Ciencia y la crisis de la Razón. Condiciones que las enmarcan.

 

El siglo XIX, en el que mayoritariamente suele situarse el origen de la crisis de la Razón y de la Ciencia ofrece una trayectoria histórica plena de grandes conquistas y profundas contradicciones. La cultura occidental se puede vanagloriar, en efecto, con el hecho inocultable de los enormes triunfos que fue acumulando en su combate contra la naturaleza; en su esfuerzo por mejorar progresivamente las condiciones de vida, por ampliar y profundizar los conocimientos. Pero, a la vez, ha visto en el mismo periodo de tiempo como las miserias ligadas a la economía capitalista,  a la masificación de las ciudades y a la explotación de vastos contingentes humanos también se extendían y profundizaban. Ha sido testigo de una aceleración tan vertiginosa de los cambios sociales que se ha alterado la noción de tiempo histórico, minado las tradiciones y producido el vértigo del sinsentido. Es posible afirmar que, en particular hacia finales del siglo pasado, la felicidad prometida por la Ilustración y por las revoluciones que en ella se inspiraron no aparecía por ninguna parte; la libertad, la emancipación, la igualdad y la fraternidad lucían entonces como voces huecas para la mayoría de los ciudadanos y para no pocos grupos de la élite social. El liberalismo, tanto en su versión política como en su versión filosófica parecían estar en franco retroceso y las ideas vinculadas a él llegaban a provocar desconfianza y escepticismo.

 

Una descripción como la anterior coloca la crisis de la razón y de la ciencia en relación directa a una cierta decepción que se habría producido en el espíritu del hombre occidental ante la no realización de lo que desde aquellas, podría haberse esperado, de lo que en su nombre había sido prometido. Esta afirmación describe una situación social, un  “estado de ánimo” extendido y generalizado en la sociedad occidental que se manifiesta de modo muy claro a partir de la Primera Guerra Mundial pero con mucha más crudeza durante y después de la Segunda y que como todo fenómeno de este orden, había venido siendo reconocido agudamente por las élites sociales desde mediados del siglo XIX, lo cual aparece evidenciado en diversos campos y de distintos modos especialmente como un combate entre lo que es considerado racional de acuerdo a los criterios del “paradigma cartesiano” y lo que, según esos mismos criterios, no lo es. Los rasgos distintivos de este paradigma son, sin ninguna pretensión de exhaustividad, los siguientes:

 

1.    La fundamentación del saber válido, del conocimiento cierto, en un “yo pienso” es decir, en un sujeto pensante que es identificado con  la conciencia.

2.    La distinción radical entre mente y cuerpo, entre materia y espíritu a partir de que ambos corresponden a realidades heterogéneas por lo cual la unidad tradicionalmente atribuida al ser (humano) es convertida en una dualidad irreductible: el ser del pensamiento y  el de las sensaciones, de los sentimiento y emociones aparecen divididos.

3.    La disposición de un método geométrico que pone al alcance del saber “todo lo que el espíritu humano podía hallar” (Descartes: 1980, p.151).

4.    La convicción de que la Razón “está toda entera” en cada hombre, que es naturalmente igual en todos ellos y que es lo único que nos hace hombre, que nos distingue de los animales”(Descartes: 1980, p.136).

5.    La certeza de que la Razón es la única fuente que proporciona evidencia de verdad respecto al conocimiento: ni la imaginación ni los sentidos pueden proporcionar tal evidencia.

6.    La convicción de que por medio de la aplicación de conocimientos y técnicas, el hombre puede llegar efectivamente a convertirse en “como en dueño y poseedor de la naturaleza” (Descartes: 1980, p.184). 

