Cuerpo y Lenguaje                                                                                                                              Una Mirada Hermenéutico Fenomenológica

(Primera parte del Trabajo Especial de Grado presentado ante la Universidad Central de Venezuela para optar al título Licenciado en Psicología en octubre de 2000)

Por:

Gustavo Gisbert

Doctorando de en Psicología Social y de la Salud - Universidad Autónoma de Barcelona

 

“El movimiento de la comprensión va constantemente del todo a la parte y de ésta al todo.

La tarea es ampliar la unidad del sentido comprendido” (Gadamer, 1991, p.361)

 

El problema de desarrollar el estudio de algo tan cargado de sentidos, valores, ideologías y creencias como lo es el cuerpo, es quizás la misma dificultad de la hermenéutica en ciencias sociales: la cuestión del eterno retorno, el mito del círculo urobórico, pues plantea la necesidad de entender al cuerpo desde sí mismo, si bien para discernir qué es cuerpo debe uno distanciarse del propio cuerpo, lo cuál puede llevar otra vez a alejarlo, y nuevamente así se buscará encontrarlo.

 

Nos recorre la sensación de poder comprenderlo, puesto que nos es familiar, lo percibimos, parece algo evidente. Sin embargo, a la vez, no existe algo tan misterioso para el ser, tan “inaprehensible”. Todas las sociedades han manifestado respuestas ante este misterio primario en el que el hombre “se arraiga”; así, hay sociedades que no establecen distinciones entre hombre y cuerpo –como sí lo hace nuestra tradición dualista occidental-. No es pues, el cuerpo, algo irrefutable: si bien la concepción que se admite con mayor frecuencia en las sociedades occidentales encuentra su sustento en el saber de la biología y la medicina, en la “formulación anatomofisiológica” (Laín, 1989), las variaciones y diferencias culturales -sincrónicas y diacrónicas- nos permiten decir que la comprensión del cuerpo se mueve, cambia en las diversas construcciones sociales y culturales, no es algo ya dado e inmodificable (Le Breton, 1990).

 

Lo que se busca decir con esto no es reducir la condición corporal a una determinación social, sino asumir diferencias en sus sentidos, comprender que somos eternos principiantes en su conocimiento. Necesitamos tomar distancia para reconocerlo, identificarlo, describirlo; pero mientras más nos alejamos deja de ser nuestro, comienza a ser cosa extraña. Y mientras más nos acercamos, se hace más complicado diferenciarlo, se confunde en su acción, en el propio ser.

 

Pero ¿Qué es el cuerpo? O mejor aún ¿Será susceptible de una definición determinada?. Ciertamente, si lo que decimos sobre el cuerpo puede “no ser” el cuerpo, o más claramente, si el cuerpo resulta “indefinible”, entonces parecemos involucrados en un aprieto. Sin embargo, esta indefinibilidad no impide preguntarnos por él, buscar sus sentidos. Más bien, por el mismo carácter “indefinible” es que probablemente atrae la atención el interrogarse por sus sentidos. Quizás sea más fácil comprender al cuerpo desde la condición que plantea Heidegger con respecto al “ser ahí”, ya que tiene la peculiaridad de que <<es abierto a él mismo>> (Heidegger, 1982). Lo que indica que nos movemos ya en cierta comprensión del cuerpo.

 

Las anteriores interrogantes, como es de suponer, no son  aleatorias: corresponden a una ´búsqueda´ que iremos descomprimiendo a lo largo del capítulo “Todo preguntar es un buscar (...). Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado (...) lo buscado al preguntar no es algo completamente desconocido” (Heidegger, 1982, p. 14 y 15).

 

Es por ello que en este trabajo se asume una visión bastante peculiar: es una lectura del cuerpo (y del lenguaje) desde una perspectiva donde se conjugan hermenéutica y fenomenología. La fenomenología es una filosofía que rescata una condición apropiada para la aproximación a esta condición “rara” del cuerpo, esta indeterminación:

 

La fenomenología es (...) una filosofía que re-sitúa las esencias dentro de la existencia (...) Todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivido, y si queremos pensar la ciencia, apreciar su sentido y alcance, tendremos, primero, que despertar esta experiencia del mundo. (Merleau-Ponty, 1975, p. 7 y 8).

 

Este es el sentido de “volver a las cosas mismas” que busca la fenomenología: revisar constantemente lo que se dice de las “cosas”, tomar nuestra experiencia cotidiana en la inevitable ligazón con el mundo y revisar conceptos que pueden tomarse por fundamentales, pues para nosotros “La Verdad engaña”. Verdad con arrogantes mayúsculas, pues nada tienen de malo algunas verdades (quizás provisionales). Entonces lo fenomenológico no es una “posición” o una “dirección” pre-establecida; no es tampoco lo que muchos conciben como “fenomenológico” -algo meramente subjetivo-. Es, en todo caso, un determinado modo de permitir ver, sobre la base de un <mostrarse> algo. De hecho, la etimología de fenómeno proviene de “mostrarse”, lo que se muestra, lo que “está” o puede ponerse a la luz, “lo que se muestra en sí mismo” (Heidegger, 1982). Claro que esto suena un tanto vago y ambiguo, pues “fenómeno” puede adquirir el sentido de Apariencia, y como dice la máxima arrastrada por la filosofía occidental (recordemos el mito de la caverna de Platón) y el sentido común “las apariencias” son las que nos engañan (y por ende hay que buscar “lo verdadero” que se esconde tras la apariencia). Sin embargo, trataremos de desembarazarnos de este sentido de apariencia.

 

Lo aparente tiene diversas acepciones, que provienen de distintos significados. Para lo que aquí nos ocupa, tomaremos los dos extremos en los sentidos de esta palabra. En primer término tendríamos “apariencia” en la forma de un anunciarse por medio de algo que se muestra; en este caso el aparecer sólo es posible sobre la base de un mostrarse algo. Apariencia y ser, de esta forma, coinciden. Sin embargo, tenemos otro sentido, que es el de “simple apariencia”: en este caso se asume un significado de que lo que no se hace patente, “nunca” será patente; o lo que es lo mismo, lo aparente es engañoso, una fachada que esconde lo que esencialmente está detrás. Así la (simple) Apariencia es opuesta al (auténtico o verdadero) Ser.

 

Para Arendt la apariencia debería conducirse en el primero de estos sentidos: “ser y apariencia coinciden” (Arendt, 1984, p. 31), y de hecho, para la autora, la falacia metafísica de la filosofía occidental ha consistido en asumir el segundo de estos sentidos -entendiendo por falacia interpretar el sentido según un modelo: el de La Verdad singular y universal-. La argumentación que nos ofrece esta autora radica en el siguiente aspecto: “En este mundo no hay nada ni nadie cuya misma existencia no presuponga un espectador. En otras palabras, nada de lo que es, desde el momento en que posee apariencia, existe en singular.”[1] (Arendt, 1984., p. 31)

 

De lo que se derivan al menos dos supuestos básicos:

 

1)     que el mundo tiene una condición irreversiblemente fenoménica, en la que las “cosas” (personas, objetos, actividades) están en cierto modo <condenadas> a ser vistas, oídas, degustadas, tocadas, olidas, por criaturas sensibles que las perciben, y ante las que aparecen como objetos de percepción; y

2)     que la pluralidad es “la ley de la tierra”, pues cada apariencia, a pesar de su  propia identidad, es percibida por una pluralidad de espectadores. 

 

En el primer supuesto, si el mundo tiene una condición fenoménica, “lo que se muestra” es el ser de los entes, sus sentidos, sus modificaciones, sus derivados. El mostrarse no es un mostrarse cualquiera, lo que quiere decir que no “aparece” ante los ojos bajo el signo de la apariencia en tanto que “simple” apariencia. Sin embargo, ello tampoco quiere decir que podamos tener “acceso” completo al ser de las cosas o las personas, pues “fenomenología del ser ahí es hermenéutica en la significación primaria de la palabra, en la que designa el negocio de la interpretación” (Heidegger, 1982, p. 48)

 

Lo que quiere decir “ser ahí” es la condición existenciaria de lo que somos, o en otros términos, que no tenemos ni podemos tener una visión descorporizada (view from nowhere) lo mismo que no podemos tener una visión desde “el todo” (view from everywhere)[2]. En otras palabras, podríamos decir que “La existencia del hombre es corporal (...) Vivir consiste en comprender de continuo el movimiento del mundo al cuerpo, a través de lo simbólico que éste encarna” (Le Breton, p. 7, 1990).

 

El segundo planteamiento de Arendt nos ofrece otra clave. Si aceptamos el primero literalmente –en el que el mundo es irreversiblemente fenoménico-, nos da la sensación de que las personas viven en mundos diferentes, individuales; mundos prácticamente independientes. Entonces ¿cómo podemos decir que existe una realidad que nos es común? Sólo por el hecho de que cada “aparición” presupone una pluralidad de espectadores, es decir, que “las cosas” también aparecen como tales ante otros -que así las reconocen- independientemente de nuestra percepción individual, sólo por este acuerdo tácito de reconocimiento es que el mundo adquiere el carácter de realidad social.

 

Sin este reconocimiento tácito por parte de los demás, no seríamos ni siquiera capaces de tener fe en la forma en que aparecemos ante nosotros mismos (...) [este es el] <sensus communis>, una especie de sexto sentido que necesito para coordinar los otros cinco y que me garantiza que estoy viendo, tocando, oyendo, oliendo y degustando el mismo objeto. (Arendt, 1984., p. 62 y 67)

 

Este situar la percepción en un mundo común que otros comparten fue ya anunciado por Santo Tomás de Aquino como un sexto sentido, que no podría localizarse en ningún órgano corporal, y que Arendt rescata aludiendo que a pesar de que cada objeto aparece ante cada cual con una perspectiva distinta, <el contexto> en el que lo hace es el mismo para toda la especie (Arendt, 1984), con arreglo a una pluralidad de espectadores, a lo que podría denominarse una especie de “intersubjetividad” del mundo.

 

Ahora bien, el presupuesto de que la forma “externa” (en la forma de “simple” apariencia) sólo sirve para conservar lo esencial, lo “interno” (lo “auténtico”), tiene un supuesto metafísico que probablemente ha alcanzado parte de su fuerza y durabilidad gracias a las tradiciones religiosas. Podríamos entonces considerarlo como algo cuestionable, y en cierto sentido, como una falacia. Sin embargo, la dualidad interno-externo es compleja, y sería no sólo injusto sino bastante ingenuo achacarle sólo al poder de la religión la responsabilidad de su supervivencia.

 

La teoría de los dos mundos [de un cuerpo “externo” y un alma “interna”] se inscribe dentro de las falacias metafísicas, aunque jamás podría haber sobrevivido durante tantos siglos si no guardase cierta correspondencia plausible con algunas experiencias básicas. (Arendt, 1984., p. 35)

 

Dejemos de lado por un momento la discusión sobre si el cuerpo realmente es equiparable a lo “externo” y el alma equivale a algo “interno”, y centrémonos en el siguiente punto: si pensamos que <apareciendo> ante los sentidos de espectadores en un escenario llamado mundo (del cual evidentemente formamos parte constitutiva más que como seres-en-el-mundo, como seres-del-mundo) lo hacemos bajo una superficie “engañosa”, que encubre a un <ser interior> -éste último en la forma de un verdadero ser-, tendremos inevitablemente que reconocer que, por más que “desnudemos” la fachada o disfraz, se descubrirá también otro engaño: no hay nada que aparezca auténticamente. De existir un <<sujeto interior>>, nunca aparecerá ante los sentidos externos o internos (Arendt, 1984) o lo que es lo mismo:

 

La verdad no <<habita>> únicamente al hombre interior [como decía San Agustín]; mejor aún, no hay hombre interior, el hombre está en el mundo, es en el mundo que se conoce. Cuando vuelvo hacia mi a partir del dogmatismo del sentido común o del dogmatismo de la ciencia, lo que encuentro no es un foco de verdad intrínseca, sino un sujeto brindado al mundo. (Merleau-Ponty, 1975, p. 10 y 11)[3].