 

Tal cual apunta John Bernal, la separación que hace Descartes entre una parte espiritual y una parte física del universo observable es una consecuencia lógica de la reducción que ya había hecho de la “experiencia sensible primero a la mecánica y después a la geometría” (Bernal: 1976, p. 338). Para él, al igual que para Galileo, extensión y movimiento eran realidades físicas primarias mientras que otros fenómenos y aspectos de la existencia sensible tales como los olores, los sabores, las sensaciones, eran cualidades secundarias. El amor, la fe, las pasiones y la voluntad eran, en consecuencia, inaccesibles para la física, es decir, para La Ciencia, cuyo campo de atención está constituido primordialmente por las cualidades primarias. Al igual que varios de los rasgos distintivos del paradigma cartesiano que ya fueron mencionados, esta separación tiene repecusiones de mucha trascendencia, por ejemplo y para sólo indicar una en el plano epistemológico: ¿es posible constituir una ciencia cuyo objeto sean fenómenos como aquellos de los que se ocupa la psicología, que corresponderían a las denominadas cualidades secundarias ?

 

En un ensayo que titula “El pensamiento vivo de Descartes”, el poeta francés Paul Valery afirma que este filósofo “es ciertamente uno de los hombres más responsables de la andadura y de la fisonomía de la era moderna, que puede encontrarse particularmente caracterizada por lo que llamaré la ‘cuantificación de la vida’. La sustitución del número por la figura, el hecho de someter todo conocimiento a una comparación de magnitudes y la depreciación consiguiente de todas las que no pueden traducirse en relaciones aritméticas ha tenido la mayor consecuencia en todos los dominios”(Valery: 1966, p. 26,27). Tal inclinación por cuantificarlo todo a la que alude el poeta francés, antes de que Descartes la convirtiera en pieza clave de su método, ya se había expresado en el campo de la física, específicamente en la obra de Galileo Galilei; como anota al respecto Alexandre Koyré: (a éste) “lo que lo anima es la gran idea -arquimediana- de la física matemática, de la reducción de lo real a lo geométrico...Haciendo así de la matemática el fondo de la realidad física, Galileo es llevado necesariamente a abandonar el mundo cualitativo  y a relegar a una esfera subjetiva, o relativa al ser vivo, todas las cualidades sensibles de las que está hecho el mundo aristotélico...Con Galileo y después de Galileo tenemos una ruptura entre el mundo que se ofrece a los sentidos y el mundo real, el de la ciencia” (Koyré:1978, pp. 49 y 50).

 

Está suficientemente reconocido el lugar que ocupa Galileo en la historia de la ciencia, debido a que con su obra fundó la física moderna; sin embargo, quien aparece como la máxima figura donde se encarna el triunfo simultáneo de la Ciencia y de la Razón es Sir Isaac Newton. Su formulación de la Ley de Gravitación o de la atracción universal de los cuerpos produjo toda una revolución en la física y efectos no menos trascendentes en el pensamiento filosófico en general; en el texto ya citado, John Bernal señala que el libro de Newton ‘Principios Matemáticos de la Filosofía Natural’, “se convirtió inmediatamente en la Biblia de nueva ciencia, no tanto en calidad de autoridad ...como por las ulteriores aplicaciones de los métodos allí ejemplificados” (Bernal: 1976, p. 369). La explicación que Newton elaboró acerca de los movimientos de los cuerpos celestes postulaba la existencia de una ley natural que no exigía para su operación la aplicación contínua de fuerza ni necesitaba la intervención de Dios en forma permanente; en efecto, la física newtoniana hacía posible explicar los movimientos de los cuerpos físicos -y predecirlos también- sin que fuese necesario apelar a la presencia divina y de esa manera rompía definitivamente con toda la antigua tradición aristotélica que exigía una causa para todo movimiento, que afirmaba la circularidad de las órbitas planetarias, que atribuía la caída de los cuerpos a su presunta naturaleza. La influencia de la obra de Newton fue tan extensa que se llegó a constituir en el sistema explicativo por excelencia tanto para la física como para la filosofía, y si bien tuvo efectos positivos también los tuvo negativos.