 

No obstante, también podría decirse que en ese sujeto brindado al mundo existe la experiencia básica de que hay un mundo “interior” y otro mundo “exterior”, los cuales no son equivalentes para él (mas no por ello tendrían que ser mundos desvinculados). Este común convencimiento se ha arraigado firmemente en las tradiciones, bajo la forma de creencias “naturalizadas”. Curiosamente, en ciertas ocasiones, este común convencimiento asume la forma de un Realismo Ingenuo, que consistiría en la convicción de que el mundo es independiente de la mente o la cognición (Varela, Thompson y Rosch, 1997).

 

Se ha asumido que lo mental o lo cognitivo –también el alma o el espíritu- es “interior”, y el mundo es “exterior” e independiente. Pero a esta “sensación” o experiencia de división de la realidad en dos mundos, en la cual hay objetos reales independientes, y sujetos verdaderamente separados de ese mundo de objetos al que le atribuyen significados, podríamos refutar desde la fenomenología lo siguiente: Jamás se da un acto subjetivo sin un objeto (...). Aunque el paisaje soñado sea sólo visible para quien lo sueña, es de hecho el objeto de un sueño”[4] (Husserl, cit. en Arendt, 1984)

 

Y por supuesto a la inversa, y con la misma exactitud: “Todos los objetos indican al menos un sujeto (...). Todo objeto que aparece tiene su(s) sujeto(s)4 (Arendt, 1984, p. 62).

 

Por ello podemos afirmar en una metáfora muy conveniente que <el ojo y lo que contempla componen una unidad>. Es decir, que <ser-en-el-cuerpo> y <ser-en-el-mundo> son, fenomenológicamente, no un complemento, sino un mismo tema; pero es un tema ambiguo en el que puede afirmarse que mi cuerpo no es la mesa, o incluso mi ojo no es mi dedo índice, pero sin las relaciones que habitan entre mesa, ojo, dedo índice, así como las experiencias de tener un cuerpo y un mundo no se plantearía la corporeidad tal como la conocemos.

 

Hay un mundo para todo nacer, y el no nacer no tiene nada de personal, es meramente no haber mundo. Nacer y no hallarlo es imposible; no se ha visto a ningún yo que naciendo se encontrara sin mundo (Fernández, 1973, p. 19).

 

Lo que no nos involucra en un estudio más o menos objetivo o subjetivo, ni “holístico”, pues ni el cuerpo, ni el mundo, ni su unidad, como tales, nunca aparecen del todo, son evasivos, sobre todo en un mundo repleto de cuerpos.

 

1. -  El cuerpo: entre la pertenencia y el extrañamiento

“Para poder ser he de ser otro

salirme de mi buscarme entre los otros

los otros que no son si yo no existo

los otros que me dan plena existencia”

Octavio Paz.

 

Quizás las metáforas de círculo o serpiente que se muerde la cola, no ilustren del todo bien el problema que nos ocupa. Tampoco lo hace la metáfora del péndulo, constante oscilación de un punto a otro. La idea de la comprensión de un cuerpo que nos pertenece y nos es extraño a la vez es compleja; quizás sea en la literatura donde se ilustre un poco mejor. Kafka, en su “Metamorfosis”, ofrece una imagen asombrosa. Es la imagen de un despertar en otro cuerpo –que no es el propio, ni tampoco humano-, e irse dando cuenta poco a poco de ello, reconocer que se habita en él, que es “una cosa” que no nos deja. Un cuerpo que se va convirtiendo en un indescriptible transformar -en el silencio intolerable de la incomprensión de los otros- en un caparazón viviente, un horrible habitante extraño (lo que por cierto atenta contra el ordenamiento de los demás). También Camus en “El extranjero” nos acerca a la sensación del extrañarse desde sí mismo, verse desde los otros, ya no como un “yo”, sino como ajeno a mí.

 

El pertenecer, o sentirse perteneciente en el cuerpo, implica identificarse, tener cierta autorreferencia de la percepción del propio cuerpo, que se traduce en nociones de autoimagen, autoestima, autoconceptos, autorrealización (Munné, 1999), en fin, conciencia de “ser” y de “identidad”, que vienen dados vía la experiencia de un organismo que se mueve en el mundo[5]. Sin embargo, concebir al cuerpo desde la pertenencia es no hacerlo desde el lado del mundo, o desde la perspectiva del universo, sino desde el lado de mí.

 

Decir que siempre está cerca de mí, siempre está ahí para mí, equivale a decir que nunca está verdaderamente delante de mí, que no puedo desplegarlo bajo mi mirada, que se queda al margen de todas mis percepciones, que está conmigo (...) En otros términos, yo observo los objetos exteriores con mi cuerpo, los manipulo, los examino, doy vuelta a su alrededor; pero, a mi cuerpo, no lo observo: para hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo, a su vez tampoco observable (Merleau-Ponty, 1975).

 

Entonces para conocer el propio cuerpo se habita en una especie de permanente indeterminación, a la que en el campo científico se le ha denominado conocimiento “subjetivo”, en el cual no sería posible establecer conexiones “verdaderas”, pues la subjetividad se ha concebido como individual, interna: algo de lo cual no puede darse cuenta pues no se muestra “ante los ojos” como algo común. Sin embargo, como ya vimos, este sentido “interior” no es posible en ningún caso, y el carácter de “realidad” atribuido a lo <objetivo> se ha dado por una aproximación epistemológica en la ciencia y la filosofía que parte desde la división ontológica interior-exterior.

 

Aunque no renegamos aquí en sentido estricto de todo lo que ha sido tomado como “objetivo”. De hecho, el conocimiento asume formas muy interesantes, siendo bastante ingenuo considerarlo simplemente desde el lado de mí. Existe otra experiencia básica acerca del cuerpo que nos puede ofrece una mejor comprensión. Cuando todo nos sale bien, cuando nos movemos sin inconvenientes entre relaciones habituales o familiares, olvidamos que tenemos un cuerpo, pues prácticamente no lo sentimos (Gadamer, 1996). Sin embargo,

 

Cuando sobrevienen los dolores, las enfermedades y el fracaso nos sentimos divididos, desgarrados frente a una masa pesada que nos ofrece resistencia, que nos parece extraña a nosotros (...) a la cual llamamos nuestro cuerpo. (Bernard, 1985, p.25).

 

Asimismo, cuando sentimos placer, goce, también aparece ante nosotros el cuerpo, a veces en oposición a un alma, espíritu o mente, un cuerpo independiente de la volición y/o del ser. Entonces, esta extrañeza de la que hablábamos es también una experiencia de nuestra corporeidad. “Es por ser cabo a cabo relación con el mundo que la única manera que tenemos de advertirlo es suspender este movimiento, negarle nuestra complicidad, contemplarlo[6] (Merleau-Ponty, 1975, p. 13)

 

Extrañarse del cuerpo significa abstraerse de ese cuerpo, separarse de él, alejarlo. Este divorcio del propio cuerpo pudiese llevar a la idea de que es posible analizarlo desde todas las dimensiones, a tener una idea acabada del mismo, objetivarlo (sin embargo, estas dimensiones no pueden pensarse sino desde otro cuerpo, que tampoco podría observarse a sí mismo). Esta idea acabada evidentemente no es posible, y menos aún en la dinámica de relaciones actuales, donde el cuerpo adquiere dimensiones, prolongaciones, accesorios inimaginados, impresionantes. En palabras de Lyotard “...una vez ´identificado´ el objeto visto, siempre queda un resto por ver. El ´reconocimiento´ perceptivo no satisface nunca la exigencia lógica de descripción completa” (Lyotard, 1998 p. 25).

 

 Es decir, el objeto ofrece dimensiones a nuestros sentidos, pero siempre oculta otras. Mirar algo implica situarse en un punto, y desde allí aproximarse, desde allí fijarse en él. Cuando se fija, se ancla, se retiene esa mirada; y quizás en un próximo acercamiento o mirada, desde otra dimensión, se intente ajustar o reconstruir lo anclado. Sin embargo no se llega a tener una idea completa. Es por ello que no se puede tener conocimiento sobre la naturaleza del cuerpo, del ser o del hombre, pues no es posible “saltar nuestra propia sombra” (Arendt, 1996), o lo que es lo mismo, si pudiésemos llegar al conocimiento de la naturaleza o esencia del cuerpo sólo sería desde una instancia suprahumana, incorpórea -lo cual arroja muchas sospechas sobre el concepto mismo de “naturaleza”-.

 

Sin embargo, nos vemos requeridos a comprender el movimiento del cuerpo en el mundo y el mundo en el cuerpo desde alguna(s) dimensión(es). El problema queda resumido en la siguiente frase de Merleau-Ponty: “Nos hace falta comprender cómo la visión puede hacerse desde alguna parte sin encerrarse en su perspectiva”. (Merleau-Ponty, 1975, p. 87)[7].

 

Sigamos pues con nuestro desarrollo. Esta rara condición del ambivalente cuerpo propio/ajeno parece no dejar de ser fuente de relaciones, de interpretación, de conocimiento, de producción de mitos, símbolos, dogmas, creencias, que a su vez nos condicionan. Tal y como lo plantea Arendt “Cualquier cosa que toca o entra en contacto con la vida humana asume de inmediato el carácter de condición de la existencia humana” (Arendt, 1996).

 

 Desde el nacimiento, la existencia corporal es como si nos colocasen en un orden que ya está andando, que ya existía antes de nuestro nacimiento (y que seguirá existiendo después de nuestra muerte), y en el interín pensamos que nosotros somos centro de ese orden, para luego discriminar que existen otros órdenes –así como desordenes y no-órdenes-. Hay una ligazón natural del ser y del mundo, puesto que somos “arrojados al mundo” desde otros cuerpos (Heidegger, 1982), pero es en la propia unidad con ese mundo que se van adquiriendo los significados de mi propio cuerpo, y por ende, mi visión del mundo. Es decir, desde el nacimiento hay un mundo originado precedente, pero que es desde nosotros como ser-en-el-mundo que vamos viviéndolo, que le vamos originando sentido. Esos sentidos originados y originantes nos van condicionando. Nos pertenecen, nos son extraños. El cuerpo nos es dado, pero es nuestro.

 

El que el cuerpo nos pertenezca implica que nos apropiamos de él, somos él[8]. Puesto que desde él vamos experimentando las nociones de tiempo, espacio, distancia, dirección, etc. es en él que entendemos al mundo que nos rodea, que entramos en relación con las cosas. Y estas “cosas” no sólo son objetos: vivimos en un mundo de relaciones, un mundo de significaciones, un mundo de humanos. Desde la perspectiva arendtiana, esas cosas que nos condicionan no son sólo “cosas” (sean o no producto de la existencia humana), son también actividades y circunstancias de la existencia, como la propia vida, la natalidad y la mortalidad, la “mundanidad”, la pluralidad y el contexto en el que vivimos (la tierra). Por otro lado,

 

Estas condiciones de la existencia humana [las anteriormente nombradas] nunca pueden <<explicar>> lo que somos o responder a la pregunta de quiénes somos por la sencilla razón de que jamás nos condicionan absolutamente. (Arendt, 1996 p.25).

 

Por ello, como decíamos, no sólo no podemos dar cuenta de una “naturaleza” humana, sino que tampoco podemos responder por completo -ni siquiera comprensivamente-  a la pregunta de quiénes somos; aunque siempre sea una buena exigencia para nuestro pensamiento.

 

Esta apropiación de la que hablábamos, en la que se compone una ligazón con el mundo, nos ayuda a comprender el por qué nuestras percepciones -incluso si consideramos las más simples de ellas- no se corresponden con la idea clásica de la psicología de ser una “suma” de datos que se desprenden de mecanismos neurofisiológicos activados por estímulos ambientales. “No podemos admitir (...) paralelismo entre ellas [las percepciones] y el fenómeno nervioso que las condiciona” (Merleau-Ponty, 1977, p. 89).

 

 Por ejemplo, nuestra retina no posee homogeneidad para captar colores (en algunas zonas es ciega, por así decirlo), y sin embargo, al mirar colores no los vemos descoloridos. “Mi percepción no se limita a registrar aquello que le es prescrito por las excitaciones retinianas, sino que las reorganiza de manera tal que reorganiza la homogeneidad del campo” (Merleau-Ponty, 1977, p. 89).

 

Es decir, concordando con los planteamientos de la psicología de la Gestalt, la fenomenología de este autor plantea que nuestra percepción es para nosotros una manera de comprender en conjunto; no es, pues, una suma de datos visuales, auditivos, táctiles; el cuerpo percibe de manera indivisa con su ser total, en una existencia única que habla de todos sus sentidos a la vez: es por ello que podemos hablar de textura de melodías, sonidos “ásperos” u “oscuros”, colores “calientes” o miradas “dulces”. Y asimismo, cuando vemos letras en la siguiente forma:

                                        A B        C D        D E        F G

Generalmente las agrupamos en pares según su proximidad, como conjuntos (A-B, C-D, etc.), aunque no exista ninguna “razón” lógica para agruparlas de esta manera, sino tan sólo una forma de organizar la percepción de acuerdo al espacio. Entonces los significados perceptuales son comprendidos como mezclas interrelacionadas de sensaciones complejas que remiten a las experiencias de un ser-en-el-mundo, y no como mosaico o suma de estímulos fragmentarios separados. Así decíamos anteriormente lo mismo con respecto a nociones como el tiempo y el espacio. Y a su vez: “Vemos sonidos y oímos colores en la medida en que los sonidos y los colores repercuten en nuestro modo de existencia, en nuestro cuerpo como estar-en-el-mundo” (Bernard, 1985, p. 73)

 

Lo cual quiere decir que existe una especie de encabalgamiento de los sentidos (que a su vez determinan el modo de existencia), hasta el punto en que mirar algo puede ser también palparlo, así como el tacto puede hacernos “ver” con los ojos cerrados. Incluso la mayoría de los autores sostienen que sólo el ver un objeto es anticipar el movimiento para tocarlo, para saber cómo es, cuál es su peso, textura, correspondiéndose con las experiencias previas con ese objeto u otros similares.

 

 Sin embargo, las nociones tradicionales dentro de las ciencias psicológicas son muy fuertes: para la mayoría es difícil asumir que la percepción visual (por seguir con el mismo ejemplo) no sea el “resultado” del registro de modelos físicos de energía que <estimulan> la retina induciendo “re-presentaciones” de una escena visual que es externa al sujeto -y que por ende éste sujeto sólo accede a ese mundo externo gracias a esta re-presentación-. Si por el contrario, como ya lo habíamos adelantado, logramos despojarnos de este concepto de “mundo externo” sobre el cual el sujeto trata de invocar esa cosa llamada “realidad” objetiva, conseguiremos desembarazarnos de la idea de que el acto de conocimiento del mundo comienza por un mundo pre-dado independiente del sujeto, y por otro lado lograremos ir más allá de comprender la “mente” humana como un sistema de “representaciones” acerca de esa realidad, tal como si fuera un espejo de la naturaleza (Rorty, 1989).

 

Pero volvamos otra vez sobre ese lado ausente de lo que no puede ser percibido, de lo que no puede conocerse:

 

El hombre (...) jamás percibe cosa alguna por entero o la comprende completamente (...) No importa que instrumentos use, en determinado punto alcanza el límite de certeza más allá del cual no puede pasar el conocimiento... (Jung, 1979, pp. 21).

 

Lo cual quiere decir que, aunque podemos adquirir prótesis tecnológicas con las que ampliamos nuestros sentidos -como por ejemplo un telescopio o un microscopio- no es posible <mirar> ciertos aspectos que están antes o después de lo macro o lo micro, o que incluso estén “en nuestras narices”: siempre quedan espacios que no pueden ser habitados. Es necesario en este punto hacer la aclaratoria de que C. G. Jung, en este interesante libro, hace una distinción que es para nosotros no sólo inapropiada, sino -como hemos venido diciendo- ingenua filosóficamente: establece claras diferencias entre un reino de realidad “externa” y un reino de realidad de la “mente”, donde la información puede ser trasladada y traducida de esa realidad “de afuera” a nuestra otra realidad “mental”. Las consecuencias de ello son que hay existentes, objetos, que tienen significación propia, independientes de una realidad humana. Esto, como ya se dijo, plantea graves problemas entre lo que ES para sí, y lo que PARECE SER para nosotros, y como dice Sartre:

 

El dualismo del ser y el parecer tampoco puede encontrar derecho de ciudadanía en el campo filosófico (...) Las apariciones que manifiestan al existente no son ni interiores ni exteriores: son equivalentes entre sí, y remiten todas a otras apariciones, sin que ninguna de ellas sea privilegiada (Sartre, 1968, p. 11).

 

No existen entonces, desde esta perspectiva, “esencias” deslindadas de la existencia humana, de los sentidos que se les atribuyen. Todo conocimiento es, en principio, un habitar, que implica aparecer en el mundo. Por ello, las metáforas cobran tanto auge dentro del mundo cotidiano, inclusive el de la ciencia: son una forma de dar sentido a nuevas referencias desde experiencias ya vividas.

 

 Y aquí nos acogemos por entero a la hipótesis epistemológica que plantea Humberto Eco para el tratamiento semiótico de cualquier tema, que es la de un <Principio de Indeterminación>, que influye en el espacio de realidad de los hombres. Esta indeterminación, por cierto, incluye varios aspectos interesantes de resaltar:

 

En las ciencias humanas se incurre con frecuencia en una falacia ideológica que consiste en considerar la propia exposición como inmune a la ideología y, al contrario, `objetiva´ y `neutral´ (...) [sin embargo] todas las investigaciones están `motivadas´ de algún modo. La investigación teórica es sólo una de las formas de la práctica social. (Eco, 1991, p. 54)

 

Diríamos entonces que no sólo somos eternos principiantes en el conocer, sino que también andamos de la mano de un principio de indeterminación, lo que sugiere que no existe para el conocimiento una ontología “dura” o un realismo ascético que deba ser develado por el crisol divino de la explicación científica. De más está decir que ésta investigación tiene muchos sesgos e intereses, que hacen imposible y quizás hasta indeseable pensarla como “imparcial” o neutra. Esta aclaratoria responde a la inquietud de la rigurosidad de la concepción heredada de las ciencias para elaborar el conocimiento sobre el mundo y sobre el hombre. Desde la fenomenología de Merleau-Ponty, está descartado de entrada buscar establecer algunas “reglas de correspondencia” de proposiciones del lenguaje lógico-formal con los hechos, pues esos hechos puros son sólo objetos desprovistos, desnudos, o usando la metáfora de Eco, “estructuras ausentes”

 

El objeto dado, empírico, en su contingencia de forma, de color, de materia, de función y de discurso, o, si es cultural, en su finalidad estética, tal objeto es un mito. (...) El objeto no es nada. No es nada más que los diferentes tipos de relaciones y de significaciones que vienen a converger, a contradecirse, a anudarse sobre él en tanto que tal. (Baudrillard, 1997, p. 52 y 53)

 

Por tanto, buscar corresponder un lenguaje formal con los hechos, mediante una definición operacional, no tiene más que un sentido para la ciencia: superar su angustia e incertidumbre ante esta indeterminación del conocimiento. Esta angustia, podría decirse, es casi un dilema, o como la llama Richard Bernstein una angustia cartesiana (Bernstein, 1988), con lo que se denota una especial necesidad de poseer un fundamento fijo y estable para el conocimiento, un punto de certidumbre inamovible, donde el conocimiento comienza, está cimentado o reposa, pues sin él lo que quedaría es caos, confusión, desasosiego. Bernstein utiliza como ejemplo un extracto de las meditaciones de Descartes para ejemplificarlo, en las cuales es evidente la necesidad de -a pesar de poder dudar de todo- una seguridad, una certeza incuestionable. También utiliza otro extracto de un pensador de gran relevancia para el mundo occidental: Emanuel Kant. Y así dicho autor va sugiriendo que en la elaboración del conocimiento filosófico, los pensadores han buscado de algún modo librarse de sus miedos a la incertidumbre y la indeterminación con este apego a algún fundamento. 

 

La búsqueda de cimientos puede cobrar muchas formas (...) [pero] la tendencia es buscar un cimiento externo en el mundo o un cimiento interno en la mente. Al tratar la mente y el mundo como polos opuestos, subjetivo y objetivo, la angustia cartesiana oscila sin cesar entre los dos en busca de tierra firme. (Varela, Thompson y Rosch, 1997, p. 169 y 170).

 

Todos sabemos que la respuesta de Descartes estuvo en el cogito, por tanto, en una realidad interna, un foco de verdad intrínseca que no aceptaba cuestionamiento, es decir, una certeza. Sin embargo, esta res cogitans cartesiana, era

 

... una criatura ficticia, sin cuerpo, sin sentidos y completamente desamparada, no podría ni siquiera saber que existe algo como la realidad ni sospechar la posible distinción entre lo real y lo irreal, entre el mundo corriente de la vigilia y el no-mundo privado de nuestros sueños (Arendt, 1984, p. 65).

 

Entonces ese Yo pensante (así como cualquier otra categoría formulada como certeza) no es un pilar fundamental sobre el que se conduzca la comprensión del cuerpo humano. En efecto, tampoco lo sería colocar todo el peso de la conducta humana en estímulos externos que nos condicionan. Pero no se elimina así la sensación de la división entre un mundo interno subjetivo y un mundo externo objetivo:  “míralo, está ahí afuera, golpéalo si quieres”.

 

Este es un ejemplo un poco brusco que se da frente a la incertidumbre, que por cierto es una discusión muy frecuente entre psicólogos: se intenta refutar la asunción epistemológica de la indeterminación con un realismo y dicen “pero si allí está una pared, o la mesa, si quieres pégales, y eso no tiene que ver con lo que yo o los demás digan sobre ella”.  Vayamos aclarando poco a poco este enredo: en primer lugar, la confusión se plantea por creer que existe cierta reducción del objeto “real” al significado “meramente” lingüístico. Ahora bien, lo “lingüístico” se encuentra sobre la base de una semántica, en la que mis experiencias, que incluyen tanto la realidad del objeto-pared para mí y los otros en un estar-en-el-mundo como las diversas formas culturales de lo que se dice y piensa sobre ella, indudablemente ejercen peso en esa “significación”. El tocarla, mirarla o sentirla no es posible sin partir de esa semántica, y por ello no es posible “desprenderse” de los enunciados o conceptos que puedan acompañarla[9]. Sin embargo, si se dijera que ese objeto cosa-llamada-pared (por darle un nombre) puede existir en una realidad independientemente de quien la comprende, que su existencia y su significado preceden al conocimiento humano, entonces estaríamos en un problema mucho más complicado: nos meteríamos en un compromiso ontológico que nos conduciría quién sabe a donde.

 

En pocas palabras, no hay que preguntarse, pues, si percibimos en verdad un mundo que es más o menos “real” fuera o dentro del sujeto o del lenguaje; por el contrario: el mundo es lo que percibimos (...) no hay que preguntarse si nuestras evidencias son auténticas verdades (...) [pues] la percepción no se presupone verdadera[10] (Merleau-Ponty, 1975, p.16)

Lo que quiere decir que si hablamos de ilusiones o verdades es porque ya hemos conocido ilusiones o verdades, vía nuestra <experiencia de la verdad o de la ilusión>, que no se plantearían de esta forma sin nuestra percepción. De esta manera el mundo es lo que vivimos, es un “saco” del cual obtenemos infinitud de sentidos, y estamos abiertos a él, pero sin poseerlo, pues es inagotable: así las paredes, aunque choquemos con ellas, pueden no ser siempre las mismas.