 

En Francia, los filósofos que conformaron el movimiento llamado la Ilustración (también conocido como Iluminismo) tomaron a Newton y a los principios por él desarrollados como una demostración irrebatible de la superioridad de la Razón y del  triunfo definitivo de la observación y del análisis, es decir, como la evidencia más firme de la existencia de un método que partía del estudio atento de los fenómenos para  ofrecer explicaciones y que permitía orientar fructíferamente nuevas investigaciones. En manos de esos filósofos, la versión newtoniana del método científico se convirtió en un formidable instrumento de pensamiento y por ende, de crítica social, de combate político pues por su intermedio era factible despojar a la Razón del carácter que había tenido en la filosofía tradicional, es decir,  la de ser una especie de receptáculo donde se hallaba natural e innatamente depositada la verdad. Los Iluministas, al contrario, la consideraron una “fuerza intelectual original que guía el descubrimiento y la determinación de la verdad “ (Ernst Cassirer, citado en Zeitlin: 1982, p. 17). La razón, entonces, es convertida en un medio que no está supeditado a los meros datos proporcionados por la observación ni a la evidencia de una verdad revelada; desde el siglo XVIII, y por obra de la Ilustración  la verdad dejó de residir en la autoridad y en la fe religiosa y pasó a estar, si se permite la expresión, ‘en el mundo’ y por ello era pasible de ser capturada a través del método científico.

 

Con sus escritos críticos y propagandísticos, los filósofos iluministas contribuyeron a producir -entre otros- dos efectos de la mayor significación: primero, le otorgaron a la Ciencia y a la Razón una dignidad intelectual y una importancia sociopolítica que hasta entonces no había conocido y que conserva hasta ahora, aunque no de manera intacta; segundo, minaron de modo decisivo la autoridad que tenían las explicaciones religiosas en cuanto proveedoras de sentido para las acciones que realizaban los seres humanos. A partir de la Ilustración, la imagen de la “Diosa Razón” se popularizó de modo sostenido y creciente, a lo cual contribuyó decisivamente el impacto ecuménico de la Revolución Francesa; de ese esa manera, la gran revolución científica que se había iniciado ya en el siglo XVII fue labrando una imagen racionalista y cientificista del mundo, intervencionista sobre lo real, además de laica. Así quedó trazada la línea divisoria entre lo que correspondía al campo de lo racional y lo que no tenía cabida en él, línea que no era sino la prolongación de la que en su momento ya había dibujado Descartes al producir su celebérrima fórmula: “Pienso, luego existo”.

 

A nuestro modo de ver, las raíces de crisis de la Razón están estrechamente vinculadas con la estructura misma del discurso de la ciencia que acabamos de señalar, con su lógica interna, con las condiciones mismas de su existencia porque la posición científica -cartesiana- requiere, para producir un saber universalizable y objetivable, que sea excluido todo lo que corresponde a lo subjetivo (las llamadas cualidades secundarias) es decir, a la dimensión del sujeto; sólo por medio de tal exclusión es posible elaborar un conocimiento no contaminado por las particularidades subjetivas de quien lo formula. “El punto de partida de Descartes en sus seis meditaciones está en el problema de decidir si existe o no una posibilidad de elaborar un saber que no vea afectado por una duda -un saber de certeza, entonces. Por fin llega a definir un punto virtual del entendimiento humano que sería ‘una cosa pensante’, animada de una pura razón; ésta permite ‘una inspección de la mente de toda sustancia’ una ‘inspección que escapa a la duda y desemboca en resultado connotados de certidumbre. Esta ‘cosa pensante’, este sujeto del cógito, tal es el sujeto de la ciencia...es un punto mental que resiste a la corrupción de ese otro sujeto que enlaza al cuerpo: se trata de un sujeto no dividido, no divisible” (Trobas: 1992, p.127). Las consecuencias de esta erradicación de lo subjetivo de la comarca de la ciencia, es decir, del conflicto racionalidad vs. subjetividad,  aparecen en la cultura y en la sociedad occidental a lo largo de todo el siglo pasado y más específicamente en su segunda mitad,  justamente como efectos que estremecen la hegemonía de la propia ciencia y dejan sus signos en la política y en el arte. Sociológicamente, una de las formas de expresión de dicho conflicto asumió la forma de una tensión entre la corriente cultural francesa y la alemana; simplificando tal vez en exceso, podemos decir que la primera representó la postura cientificista y cartesiana mientras que la segunda vio florecer -junto con un racionalismo no menos militante que en Francia- esa otra dimensión de la experiencia humana que el discurso de la ciencia necesita ahogar en nombre de la Razón. En el marco de la cultura alemana tomaron cuerpo algunos de los más fuertes cuestionamientos a la hegemonía de la Ciencia y de la Razón, los cuales se constituyen con plenitud ya en las primeras décadas de este siglo XX por lo cual se puede afirmar que se trataba de un proceso que venía madurando por lo menos, desde el siglo anterior.