 

Pero dejémonos de dar “cabezazos” contra esas paredes y recuperemos lo que nos interesa del punto: la existencia va adquiriendo sentidos en cuanto a una serie de “apariciones” todas relacionadas, conectadas entre sí. Quizás por ello, como decíamos anteriormente, recurrimos tanto a las metáforas para comprender cómo son algunas cosas, pues ¿qué son las metáforas sino analogías de significados, permutación de relaciones, semejanzas que permiten flexibilidad en el conocer?

 

La utilización de las metáforas es una característica de nuestro lenguaje conceptual (...) las palabras que utilizamos en un discurso (...) también se derivan invariablemente de expresiones originalmente relacionadas con el mundo tal como lo percibimos por medio de nuestros sentidos corporales. (Arendt, 1984, p. 44 y 45)

 

Las conclusiones –prácticas o teóricas- de los científicos o filósofos que “develan” el mundo o el hombre, nunca han sido formuladas sino a expensas de ciertas experiencias, bajo la forma de “apariciones”[11]; sin embargo, les son conferidos niveles de realidad más elevados que los que se confieren a lo que se aprecia a simple vista, en el mundo cotidiano.

 

Pero lo interno en el cuerpo no sólo ha sido estudiado como aspectos subjetivos y procesos que fluyen a través de mecanismos neurofisiológicos: también la medicina nos ha revelado “otra” mirada a nuestro cuerpo: órganos, arterias, venas, tejidos, huesos, etc. Los órganos  (como los otros elementos que conforman el organismo humano) han sido vistos bajo la forma de apariencias “auténticas” u objetivas –aunque no nos resulten agradables de ver-. Es interesante que los órganos internos desde el sentido médico y biológico están desprovistos de toda identidad, de toda individualidad. Tan sólo desde el punto de vista patológico existe la noción de “diversidad” o pluralidad[12]. Las desviaciones, las enfermedades, los errores, hacen las diferencias; de resto todos los órganos internos son prácticamente iguales. Son aspectos “ocultos” de nuestro cuerpo, que no aparecen ante los demás, que nos caracterizan, pero que sin embargo, desde el punto de vista del conocimiento médico, no nos diferencian hasta que existan perturbaciones.

 

Lo que sí aparece <ante los ojos> de los demás, nuestro aspecto, nuestro comportamiento, nuestras actividades, es lo que nos ha provisto de “identidad”. Esta apariencia (pobremente asociada a “lo externo” del mundo o a “lo interno” de la experiencia vivida) ha adoptado diversas formas, que buscan señalar al ser, siendo las más comúnmente utilizadas “persona” y “yo”. En efecto, el hombre no es la silla, ni existe en el mismo modo de los objetos, por lo que tienen que buscarse maneras de comprender su carácter único de existencia. Estos dos conceptos buscan dar cuenta de la individualidad del ser humano, de sus maneras singulares e irrepetibles.

 

Es difícil encontrar una definición que se ajuste a los usos de la palabra Persona, y mucho más del Yo. Podríamos sí atrevernos a realizar un breve recuento en el conocimiento científico y filosófico acerca de por qué podemos asociar a nuestro cuerpo con nuestro yo, o con nuestra persona.

  

2.1.- La Identidad: (del cuerpo en relación al yo en relación)

 

“El niño se sitúa a sí mismo en relación con las reservas sociales de sentido.

Durante este proceso desarrolla progresivamente su identidad personal”.

(Berger y Luckman, 1997)

 

 “Persona” y “yo” (éste último también llamado “sí mismo” o “self”) se erigen como algunos de estos conceptos que nos “diferencian” del mundo de objetos y sujetos, aunque en efecto no son términos iguales, por más vinculados que estén. Pero a pesar de sus diferencias, ambos tienen algo en común: son conceptos que no pueden reducirse a un: <sujeto de actos racionales sometidos a ciertas leyes> (Heidegger, 1982). Es decir, que persona o yo no deberían concebirse como cosas o sustancias “determinables” por el hecho de estar en un cuerpo, sino en todo caso –por la misma cualidad del ser ahí de ser abierto a él mismo y a los otros, bajo el signo de la pluralidad- como una unidad simultánea y directamente vivida, ligados a ciertos sentidos irreductibles del estar-en-el-mundo. Cualquier intento de determinación fundamental, de arraigarlos a un cimiento único, conduciría prácticamente a una “despersonalización”.

 

Y ello porque nuestro cuerpo –lo mismo que “persona” o “yo”- es siempre un soporte innegable de la individualidad, y a su vez de nuestra irreversible condición relacional. Quizás lo que resultaría paradójico serían enfoques absolutistas o universales de esa individualidad relacional.

 

Podríamos atrevernos a decir que en psicología lo que distingue a un hombre de otro (aún si no lo aislamos de su entorno cotidiano), aparte de su “fachada” externa y características psicofisiológicas (tales como reflejos, tics, manierismos, etc), son su personalidad y su ego. Pero, curiosamente, así como en medicina los órganos internos no nos identifican o diferencian –todos son prácticamente iguales-, en general dentro de la psicología[13] los “procesos psicológicos” han sido vistos como los mismos para todos; no existe diferenciación de “procesos”, sino en todo caso de productos, resultados, conductas, experiencias, recuerdos, significados.

 

Pero retornemos a nuestro punto: la existencia adquiere desde la condición corporal una “encarnación” de la identidad. Intentaremos ampliar un poco más el sentido de este supuesto. Tomemos de Bernard (1985), de manera muy breve, algunas investigaciones previas relacionadas con el tema, de algunos autores escogidos por sus aportes, antes de llegar a nuestra perspectiva: sintetizaremos el concepto de Cenestesia de Reil, el concepto de Esquema de Bonnier, la imagen espacial de Pick, el Esquema Postural de Head, el Esquema corporal de Schilder y la conciencia sí mismo de Wallon.

 

·       Cenestesia: La experiencia del propio cuerpo, fue objeto casi único de fisiólogos en los siglos XVIII y XIX, bajo la forma de explicar las funciones sensoriales que nos permiten conocer nuestro propio organismo. La “cenestesia”, un término quizás un tanto vago y misterioso (del griego Koiné –común- y Áisthesis –sensación-) fue acuñada como concepto por el fisiólogo Reil a principios del siglo XIX , y definida posteriormente como un “enmarañado caos de sensaciones que se transmiten contínuamente desde todos los puntos del cuerpo al sensorio, es decir, al centro nervioso desde las aferencias sensoriales” (Bernard, 1985, p. 27). Este concepto resolvía muchas interrogantes acerca del conocimiento del propio cuerpo; sin embargo, “Un concepto tan confuso e inverificable como el de cenestesia no podía explicar (...) la diversidad de las observaciones clínicas ni, por lo tanto, suministrar la terapéutica” (Bernard, 1985, p. 28). Se habló entonces de dos “tipos” de sensibilidad: una visceral o interoceptiva y otra postural o propioceptiva, cuya función sería regular el equilibrio y las acciones voluntarias coordinadas (sinergias), y con asiento en los músculos y articulaciones. Sin embargo, los estudios posteriores sobre sensibilidad protopática, y sobre las relaciones de la sensibilidad y los estados afectivos, llevan a considerar el concepto de “cenestesia” prácticamente como una simple conciencia del cuerpo. Fue desechado por el pensamiento causal de la medicina occidental, pues era imposible explicar la conciencia del cuerpo a través de la propia conciencia del cuerpo.

 

·       El Esquema: Bonnier, a través de un estudio médico acerca del vértigo, inició una búsqueda de un estado fundamental en las personas: el dispositivo que garantiza la fijación de las posturas dentro de un marco temporoespacial. Es decir, formuló la hipótesis de que existe un “esquema”, que es una especie de consideración topográfica del cuerpo, un modelo perceptivo de configuración espacial, que permite al individuo diseñar los contornos de su cuerpo, la distribución de sus miembros y sus órganos, localizar los estímulos y analizar las reacciones de respuesta. Se consigue entonces un concepto más claro que el vago de “cenestesia”, que daría una mayor sensación de existencia. Esta tesis obtuvo cierto éxito (amén del descrédito de muchos científicos) lo cual se manifiesta en  posteriores aproximaciones.

 

·       Imagen espacial del cuerpo: Algunos hechos observados en casos de enfermedades y trastornos sugirieron a Pick, un neurólogo alemán de comienzos del siglo XX, que la localización de nuestros órganos, nuestra orientación en el espacio y, en forma general, el conocimiento topográfico de nuestro cuerpo debían estar asegurados por una especie de mapa mental, derivado de la asociación de sensaciones. Es decir, que nuestra conciencia estaría determinada por las excitaciones sensoriales en la corteza. Aquí adquiere mucha importancia un fenómeno conocido como “miembro fantasma”, que se manifiesta en las personas a quienes se les ha amputado o han perdido un miembro (un brazo, la pierna, un seno o el pene): extrañamente esas personas continúan sintiendo a nivel central la existencia del miembro desaparecido, lo cual confirmaba la hipótesis del neurólogo. Sin embargo, con el paso del tiempo la persona, que al principio sentía enorme su miembro, terminaba empequeñeciendo esta sensación hasta terminar en el muñón; así mismo, los casos no se presentaban en niños de corta edad; fue desechada como explicación plausible debido a que no explicaba muchos casos patológicos.

 

·       El esquema postural de Head: Según este enfoque, la postura o los datos posturales nos confieren elementos esenciales para el conocimiento de nuestro cuerpo; “gracias a este esquema podemos prolongar nuestro conocimiento de la postura, del movimiento, y de la localización más allá de lo límites de nuestro cuerpo, por ejemplo, hasta la extremidad de una herramienta o de un instrumento musical.” (Bernard, 1985, p. 36).  Es decir, que todo cuanto participa de los movimientos conscientes de nuestro cuerpo se agrega al modelo que tenemos de nosotros mismos, y que en lo sucesivo formará parte de tales esquemas.

 

·       El esquema postural de Schilder: Si bien todos los anteriores autores ofrecieron aportes valiosos para el conocimiento del propio cuerpo, y algunos de ellos han sido incorporados al enfoque fenomenológico de Merleau-Ponty, son Schilder y Wallon quienes tienen más importancia e influencia sobre los planteamientos de dicho autor. Decía Schilder: “La unidad de percepción es el objeto que se presenta por los sentidos y a todos los sentidos. La percepción es sinestésica; y también el cuerpo, en cuanto objeto, se presenta a todos los sentidos (...) La percepción no existe sin acción. No se percibe nada sin movimiento.” (Bernard, 1985, p. 39)[14]. Entonces el conocimiento y la percepción no son productos de una actitud pasiva “interior” o “exterior”, sino de una motilidad activa, que tiene que ver con la motricidad, la acción por una parte, y por otra, con la emoción, la excitabilidad, la libido. El esquema corporal pasa entonces a ser un proceso continuo de diferenciación en el cuál se integran todas las experiencias de nuestra vida, y no un simple modelo postural de base fisiológica. Aunque esta concepción inspiró el desarrollo de gran parte de lo que conocemos hoy en día como “psicología evolutiva”, ha sido abandonada, puesto que no integraba las nociones fisiológicas, psicodinámicas y psicosociológicas.

 

·       Wallon: Es en los escritos de Henri Wallon (y también en los de Piaget) que podemos apreciar mejor la idea de un “cuerpo en relación”. Dicho autor muestra el papel que tienen la motricidad y la función postural del cuerpo en la evolución psicológica del niño, así como la comprensión que éste va teniendo del mundo a través de la conciencia que tiene de su propio cuerpo. El niño recién nacido no distingue su cuerpo del mundo, fenómeno que la psicología evolutiva ha denominado “sincretismo indiferenciado”. Es decir, que la unión del cuerpo del bebé con la madre no sólo se establece en el embarazo, sino que también, después del nacimiento, el bebé no diferencia su cuerpo del resto de los otros cuerpos del mundo, siendo el principal por supuesto, el de la madre que lo amamanta. A medida que va creciendo, el niño va identificando y teniendo conciencia de su propio cuerpo, como una realidad que no es la misma a la de los objetos y otras personas. Wallon le confiere a sus investigaciones del niño un carácter eminentemente social, en tres fases “simbióticas” que comienzan en el período pre-natal: A) Simbiosis fisiológica con el cuerpo materno (la sangre materna le aporta el oxígeno, hormonas, alimentos, etc para su desarrollo). B) Simbiosis alimentaria, que se prolonga más allá del nacimiento, puesto que el bebé sigue dependiendo de los demás para su alimentación, pues no puede valerse por sí mismo. C) Y precisamente por esa necesidad de otros, el niño exige la satisfacción de una Sensibilidad postural, es decir, la necesidad que siente el niño de que se lo mueva y se le cambie de posición. Esta es la principal conexión del niño con el lazo afectivo de unión al mundo. La emoción surgiría, para Wallon, como un “diálogo tónico” que le permite al niño ir reconociendo, identificando cuales son los actos que lo favorecen y cuáles son contrarios a sus exigencias básicas. Esta función tónica del cuerpo es para el autor la función primitiva de la comunicación y el intercambio. Desde el principio o gestación, digamos que el niño vive su cuerpo y su mundo como cuerpo en relación, y no como algo abstracto considerado en sí mismo. Sólo posteriormente va “individualizándose”. Sin embargo, para Merleau-Ponty los planteamientos de este autor son demasiado organicistas y biologizantes.

 

Los anteriores esbozos sirven para aclarar la idea de que el cuerpo no es neutro, pues en la propia experiencia y existencia está cargado de valores o significaciones claras, que el cuerpo va “expresando”. Es entonces el cuerpo un espacio expresivo. Es, por así decirlo, el origen de todos los espacios. Esto no dice en lo absoluto que seamos, como decían los empiristas ingleses, una “tábula rasa” o pizarra en blanco que va siendo llenada, pues antes de nacer ya habitamos un cuerpo, que no sólo deja huellas genéticas sino también nos “arroja” al mundo, por lo que el nuestro es siempre un cuerpo en relación. El cuerpo para Merleau-Ponty es el vehículo de estar-en-el-mundo. A su vez, la conciencia del propio existir corporal quedaría expresado de la siguiente manera: “Tener un cuerpo significa para un ser vivo volcarse en un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y emprender continuamente algo” (Merleau-Ponty, 1975, p. 97).

 

El cuerpo es así el eje del mundo, se van experimentando movimientos y situaciones (quizás llamadas así por estar “situadas”) como eslabones conjuntos, en una identidad encarnada. Desde nuestra perspectiva, esta idea de encarnación se nos hace “visible” por una razón bastante compleja: en el primer nacimiento[15], tal como es referido en todos los estudios evolutivos, el niño puede ver primero los otros cuerpos y objetos, los logra “identificar” ante sus ojos con mayor precisión que el suyo propio (puesto que no ha desarrollado su función simbólica). Cuando percibe su propia forma, bien sea a través de los otros, o con “espejos”, su propia existencia “aparece” ante él, se percata de que puede “apartarse” del movimiento de sí mismo, puede en cierta forma pensarse, situarse en referencia a un contexto. Adquiere entonces cierta noción de identidad temporal de su persona, por la vía del extrañarse de sí mismo, prestarse a experiencias, figurarse en lo virtual. Es así como se abre también a lo nuevo, a lo posible. “El cuerpo está, pues, abierto a lo nuevo (...) es decir, al espacio y al tiempo de suerte que el cuerpo los ¨habita¨ antes que estar incluido y encerrado en el tiempo y el espacio” (Bernard, 1985, p. 71).

 

Así nuestro cuerpo puede percatarse de que es, en un mismo momento, cuerpo que ve y es visible, que toca y es tocado, forma parte del mundo y a la vez le da existencia. Todos aquellos a quienes hemos amado, odiado, conocido o simplemente visto, hablan por medio de nuestra voz, son gracias a nuestra presencia, e igualmente nuestra manera de existir es inconcebible sin sus <miradas>, sus voces.

 

Desde su nacimiento hasta la muerte (...) el hombre está en la vida, y lo está sucesivamente conforme a los diversos estados en que él puede estar: sano o enfermo, alegre o triste (...) La experiencia íntima del propio cuerpo es la expresión inmediata del hecho primario de existir, de estar existiendo, y a ella pertenecen en consecuencia todos los posibles modos concretos. (Laín, 1989, p. 124)

 

Y esa existencia es, como ya hemos visto, existencia plural. El <vivir> y <estar entre hombres> (inter homines esse); así como el <morir> y <cesar de estar entre los hombres> (inter homines esse desinere) eran expresiones que en el pueblo romano se empleaban respectivamente como sinónimas (Arendt, 1996). Lo que nos sirve para volver a decir que:

 

Ninguna clase de vida humana (...) resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos. (Arendt, 1984, p. 37)[16]

 

Esta última cita es el sentido irreversible del cuerpo en relación. No es algo meramente biológico u orgánico, ni meramente sociológico, y mucho menos psicológico. Sin embargo, puede considerarse como el punto de partida de lo social, lo biológico y/o lo psicológico de nuestra corporeidad (aunque evidentemente, al igual que en la escritura, no existe un grado “cero” de la corporeidad, por lo que resulta evidentemente un punto un tanto arbitrario). Sin embargo, este mundo no sólo es impensable sin la presencia directa o indirecta de otros seres como nosotros: en el mundo no hay tan sólo humanos: también hay “cosas”, objetos, animales. La condición humana y este carácter de objetos y cosas del mundo se complementan mutuamente:

 

Debido a que la existencia humana es (...) existencia condicionada, sería imposible sin cosas, y éstas formarían un montón de artículos no relacionados, un no-mundo, si no fueran las condiciones de la existencia humana. (Arendt, 1996, p. 23)

 

Entonces, podríamos decir que tanto la experiencia humana como la ciencia necesitaron conceptos que le dieran nombre a la “diferenciación” del hombre del resto de los seres y objetos: “Yo” y “Persona” se erigen como algunos de ellos. Revisemos ahora los conceptos de “persona” y “yo”, según han sido vistos por la ciencia moderna. La definición de “personalidad”, tal como lo refleja Hannah Arendt, podría caracterizarse de la siguiente manera: “Un conglomerado de cierto número de cualidades identificables [en un sujeto] reunidas en un todo comprensible y plenamente reconocible” (Arendt, 1984, p.52).

 

Esta definición recoge muy bien el concepto moderno de la Personalidad en psicología: suma de cualidades de una unidad comprensible, coherente, que puede ponerse a la vista de todos por igual (es decir, verificable). Es evidente que bajo los cánones de la concepción heredada de las ciencias, que funda su saber en la verificación, el control y la predictibilidad, no hay espacio para lo impredecible, no se dice nada acerca de la indeterminación, la falta de cimiento, la “incoherencia” de un ser polisémico que no todos asumen de la misma manera –ni tienen por qué hacerlo-[17]. Pero ¿De donde salen estos sentidos de la personalidad? ¿Qué “significa” la palabra persona?.

 

Etimológicamente, en su sentido “original” (y lo ponemos entre comillas pues ya vimos que no hay un signo u objeto que esté “desnudo” y mucho menos que tenga un único uso) era la denominación de la máscara teatral usada en un comienzo en los dramas griegos, y luego adoptada por los actores romanos.  

 

La designación griega de la máscara era prosopon, palabra que tiene una vaga semejanza con persona. Algunas autoridades consideran que el término latino es un derivado directo del griego. Los críticos de esta teoría señalan la improbabilidad de una alteración tan marcada (...) Otros filólogos adoptan la teoría de que persona deriva de peri soma (alrededor del cuerpo) mientras que otros sostienen que se originó en persum (cabeza o rostro) palabra etrusca y del latín antigüo. Algunos retrotraen su origen al latín per se una (una o completa por sí misma). Pero el antecedente de persona al que otorgan su favor la mayoría de las autoridades es la expresión latina per sonare (sonar a través de). (Allport, 1961, p. 43)

 

Así, el término según esta última acepción, hacía referencia a la boca de la máscara, o probablemente a un tubo que tenían los actores para proyectar la voz.  Sin embargo, cualesquiera que hayan sido los antecedentes de “persona” nadie niega que designaba en algún momento el uso de la máscara teatral. El drama, el actor y su papel, la vida y el escenario, el carácter real y lo “representado” hacen que la palabra “persona” sea tan polisémica y variada como “ser” o “yo” (quizás más). Existen al menos unas cuatro líneas que ramifican la noción de persona (Allport, 1961):

 

1.- Lo que aparece ante los otros (sea o no lo que se es realmente)

2.- El papel o rol que alguien desempeña en la vida (con un espectro que va desde las determinaciones sociologicistas hasta las más psicologicistas)

3.- Un conjunto de cualidades que capacitan a un hombre (tanto para la labor, el trabajo, como para ejercer cualquier acción)

4.- Distinción y dignidad (sobre todo en la forma de “personaje”)

 

Resulta improbable (y hasta sin sentido) que se logre desincorporar de la tradición el encabalgamiento y la confusión de estos usos y sentidos que tiene persona –y por supuesto muchos más, aparte de las derivaciones jurídicas, filosóficas, sociológicas o psicológicas de estos cuatro-. Lo que sí buscaremos es identificar tres aspectos, de acuerdo a los planteamientos realizados anteriormente: En primer lugar, lo que “aparece” fenomenológicamente no puede ser ni interior ni exterior, tampoco es apriorísticamente verdadero o falso; el “yo” casi siempre ha sido visto como “el auténtico” ser frente a una “fachada” o “persona” que lo encubre (y por tanto se dice que persona es un falso yo): aquí asumiremos que el yo es corporal, por lo que persona no es un falso yo (aunque de hecho pueda “mostrarse” de una forma no habitual o con arreglo a la deseabilidad social)[18]. En segundo lugar, hay que desmontar la noción de “telos” o finalidad que se introduce al hablar de “rol” o “papel” que actúa un individuo -así como el artificio funcionalista de situar en él unas cualidades determinantes- pues como ya hemos visto, es en el mundo en que se mueve donde se van adquiriendo los significados del propio cuerpo, lo que quiere decir que la sociedad o el individuo no pre-determinan el rol de la persona, aunque puedan ejercer en efecto muchas influencias. Y en tercer lugar, diremos que sólo en la forma de “distinción y dignidad” es que la persona se introduce en la condición política, en el sentido arendtiano, pues se le otorga así un reconocimiento de sus diferencias, bajo cierta equidad de condiciones básicas que deben ser garantizadas.

 

Hablar acerca de las implicaciones de estos tres planteamientos sería material de otro extenso trabajo, aunque no por ello dejan de ser interesante para el nuestro. Más adelante se irán retomando algunos de estos postulados. Por lo pronto, nos limitaremos a lo siguiente: la necesidad de buscar diferenciarnos o distinguirnos nos lleva a la noción de yo o persona, a veces con una fuerza tal que no logramos pensarnos sin apego a estas nociones.