 

II. Manifestaciones del cuestionamiento de la Razón y de la Ciencia.

 

En un interesante libro que lleva por título “La Viena de Wittgenstein”, Allan Janik y Stephen Toulmin (1974) se interrogan a propósito de las razones que condujeron a que “métodos artísticos e intelectuales que hasta fines del ochocientos conservaron su lugar en tantos campos casi sin que se les infligiese recusación alguna, sufren el ataque de la crítica y se encuentran desplazados por el modernismo...”(Janik y Toulmin: 1974, p.20). Ellos ponen énfasis en que “...en la arquitectura y el arte, el periodismo y la jurisprudencia, la filosofía y la poesía, en la música, en el teatro y la escultura vienesa del siglo XIX [se produjeron cambios, modificaciones críticas e innovaciones cuyo rasgo principal es que] estaban ocurriendo en un mismo lugar y en un mismo tiempo” (Janik y Toulmin: 1974, p.15). Evidentemente, este hecho no puede ser interpretado como una coincidencia casual y la tesis de los autores afirma que la mayoría de las innovaciones que tuvieron lugar entre 1880 y 1919 en la capital del Imperio Austrohúngaro se hallan conectadas al hecho de que “para ser un artista o un intelectual de la Viena finisecular...se había de encarar el problema de la naturaleza y los límites del lenguaje, la expresión y la comunicación“ (Janik y Toulmin: 1974, p.147); además, el contexto del Imperio era particularmente propicio para ello, en tanto se trataba de una sociedad profundamente dividida, escindida y contradictoria cuyos valores más fomentados “eran la razón, el orden y el progreso, perseverancia, confianza en uno mismo y disciplinada conformidad con las pautas del buen gusto y la buena conducta. Había que evitar a toda costa lo irracional, lo caótico, lo apasionado“ (Janik y Toulmin: 1974 p.51) lo que por lo demás siempre encontraba el modo de aparecer, de hacerse presente y por ello la “artificiosidad y la hipocresía eran...la regla más bien que la excepción”, según lo deja claramente expresado Stephan Zweig en su libro “La Viena de Ayer”.

 

Todas estas citas nos muestran entonces, una sociedad dentro de una cultura -la de habla alemana- que durante siglos había hecho de la disciplina, del rigor y de la obediencia a la autoridad verdaderos ideales colectivos; que llegó a construir una maquinaria estatal civil y militar objeto de admiración y temor por parte de aliados y enemigos; que durante las últimas décadas del siglo XIX fue considerada el centro de la medicina mundial, de las artes y de las ciencias logros todos sustentados por la  aplicación intensa y extensa de la racionalidad instrumental propia de la ciencia. Pero era también una sociedad en la que siempre habían estado presentes como factores culturales específicos, importantes y nunca marginales aquellos que se refieren a la espiritualidad, al idealismo, a la subjetividad, en una palabra, al romanticismo. Sólo si se tiene en cuenta esta doble presencia, origen de una tensión irreductible entre racionalidades opuestas, puede ser entendida esa rebelión contra la hegemonía de la razón que testimonian tantas producciones artísticas, literarias, científicas y filosóficas que surgen del seno de sociedad cuyo eje es la lengua y la influencia cultural alemana.