 

 En la época actual, después del modernismo racionalista cartesiano, con el advenimiento de las sociedades postindustriales, el cuerpo ha devenido en un lugar de escisiones: separación del mundo, del cosmos, de la naturaleza, de la comunidad, inclusive de las personas mismas. El individualismo contemporáneo, el repliegue del sujeto sobre sí mismo (Lipovetski, 1998), atraviesa completamente a la formulación anatomofisiológica del cuerpo. El cuerpo-objeto, a pesar de que hoy en día puede reconocércelo como propio (como “yo”) sin franca oposición frente a un contexto (sobretodo por la necesidad de aparecer ante los otros), puede seguir siendo sentido para los individuos como algo distinto del ser, algo a lo que se siente un poco “ajeno”. Y sin embargo, curiosamente es sólo cierto individualismo, el que, para algunos autores, podría hacer pensar el cuerpo como elemento aislado:

 

El cuerpo como elemento aislable del hombre (...) sólo puede pensarse en las estructuras sociales de tipo individualista en las que los hombres están separados unos de otros, son relativamente autónomos en sus iniciativas y en sus valores. El cuerpo funciona como un límite fronterizo que delimita, ante los otros, la presencia del sujeto. Es factor de individuación. El vocabulario anatómico estrictamente independiente de cualquier otra referencia marca también la ruptura... (Le Bretón, 1990., p. 22)   

 

Puede reconocerse que es la relativa “autonomía”, el carácter de actividad, agencialidad e iniciativa propia del hombre, lo que hace volver a poner en la actualidad el tema del sí-mismo o yo (luego de un fuerte “descrédito” cientificista por su carácter metafísico, subjetivo e “inverificable”).

 

 Parece muy lógico pensar que, debido justamente a ese carácter tan dinámico y cambiante de esa “diferenciación” del sí-mismo o yo, se han tenido que buscar otras opciones para su estudio e investigación. De aquí, por ejemplo, que en lugar de “explicar” lo que es el yo a través de una introspección experimentalista, algunos autores han tratado de ser más bien relativistas, empleando metáforas para dar cuenta de esta noción. Una imagen muy popular, que fue utilizada por la Psicología Humanista, pero que ya había sido anunciada por Heráclito, es la metáfora del río. La identidad (en la forma de yo, persona o cualquiera que se nos ocurra) según esta visión, sería como un río por el que se desliza el agua; podría parecernos a simple vista la misma agua, pero nunca es la misma, siempre está cambiando, siempre fluye hacia otro estado, otro lugar y otro momento. “No se puede sumergir dos veces en el mismo río” (“Parménides, Heráclito”, 1983, .p 237). Sin duda, una ingeniosa metáfora que busca anclar lo dinámico y cambiante de la identidad en algún cimiento. Se pudiera tomar como una tentativa relativista, puesto que las cosas siempre estarían “fluyendo”, dependiendo de algo, son relativas a algo; pero más bien podríamos decir que es una condición de ambigüedad entre algo que es y no: hay un cimiento, pero como fluye el entorno, el cimiento no es ya el mismo, va cambiando. Sin embargo, el sentido común nos dice que el río, aunque sea extenso y cambiante, y sus aguas fluyan constantemente, es siempre “el río”. Lo situamos como el <río tal>, que es ese y no otro. Es la angustia cartesiana de necesitar alguna certidumbre.

 

Tanto para la mayoría de los enfoques de la ciencia psicológica, como para algunos de la sociología, es tendencia común estimar que el ser (bajo la forma de sujeto, yo, persona, individuo) es el producto de los diversos factores que influyen sobre él: el interés se centra en la conducta y en los factores que se considera la provocan, asumiéndose una “naturalidad” que no se cuestiona: el propio ser, que es el cimiento.

 

Así los psicólogos atribuyen determinadas formas o ejemplos de comportamiento humano a factores tales como estímulos, actitudes, motivaciones conscientes o inconscientes, diversos tipos de input psicológico, percepción y conocimiento, y distintos aspectos de la organización personal. De modo parecido, los sociólogos basan sus explicaciones en otros factores, como la posición social, exigencias del status, papeles sociales, preceptos culturales, normas y valores, presiones del medio, afiliación a grupos. (Blumer, 1982, p. 2)

 

Desde hace ya algún tiempo, existen también algunas corrientes que han buscado rescatar la agencialidad y originalidad del hombre, esa vía media que conecta el individuo con el mundo por medio de la significación de sus actos. Corrientes como el interaccionismo simbólico (hoy en día nuevamente en el tapete de discusión) han ejercido cierta influencia en considerar el proceso interpretativo y de significación humano una nueva manera de aproximarse al yo o sí mismo, desde la acción conjunta, la intersubjetividad, el discurso de lo cotidiano (Blumer, 1982). También la etnometodología ha aportado grandes avances en este sentido (Garfinkel, 1998). Pero aún sigue sintiéndose el peso de los fundamentos naturalizados, pues los significados, el ser, el mundo, son cosas dadas por supuestas.

 

Todos actuamos como si tuviéramos un yo duradero, separado e independiente que nos preocupamos constantemente por proteger y promover. Es un hábito irreflexivo que la mayoría de nosotros no cuestionaríamos ni explicaríamos. (Varela, Thompson y Rosch, 1997, p. 87)

 

Podríamos atrevernos a dar un giro, asumiendo el principio de indeterminación epistemológica, para lograr ir más allá de tener que “objetivar” o “relativizar” la noción de yo: al parecer, todos tenemos la experiencia de desear hallar o identificar a ese yo que no termina de revelarse, pues se centra en él la responsabilidad o la voluntad del ser, de sentir sufrimientos o placeres. Sin embargo, pueden lograrse otras miradas al yo, pues: “La ironía reside en que, por mucho que se intente, no se encuentra nada que se corresponda con el yo” (Varela, Thompson y Rosch, 1997, p. 87)

 

Es decir, no hay un fundamento extrínseco ni tampoco intrínseco, sino lo que parece ser una necesidad de apego al yo como certeza. Y la mayor confusión consiste en que aunque tratemos escapar de la angustia de no contar con esta certeza, tenemos la experiencia de una identidad, una personalidad, alguien que reorganiza la situación o el contexto en el que se vive y lo hace suyo.

 

Frederick Munné ofrece una delimitación -por así decirlo- del extenso cuerpo de la identidad con otra metáfora: cada uno de nosotros estamos situados en un cuarto con cuatro espejos como paredes (con ventanas, por supuesto), en las que podrían apreciarse las diversas nociones del sí-mismo: por un lado se reflejaría la autoimagen, en otro la autoestima, y en los dos “espejos” restantes los autoconceptos y la autorrealización (Munné, 1999). Según dicho autor, las diversas teorías psicológicas han estudiado en su mayoría una cara del cuarto (aunque sea sólo un artificio pedagógico separarlas radicalmente). Así, por ejemplo, la psicología humanista se ha acercado al concepto del self por la vía de la autorrealización, mientras que los cognitivistas a través del autoconcepto. Claro que esas no son todas las nociones del yo, pues siempre será un tema abierto e inagotable mientras existan seres humanos; pero nos abre un campo para pensar las cosas desde otra perspectiva: no considerar -como lo hace el humanismo-, por ejemplo, la autorrealización (la “necesidad” de crecimiento y superación) como la finalidad del “papel” o rol que desempeña la persona, pues es tan sólo una de las “caras” que componen el rostro plural de la identidad. Tampoco la autoestima, la autoimagen o el autoconcepto convendría tomarlos como “telos” ni como determinantes del Yo.

 

Hay aún otros Yo de los que no hemos hablado, como por ejemplo la “conciencia”, ni tampoco del “inconsciente” del psicoanálisis. Estos aspectos serán retomados brevemente en el próximo capítulo, cuando hablemos del cuerpo y el lenguaje. Por ahora vamos a pasar del tema de la identidad al de la alteridad.

 

2.2.- La Alteridad (la presencia de otros)

 

Para que el otro no sea un vocablo ocioso, es necesario que mi existencia

no se reduzca jamás a la conciencia que de existir tengo”

(Merleau-Ponty, 1975).

 

Podríamos entonces decir que la pertenencia y el extrañamiento han provocado que el cuerpo, a lo largo de la historia, haya sido visto como nido de conocimiento entre dos realidades: 1) conocimiento de la realidad objetiva y 2) conocimiento de la realidad subjetiva, vivida o vivenciada. En el campo científico, al primer enunciado se le ha otorgado el peso de una “realidad” verdadera, mientras que la segunda ha sido relegada a otro plano bastante débil. Todo lo que no es visible, tangible, palpable, es decir, que no sea susceptible de “control” -y sea por tanto verificable- ha caído en el descrédito. Esto resulta un poco extraño, pues es, por así decirlo, algo “ajeno” a nosotros mismos.

 

Detengámonos entonces otra vez en lo extraño, en ese alejamiento del cuerpo que nos ha sido inculcado en nuestra tradición dualista occidental, con especial influencia de la imagen médica de un cuerpo objetivo-orgánico independiente de mí. Reflexionemos un poco sobre los significados de un extrañamiento del cuerpo. Se abstrae el cuerpo cuando se piensa como aislado algo que por principio no existe aisladamente. Pero también, el que nos sea en cierta medida extraño, hace posible que podamos pensar sobre él, contemplarnos, aproximarnos desde nuevas dimensiones. Es sólo negando nuestra complicidad con el mundo, suspendiendo el movimiento, como dice Merleau-Ponty, que podemos romper la unión con lo que nos rodea y poder apreciarnos desde cierta distancia. Ya Husserl había adelantado el concepto de “ephoque” sobre la ruptura de la acción y el movimiento, ese meditar contemplativo del pensar (Arendt, 1984). Pues bien, decíamos que en esa relación de extrañamiento en medio de un mundo de “cosas” entre las que nos movemos, hace que nos podamos pensar y también que pensemos en esas cosas entre las que vivimos. Sin embargo, el hombre no sólo está en el mundo, sino que forma parte de él, por tanto es a la vez sujeto y objeto que percibe y es percibido.

  

Todo individuo que sea capaz de ver desea a su vez ser visto, todo el que pueda oír emite sonido para que le escuchen, todo el que pueda tocar se ofrece para ser palpado (...) Todo lo que está vivo siente una irrefrenable necesidad de aparecer, de insertarse en el mundo de las apariencias exhibiéndose a sí mismo como individuo (Arendt, 1984, p. 43)

 

Entonces podemos observar que cada apariencia, a pesar de su propia identidad, está obligatoriamente expuesta y será percibida por una pluralidad de espectadores, lo cual es la primera condición para la alteridad.

 

Ya lo manifestábamos cuando hablamos de la identidad del ser: todo tipo de vida humana es en un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos. Esta condición plantea que no tenemos una imagen “autosuficiente” de nosotros, sino que esa imagen, esa noción de identidad, es en una pluralidad de otros. Aquí tomamos la crítica a la psicología que plantean autores como Sampson y Soto (1999), en la que se cuestionan las posturas tradicionales de concebir el sí-mismo, el yo o el pensamiento como algo contenido “en” el individuo, responsable de cualquier actividad de funcionamiento mental

 

Creer que el pensamiento está ubicado en el cerebro de los seres humanos es una metáfora insostenible, pues no entendemos el pensamiento o el conocimiento hurgando en la cabeza de los individuos. (Sampson y Soto, p. 7, 1999)

 

Esta reflexión está muy conectada con los planteamientos del interaccionismo simbólico, donde la acción conjunta se erige como tema de discusión para una comprensión diferente del sí mismo. También puede conectarse perfectamente con el pensamiento de Merleau-Ponty: La experiencia de ser-en-un-cuerpo y en un mundo, nos conduce a pensar que esta dialéctica entre la identidad y la alteridad, entre la pertenencia y el extrañamiento, es la que hace darle un sentido a la propia vida y la de los demás, lo que no puede ser “contenido” ni en el cerebro, ni en el organismo humano, ni en los estímulos ambientales, ni en el lenguaje.