 

Hemos afirmado antes que el cartesianismo siempre tuvo la pretensión de ser un método universal de pensamiento y conocimiento, ante el cual aquello que no fuese concebido de acuerdo con sus parámetros era considerado irracional. El cartesianismo, junto con la física newtoniana- constituyó una verdadera ontología, un orden conceptual que fue considerado El Orden por antonomasia, como durante siglos llegó a serlo el aristotélico; fue la exploración de los límites e insuficiencias de tal orden lo que no sólo hizo posible avances significativos en el propio campo científico sino, simultáneamente contribuyó a debilitar la hegemonía de la Ciencia y de la Razón. Tomemos, por ejemplo, el caso de la física.

 

De acuerdo con el sistema newtoniano, la ley de la gravedad permite sostener que todos los cuerpos físicos del universo se atraen entre sí con una fuerza o intensidad que dependen tanto de la masa como de la distancia que hay entre dichos cuerpos; por ello, era posible afirmar que el universo permanecía en un estado constante de aceleración o de desaceleración, de cambio contínuo. Si esto era cierto, la única posibilidad racional de medir la distancia entre dos cuerpos -o de establecer el tiempo preciso entre dos acontecimientos- dependía de que se contara con una referencia invarible: es la noción de “tiempo y espacio absolutos de Newton” que permitía postular que el lugar donde se colocase el observador no tenía importancia a efectos de la observación física, es decir, de las mediciones (Macdonald: 1993, p.25) De este modo, para hacer efectiva la posibilidad de llevar a cabo observaciones objetivas, no contaminadas por el sujeto observador sólo era necesario identificar un punto absoluto de referencia, universalizable y disponer de instrumentos suficientemente precisos; pero la Teoría de la Relatividad Especial que Albert Einstein da a conocer en el primer lustro de este siglo iba justamente en contra de estas afirmaciones, es decir, postulaba que cualquier teoría que pretendiera describir donde suceden las cosas del universo físico debe incluir necesariamente al observador: el espacio absoluto no existe porque tiempo, espacio y velocidad son dimensiones físicas relativas entre sí. La veracidad de esta teoría representó un triunfo de la ciencia y de la razón únicamente comparable al que en su momento correspondió a la propia teoría de Newton; la figura del científico Einstein alcanzó cotas de popularidad como nunca antes fueron conocidas en la historia pero, paradójicamente, ese triunfo contribuyó -casi en la misma medida- a minar la confianza en la propia ciencia puesto que si el sistema de Newton podía ser rebatido y superado, la Ciencia no era infalible, la Razón no era absoluta, una y otra podían -finalmente- no ser el summun de la experiencia humana. El propio Albert Einstein dejó ver con claridad su posición mediante afirmaciones tales como: “Moraleja: si no se peca contra la razón no se entiende nada” (Gargani: 1983, p. 29) o su tantas veces citada “Dios no juega a los dados con el universo”. La física relativista, al estremecer los supuestos de la tradición clásica empezó a ser vista como una estructura en la cual el procedimiento lógico y racional dejaba de ocupar el lugar privilegiado que hasta entonces tenía y factores de naturaleza intuitiva y pragmática comenzaron a ser tomados en consideración con mayor frecuencia. En 1926, algunos años después de la publicación de la teoría de la relatividad, otro científico alemán -Werner Heisenberg- formuló el célebre principio de la incertidumbre de acuerdo con el cual, en el plano subatómico “nunca se puede estar completamente seguro respecto de la posición y de la velocidad de una partícula; cuanto más exactamente se conoce una de estas variables, con menor precisión se conoce la otra.” (Hawking: 1993, p. 236). De acuerdo con este autor, el “principio de incertidumbre” tiene profundas implicaciones en nuestro modo de ver el mundo pues socava uno de los supuestos fundamentales de la ciencia y la razón modernas y cuestiona el sueño cintificista de un universo determinístico ((Hawking: 1993 p.83).