 

Habíamos insinuado con anterioridad que el niño, para poder percibirse como ser-en-el-cuerpo debía lograr contemplarse (con espejos, con su familia, con otros). Esa contemplación es situarse ante un contexto, reconocer que la visión se realiza desde alguna parte (no es <view from nowhere>, como tampoco <view from everywhere>). También dijimos que el tener un cuerpo significa reconocer que esa “visión” no es de un cuerpo aislado, individual: en ella se realizan siempre proyecciones, que tienen que ver con las “tendencias” de sentido de un “organismo” que se mueve en el mundo. Fenomenológicamente, es lo que se denomina intensionalidad. Veámoslo más claramente con Gadamer, cuando comenta sobre la tarea del intérprete de textos, en la exigencia hermenéutica:

 

El que quiere comprender un texto realiza siempre un proyectar. Tan pronto como aparece en el texto un primer sentido, el intérprete proyecta en seguida un sentido del todo. Naturalmente que el sentido sólo se manifiesta porque ya uno lee el texto desde determinadas expectativas relacionadas a su vez con algún sentido determinado (Gadamer, 1991, p. 333)

 

Estas expectativas de sentido se relacionan indiscutiblemente con las tradiciones, los prejuicios, la propia cultura. Gadamer inserta con esto la importancia del papel de los prejuicios, de la tradición y la familiaridad en la interpretación, a diferencia de la idea clásica de que los prejuicios parten de juicios falsos,  “no fundamentados” que contaminan el sentido, juicios en los que, por cierto, el investigador moderno se aproximaba “neutralmente” (desde una perspectiva universal). Por el contrario, dicho autor plantea que la interpretación debe reconocer que se inicia desde conceptos previos, que irán  transformándose, sustituyéndose, reconstruyéndose, y es precisamente en ese “reproyectar” en el que consiste <el movimiento de sentido del comprender e interpretar>[19]. A su vez, nos dice Gadamer, que

 

Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio para la alteridad del texto (...) Quien quiere comprender tiene que estar dispuesto desde el comienzo a dejarse decir algo. (Gadamer, 1991., p. 334)[20]

 

Esta noción de alteridad tiene que ver directamente con la idea arendtiana del reconocimiento de la “pluralidad” entre los hombres, lo cual no expresa, por cierto, un mero sentido de “diferencias” entre ellos, puesto que no es asumir individualidades en los hombres, no consiste tan sólo en el reconocer como distintos seres que no son “yo”, sino en poder asumir sentidos que no me pertenecen, pues habitan otros cuerpos. Son significados con los cuales no necesariamente tengo que estar de acuerdo ni compartir, pero en el momento en que entro en experiencia con ellos, habito en ellos, es decir, se da una “reproyección”, o en términos ideales, una “fusión de horizontes” Gadameriana. El hombre entonces se abre al mundo -y a sí mismo- por medio de su cuerpo y mediante otros hombres (Desiato, 1997). La teoría piagetiana que plantea los procesos de asimilación y acomodación es ciertamente semejante a estos postulados, aunque Piaget mantiene una postura cognitivista centrada en el órgano del conocimiento (cerebro-sistema nervioso central) que no es por supuesto equivalente a la fenomenología de la percepción Merleau-Pontyana.

 

Sintetizando, podríamos decir con Octavio Paz que para poder ser no sólo he de ser yo, sino que he de ser otro, reconocer a otros en el mundo, dejarme decir algo. La “alteridad” es para mi pues habito en ella, me apropio de ella, o como se diría en términos psicosociales, “la internalizo”[21].

 

Mas los límites del hombre, donde éste deja de ser “yo”, es quizás la noción más compleja (probablemente por lo oscura y borrosa) de las ciencias y la filosofía, así como también de las técnicas. Como lo referí al comienzo: a medida que se aleja, que se distancia de él mismo, el cuerpo deja de ser él, es cosa extraña. Pero no puede nunca, por más que se intente, dejar de ser lo que es.

 

3.- Lo Necesario y La Libertad

 

"...Nuestra envoltura corporal es, al mismo tiempo, posibilidad y prisión. De ahí su ambigüedad."

(López & López-Ibor, 1974)

 

Una mirada al cuerpo desde nuestra condición humana, crea o implica una ambivalencia, de la cual somos partícipes. Más que ambivalencia, podría decirse que lo que se nos descubre es una plurivalencia, multiplicidad de relaciones y valores que sobrepasan la noción de polos dicotómicos[22]. Pero en sí, dos experiencias básicas del cuerpo reclaman lo siguiente:

 

Si nuestro cuerpo es el ´órgano de lo posible´, lleva también el sello de lo inevitable. Por eso el discurso sobre el cuerpo nunca puede ser neutro. Hablar sobre el cuerpo obliga a aclarar uno u otro de sus dos aspectos: el aspecto a la vez prometeico y dinámico de su poder demiúrgico y de su ávido deseo de goce, y ese otro aspecto trágico y lastimoso de su temporalidad, de su fragilidad, de su deterioro y precariedad. De manera que toda reflexión sobre el cuerpo es, quiérase o no, ética y metafísica: proclama un valor, indica una cierta conducta y determina la realidad de nuestra condición humana (Bernard, 1985, p. 12).

 

Es decir, que si el cuerpo da cuenta de la grandiosidad de la vida y su infinitud de posibilidades, de su acción y creación, reclama también simultáneamente el efímero carácter fútil de la existencia humana[23], su proximidad a la muerte, y lo finito de sus limitaciones. En todos los enfoques o visiones sobre el cuerpo se dan, bien sea por separado o simultáneamente,  estos dos aspectos de la condición humana. El  cuerpo ha sido visto entre esos dos polos, que hemos convenido en llamar lo necesario y la libertad.

 

Por "necesario", nos referimos a conducir el entendimiento de la corporeidad humana a una especie de base, una estructura sin la cual no existiría la vida. Dicha estructura en el desarrollo de su evolución se va deteriorando, se enferma e incluso perece, marca límites y fines. Nos distingue de los dioses, inmortales y eternos, nos da conciencia de nuestra finitud. Es algo que ata a lo mundano, al carácter de “objetividad” del mundo. Es también asociado a lo necesario cierto tipo de causalidad, leyes de las cuales no podemos escaparnos, que nos “obligan”. Lo necesario puede de este modo ser el motivo por el cual se mantiene la vida; el ciclo biológico del individuo y de su especie. Por ejemplo, en general en la Grecia antigua, se consideraba que el cuerpo era un instrumento a través del cual se realizaban las acciones del alma, un instrumento que pautaba un freno con reglas propias, un obstáculo, una prisión o tumba[24], pero era necesario tener un cuerpo para lograr acceder a la vida (ya que los griegos despreciaban lo mundano no trascendente, no es de extrañar que tuviesen esclavos que los “liberaran” de las labores correspondientes al ciclo biológico). También la religión (específicamente el cristianismo) asume en general la comprensión de que el cuerpo-necesario es casi un “mal” mundano, la “carne” que nos hace impuros, el lugar de los castigos y las culpas; el cuerpo es recordar de continuo la pérdida del “paraíso”.

 

Cuando hablamos de "libertad", se quiere decir conducir el entendimiento de la corporeidad humana a la posibilidad de ser un cuerpo, es decir, entenderlo como órgano polivalente de acción y creación, de expansión personal, medio de liberación individual y colectiva, capaz de experimentar la euforia de sentirnos un solo ser indivisible, de "estar por entero metidos en nuestro acto, de confundirnos con él" (Bernard, 1985).

 

 Este binomio libertad-necesidad no es nada nuevo. Si echamos una ojeada a estas referencias, podremos advertir que forman parte de nosotros; en cierta medida nos condicionan. De hecho -como ya decíamos anteriormente- también proclaman valores. Que el cuerpo sea grandioso o inevitable, que pueda ser lo que nos libera, lo que nos encierra, ambas a la vez, o quizá ninguna de estas opciones, es cuestión de convicciones, creencias. Ya vimos, por ejemplo, lo importante que es el cuerpo para la religión, y más aún los mitos y valores que de él se desprenden, pues permite definir el poder sobre la muerte; la materia, la carne, el cuerpo se vuelve así una envoltura transitoria e inesencial, en oposición a una esencia (alma o espíritu) que puede ser imperecedera[25].

 

Para que el cuerpo se “libere” o logre la liberación tenemos que comprender de qué o quién se pretende liberar. Existe, desde el surgimiento de la vida en sociedad, la idea o ilusión de un “cuerpo social” (un ordenamiento social). Teóricos de la sociología como Durkheim o Weber dedicaron profundas investigaciones al estudio de este cuerpo. Sociólogos de la modernidad (como el propio Durkheim, o Comte) equiparaban la noción de sociedad a la de un “organismo” biológico, que comprendía órganos o átomos sociales (individuos) que emprendían de continuo funciones diversas y diferentes para que el cuerpo social pudiese subsistir, para que se autorregulara.

 

Una mirada interesante nos ofrecen Berger y Luckmann, quienes hablan de un proceso de “institucionalización” por el cual atraviesan todos los individuos de un cuerpo social, pues necesitan para poder ingresar a este cuerpo “internalizarlo”, hacerlo suyo (Berger y Luckman, 1974). Este proceso de “internalizar” la propia cultura o sociedad, lleva implícito un mecanismo: el del control. Se impone una objetividad coercitiva al individuo, que está presente en cada una de sus instituciones y actos institucionalizados

 

Hallarse algo institucionalizado significa poseer la fuerza para imponerse y compeler al individuo a aceptarlo como algo real, como algo que en sus acciones cotidianas el individuo no solamente sabe que existe, sino que debe actuar teniéndolo en cuenta obligatoriamente y siguiendo las reglas de juego que le son propias (Azcona, 1991, p. 152)

 

Es decir, que sería improbable o casi imposible comprender a los otros y a uno mismo si se sale de las normas, estructuras, reglas de juego que rigen al cuerpo social, ese mundo originado. Esta “interiorización” de algo que no es en principio propio, se convierte en pensamiento sobre las personas, en una especie de <metafísica> del cuerpo, que hace que la persona y su sociedad sean una misma realidad: gestos compartidos, lenguajes, normas, reglas, leyes, acuerdos (implícitos y explícitos).  Así, la “liberación” del cuerpo tiene al menos un sentido posible: Liberarse de la coerción del cuerpo social (de normas, costumbres, acuerdos, rituales). También puede perfectamente asumir la forma de romper el “lazo” objetivo del peso de la realidad, despreciando el cuerpo-objeto, el cuerpo materia, y asumiendo a un ser <interior>, un espíritu que se autocontrola y que es independiente, que no obedece sino a su propia conciencia y significados.  En el primer caso, “los otros” no implantan en el propio cuerpo sino algo que llega a ser falso, una “alienación” que no se adecua al propio ser. En el segundo caso, el cuerpo-objeto limita todas las posibilidades del alma. En el primer caso, el “alma simbólica” (el espíritu que nos une) encierra al cuerpo. En el segundo caso, el cuerpo-objeto encierra al alma. Estas serían la “libertades” buscadas por el ser con respecto a su corporeidad. Quizás en las sociedades actuales sea más común que el cuerpo individual se busque librar del “alma simbólica” que lo encierra, en lugar de librarse de un “cuerpo-objeto”.

 

Juan David García Bacca ofrece un brillante acercamiento a este problema del encierro:

 

Respecto de encierro –en cárcel, cuarto, casa, castillo [podríamos agregar mente, cuerpo, paradigma, etc.]

en Ciudad, Mundo, Universo, Cosmos

en Indefinido, Infinito-

malo es el estar encerrado –en algo de eso-;

peor es el sentirse encerrado;

lo pésimo consiste en sentirse encerrado por castigo o condena.

Mas al colmo se llega al estar y sentirse encerrado por creencias, dogmas, definición, esencia: por fantasmas.

Pero el colmo de los colmos es quedar y sentirse encerrado por truco, trampa, ratonera, caja fuerte que uno inventó para encerrar algo o alguien y, al probarlos, por descuido o tanteo resultó encerrado el mismo inventor. (García Bacca, 1984).