 

Saliendo de la física, dos de los más nítidos ejemplos de cómo se llegó a sobrepasar los rígidos límites de una racionalidad estrecha y excluyente, sin caer en el exceso de negar ni a la Ciencia ni a la Razón corresponden al campo de nuestro interés; están representados tanto por la obra de Sigmund Freud como por la de Jean Piaget. El psicoanálisis, el trabajo vital de Freud, surgió precisamente cuando éste se dispuso a tomar en serio lo que la racionalidad científica desechaba por ser absurdo y carecer de sentido en el campo de la medicina. Recuérdese como Freud comenzó por prestar atención a lo que sus pacientes mujeres decían, a escuchar sus quejas; no se trataba, empero, de la cortés atención del caballero que era Sigmund Freud sino de la del científico que se éste se empeñaba en ser. Luego siguió con el asunto de los sueños, para descifrarlos, para dilucidar el enigma que desde siempre intrigó a los hombres y de allí siguió ocupándose de otras producciones aparentemente irracionales: los olvidos, las equivocaciones, los chistes y las agudezas del lenguaje. Con estos materiales Freud abrió un campo que no es de una ciencia pero que está definido en relación a la ciencia y con ello suscitó un gran escándalo epistemológico: demostró la existencia de un saber que no por ser inconciente carece de racionalidad; un saber que hace lugar a lo subjetivo sin ser azaroso o caprichoso porque cuando Freud escucha a sus pacientes su formación científica le ofrece una guía: la sospecha de que detrás de eso, en eso, existe un orden, hay algún sentido. Como lo señala Guy Trobas en el texto antes citado, con la manera que asume para trabajar el síntoma que le presentan sus pacientes “...Freud mejora el estatuto científico de dicho síntoma al reintegrar en él lo que estaba excluido ...y que hasta entonces se concebía como un parásito de la observación objetiva (Trobas: 1992, p.120). Trobas también apunta una consecuencia epistemológica de la mayor importancia que se deriva de la posición freudiana y que tal vez represente su mayor capacidad de escandalizar al campo de la ciencia: el psicoanálisis, que rescata los efectos de sentido -es decir, subjetivos- y en el que la figura del psicoanalista está implicada en la producción del “objeto” sobre el cual trabaja (el inconciente), se postula, sin embargo, como un saber racional. Este saber que opera en lo real y que dentro de ciertos límites puede modificarlo -tal cual la ciencia- controvierte entonces la noción tradicional de objetividad científica, la cual está asentada sobre la premisa de que el sujeto observador no debe involucrarse en el objeto observado ya que, como lo real no miente ni engaña, es posible construir un sentido universalizable que es propiamente la objetividad. Con su obra, entonces, Freud elabora un saber que no es ciencia pero que no la descalifica y con ello abre una nueva posibilidad al sujeto humano para manejarse con su subjetividad sin caer necesariamente en la trampa que representa elegir entre la Razón y la sinrazón.

 

Al otro autor que hemos mencionado, Jean Piaget, se le atribuye la consolidación de la psicología científica. En efecto, este investigador comenzó su destacada labor en esta disciplina cuando hacia los años cercanos a 1920, trabaja con Theodore Simon -autor, junto con Alfred Binet, del famoso test de inteligencia. La tarea de Piaget consistía en estandarizar algunas pruebas de razonamiento clasificando las respuestas según fuesen “correctas o incorrectas”; pero casi de inmediato, en esta aburrida tarea, pasa a interesarse por las razones de las respuestas incorrectas, es decir, de los fracasos lo que lo lleva a apartarse de las normas de las pruebas -equivalentes en psicología a ciertas condiciones de experimentación-  y comienza entonces un fecundo diálogo clínico con los sujetos -niños, en este caso, mujeres en el de Freud- para tratar de descubrir por qué se producían las respuestas “ëquivocadas”, los fracasos en los tests. El resultado es bastante conocido: lo que a simple vista aparecía como “errores” en las respuestas era, en verdad, parte de un complejo proceso de operaciones intelectuales que llevan a cabo los niños y que es diferente al de los adultos. Lo absurdo, lo equivocado desde la perspectiva adulta y que había sido previamente desincorporado de toda consideración racional fue reincorporado por Piaget dentro de la nueva teorización científica que comienza a construir. En esta ocasión,  nuevamente un pensador colocado en la frontera entre lo racional y lo irracional, llega a desbordar los límites epistemológicos de la ciencia de su tiempo pero de cara a la ciencia y reivindicando la razón.

 

En la obra y en la biografía del psicólogo suizo es posible apreciar como su esfuerzo estuvo orientado a proporcionar bases firmes a la psicología, en tanto ciencia. Se puede estar en desacuerdo respecto a los resultados de ese y de otros esfuerzos similares, sin embargo, lo que no parece posible es desconocer que si uno de los rasgos definitorios de la postmodernidad -época en la que al parecer ya estamos inmersos- es la incredulidad y la desconfianza respecto a la Ciencia y a la Razón, esta misma premisa nos obliga a reexaminar, no a repudiar, el estatuto científico de la psicología, posición esta que parece estar de moda entre muchos autores y psicólogos contemporáneos; en otras palabras, la llamada postmodernidad puede ser leída como una renovada oportunidad para retomar el debate nunca acabado, nunca infructuoso respecto a si la psicología es o no una ciencia.

 

Sería conveniente recordar durante la reconsideración de este asunto que históricamente la psicología es algo así como la hija bastarda de la ciencia y que tal condición ha llevado a sus cultores a tratar de hacer méritos para el reconocimiento científico mediante la justificación de la utilidad de la disciplina y del saber psicológico que ella produce. Por este camino, la psicología mientras más se cerca se ha colocado de la técnica más se ha alejado de la ciencia. Curiosamente, en los tiempos que corren -mejor dicho, que navegan- el malestar en la cultura, es decir, la dificultad del vínculo social, pareciera ser causado por los excesos de la “intelectualización del mundo“, debido a la división que produce en el sujeto humano la ciencia y su exigencia de racionalidad. De aquí que se piense que reivindicar lo subjetivo es reivindicar lo irracional y por este motivo en la dimensión de lo psicológico resulta colocada, fantasmáticamente, la clave de la humana felicidad, la incógnita de la realización plena del hombre. De esta premisa se pasa con enorme facilidad a pensar que la solución al malestar cultural consiste justamente en reclamar lo que el sujeto tiene de irracional como un modo de encontrar una supuesta plenitud humana y en consecuencia, se considera que la psicología será más “humana” mientras mayor espacio le conceda a esa otra dimensión tan negada por la ciencia. Parece menester preguntarse si la postmodernidad no está mostrando precisamente lo contrario: que no es aspirando a la plenitud como el humano puede soportar la vida sino renunciando a esa aspiración, afrontándose a su condición de sujeto dividido irremediablemente, de sujeto en pérdida. Si la respuesta a tanto malestar individual y colectivo pasa por esta renuncia, el reto para quienes nos ocupamos de la psicología no es otro que contribuir a conformar una (¿ciencia, disciplina?) que epistemológica y éticamente esté a la altura de los  tiempos.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS:

 

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  7. Janik, Allan y Toulmin, Stephen (1974). La Viena de Wittgenstein. Taurus, Madrid

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  9. Macdonald, Fiona (1993). Albert Einstein. Ed. Cinco. Bogotá

  10. Strozzi, Susana (1996). Psicoanálisis y conocimiento científico-social. Cuadernos INESCO, 1, 24-35

  11. Trobas, Guy (1992). Ciencia y psicoanálisis de Freud a Lacan. Analítica, 13, 119-130

  12. Valery, Paul (1966). El pensamiento vivo de Descartes. Losada. Buenos Aires

  13. Viano, Carlo Augusto (1983). La razón, la abundancia y la creencia, En: Crisis de la razón (A. Gargani, Eds.). pp. 271-326. Siglo XXI, México.

  14. Zeitlin, Irving (1982). Ideología y teoría sociológica. Amorrortu. Buenos Aires.

  15. Zweig, Stephan (1951). La Viena de ayer. Espasa-Calpe. Buenos Aires.


 


[1] El texto que sigue contiene algunas leves modificaciones respecto al que fue leído por el autor durante las Jornadas “Psicología y Postmodernidad”  en marzo de 1998 pero, en lo esencial, se mantiene inalterado.