 

Quizás pudiera decirse que desde su venida al mundo, el hombre es el único ser que ya se encuentra encerrado: en su <especie>, en normas, en una “naturaleza”, en esencias fantasmagóricas. Y lo más terrible de todo es que al crecer se siente y se resiente de estar encerrado. Ocurre asimismo una suerte de encierro en la persona que enferma: se deja de ser el mismo que se era antes, “se singulariza y se desprende de su situación vital” (Gadamer, 1996, p. 56). Se rompe el lazo de unión, esa ligazón con el mundo; aunque sin embargo se sigue ligado a esa esperanza de reencontrarse con lo perdido.

 

Para evitar confusiones: lo opuesto de libertad no es siempre necesidad (entendida como ciclo biológico). La libertad estrictamente se opone a lo que no es libre, es decir, a la privación de libertad, que nosotros conocemos bajo la forma de encierro. Este encierro, prisión o cárcel puede estar asociado con las “necesidades” humanas desde los griegos, pues la esfera de “lo necesario” o, como la denomina Arendt, de lo “privado”, era guiada justamente por lo privativo de las necesidades humanas, que obligaban a satisfacer el ciclo biológico vital de la especie, es decir, tener que laborar para obtener alimento, buscar una casa para protegerse, tener sitio donde vivir y dormir. Para los griegos, la “esfera privada” era una condición pre-política, que los hombres debían solventar para poder ingresar o acceder al espacio “público”, donde lograban su condición de libertad entre pares (Arendt, 1996). Esta condición pre-política de las necesidades justificaban que el <paterfamilias> pudiese ser en el espacio interior de su casa -en lo oscuro de la intimidad- la autoridad indiscutible, con legitimidad de poder sobre esclavos, sirvientes y familia (la legitimidad provenía del anhelo de liberarse de lo privativo de las necesidades para ser libres). Al contrario, en la esfera “público-política”, la luz que arrojaba la libertad y la pluralidad lograba poner a los hombres como “iguales”. Sin embargo, hoy en día lo público y lo privado asisten a un “sincretismo”, bajo la emergencia de <lo social>: con el advenimiento de las sociedades de masas, el auge de la administración doméstica, se han desplazado las “necesidades” desde el oscuro interior del hogar, a la luz de la esfera pública (lo privado pasó a ser “lo íntimo” y no “lo necesario”, aunque sin embargo cada día la intimidad es más asediada por lo publico-político, en el sentido de una <administración doméstica de las necesidades colectivas>); así las divisiones entre “privado” y “público” han borrado su línea fronteriza (Arendt, 1996).

 

A la vez, y con la misma consistencia puede afirmarse que lo necesario no impide la libertad. Aunque resulte paradójico, a veces puede resultar todo lo contrario: si yo necesito que mi corazón bombee sangre a mi organismo con independencia de mi voluntad, esto no implica una “falta de libertad” o un determinismo biológico, sino que es justamente porque puedo “liberarme” de la función cardíaca que puedo encontrar nuevas posibilidades, gracias a que yo no controlo ciertas cosas de mi cuerpo es que tengo la oportunidad de hallarme frente a otros contextos, resolver otros problemas. Si no lográramos desprendernos de ciertos actos, como respirar, hacer la digestión, realmente seríamos casi “esclavos” de estas funciones, sería difícil realizar otros actos simultáneamente.

 

La esfera de lo “necesario” no es entonces opuesta en sentido estricto a la de la libertad. Si analizamos pausadamente los intercambios cotidianos de hoy en día, en las sociedades de mercado contemporáneas, podríamos decir que se le ofrece al “consumidor” la idea de que elige con total libertad lo que desea, por tanto, se le hace ver que “necesita” ciertas cosas, y que tiene la posibilidad de elegir las que más le “convengan”. Y es justamente por este doble proceso de la economía política de lograr materializar una génesis de necesidades que conlleva directamente a la ilusión de posibilidad de elegir lo adecuado, que hoy en día los conceptos de necesidad y libertad se vuelven más indiferenciados y borrosos que nunca.

 

Cuando se habla de lo “necesario”, bien sea en términos económicos o psicológicos, se pone en tela de juicio un concepto muy polémico, que tiene cantidad de baches y remiendos. Lo necesario se presenta como algo “inevitable”, una determinación (que puede ir contra voluntad) de un sujeto frente a un objeto o bien al revés (aunque también puede ser sujeto-sujeto u objeto-objeto), algo obligado de otra cosa. Es así como los seres humanos “necesitan” comida para vivir, “necesitan” dejar escapar sus impulsos libidinales, porque así está <programado> su ser, de acuerdo a ciertas causalidades. Sin embargo, si examinamos con mayor profundidad el concepto de “necesidad”, podremos observar con Baudrillard lo siguiente

 

todo aquello que habla en términos de necesidad es un pensamiento mágico. Estableciendo el sujeto y el objeto como entidades autónomas y separadas, como mitos especulares y distintos, hay que fundar su relación: el concepto de necesidad será su pasarela mágica (...) [es] un concepto suplementario, mágico, artificial, tautológico (...) Así el psicólogo, el economista, etc., que se dan un sujeto y un objeto, no pueden volverlos a juntar más que por la gracia de la necesidad (Baudrillard, 1987, p. 62 y 63)

 

O con mayor agudeza, dice: “La operación se resume en definir el sujeto por el objeto y recíprocamente: es una gigantesca tautología cuya concepto de necesidad es la consagración” (Baudrillard, op. cit. p. 63)

Es decir, por ejemplo, que lo que le daría sentido al cuerpo, tomando el caso de la economía, serían los objetos de consumo que lo satisfacen, y lo que le daría sentido a los objetos de consumo sería la existencia de un sujeto que los “necesite”[26].

 

Tomemos otro ejemplo: la “esencia” humana, que en la religión es el alma o espíritu, pero que en la ciencia generalmente asume la forma de mente (es decir: el sujeto “real”) <habita> en un “cuerpo”, que es su objeto. El único vínculo que surge entre uno y otro es el de la necesidad. El alma o la mente “necesita” del cuerpo para poder asumir una forma humana. No por casualidad Descartes establece el vínculo entre la mente y el cuerpo a través de “estados confusos” como el hambre, la sed y el sueño: es un puente entre la voluntad del espíritu y la necesidad terrenal (porque el hombre puede, aunque tenga hambre, sed, o ganas de orinar, “decidir” cuando hacerlo).

 

Pero el problema de lo necesario es bastante más complejo que declararlo simplemente “una mera tautología”, tal como la concibe Baudrillard[27], pues entre otras cosas concibe en efecto un límite (aunque borroso, difuso) en el cual el hombre deja de existir en la realidad.

 

Es ciertamente algo complejo, pues hablar de límites es hablar de fin. Y como dice Lyotard: "No se puede pensar el fin de nada porque fin es límite, y para concebirlo hay que situarse a ambos lados de él. De manera que lo que se termina debe poder perpetuarse como pensamiento para que sea posible decir que ha terminado". (Lyotard, 1998, p. 18)

 

Entonces, lo que queda <del otro lado> es la muerte, y la muerte se piensa desde el mundo en el que vivimos. En antropología, al hablarse de las necesidades humanas que nos mantienen vivos, se establece la noción de <mínimo vital antropológico> (Azcona, 1991), mínimo que de hecho siempre se refiere a cosas diferentes, dependiendo de la población y la cultura a la cual se pertenezca: no existe un mínimo común para vivir en los hombres (si bien la alimentación es “necesaria” para la subsistencia, nadie, ninguna sociedad estipula que obligatoriamente se deban realizar tres comidas al día, ni se presupone lo que debe comerse). Es allí donde entra el juego de la adaptación –biológica, psicológica o social-, pero también entra el juego de los valores de cambio en las sociedades actuales. Lo borroso de establecer límites entre qué se considera necesario y qué no, lleva, en nuestra sociedad, a la esfera de productividad y marketing el tratar de colocar un mayor número de productos dentro del rubro <lo que ud. necesita para vivir>.

*             *             *

¿De qué nos sirven estas dos aproximaciones (lo necesario-la libertad) para la comprensión del cuerpo en el mundo y el mundo en el cuerpo? Pues bien, hacia allá apuntaremos brevemente. Desde hace algún tiempo se habla acerca de la “liberación del cuerpo”. Este discurso cobró todo su auge en los movimientos contraculturales “hippies” de los años sesenta. Estas contraculturas –entendiendo por contracultura un fragmento discontinuo que establece divergencias dentro de un grupo social, el cual se opone a aceparlo en forma parcial o total- significaron un interesante movimiento en la forma de comprender al cuerpo. Se hablaba de “desnudarse” ante el fetiche en que se había convertido la moda; rebelarse con la “inocencia” del cuerpo desnudo ante una sociedad represiva que imponía en las ropas, los hábitos, las formas, todo el peso de una disciplina normalizadora y coercitiva. Fue una apertura a la heterogeneidad, y por tanto a lo nuevo. Lo que no se previó fue que la propia cultura fagocitaría este movimiento, lo adoptaría. Y esto porque una cultura que no se transforma, una cultura que pretende totalizar las conductas en una masa homogénea, negando su transformación, perece:  

 

Una cultura que (...) se inmoviliza y pierde su capacidad de modificar su contenido interno para reflejar las modificaciones del ambiente y del propio organismo social, será inepta para regir las respuestas de este organismo y variar su conducta, la cual se repetirá en una cada vez más abierta contradicción con la nueva situación real, hasta que la acumulación de tensiones entre la respuesta inadecuada y la nueva realidad haga colapsar el sistema  (Britto, 1996, p. 18).

 

Se nos ha hecho ver que el “cuerpo social” del que formamos parte, estaría compuesto por la universalidad de las voluntades de un grupo humano. Pero no es el consensus el que hace aparecer y mantener al cuerpo social como un organismo homogéneo, sino el “poder ortopédico” (Foucault, 1978) que se hace tangible sobre los cuerpos de los individuos. Con esto no se quiere plantear la idea de una “mano peluda” que coerciona las individualidades, sino afirmar que existe en las instituciones humanas, un materialidad de poder, que se ha manifestado en el efecto de la ocupación del cuerpo: la gimnasia, los ejercicios, el desarrollo muscular, la desnudez, la exaltación del cuerpo bello; el cuerpo se ha convertido en diversas sociedades en el centro del código cultural.

 

En efecto, el cuerpo participa (por supuesto que no de una forma pasiva) en una objetivación, que se convierte prácticamente en la arquitectura cultural en la que se habita, de acuerdo a tradiciones, filosofías, creencias, sabidurías. Por ejemplo: en la escuela “estético-ética” budista, las curvas, las formas con polaridad visceral, se centran en el equilibrio del vientre (hara), mientras que  en la escuela “estético-ética” occidental, el cuerpo se asemeja a un templo cuyos pilares principales son las formas musculares de los miembros y el desarrollo y la potencia del tórax (Sarano, 1967).

 

Sin embargo, este “dominio” férreo o implantación del cuerpo social en la individualidad ha ido haciéndose más leve en los últimos tiempos, pues las instituciones se han percatado de que pueden asimilar las diferencias sin modificar mucho su aspecto: en el pasado se había pensado que la dominación del cuerpo debía ser pesada, maciza, constante, minuciosa: de allí los regímenes disciplinarios formidables de las escuelas, los hospitales, los cuarteles, las familias, etc. en los siglos XVIII, XIX y principios del XX. Pero en las sociedades postindustriales actuales, sobretodo a partir de los sesenta, se ha descubierto que los controles pueden ser mucho más abiertos, relajados y exitosos, asumiendo la forma de un control-estimulación, más que de un control-represión. (Foucault, 1978). Por ejemplo, los controles de la sexualidad se han atenuado y adoptado otras formas, así como las normas, la moral, los valores, han sido puestos bajo el efecto de una idea de “libertad” de elección, se supone que la idea del control, del éxito, la responsabilidad, se encuentra sobre los hombros del individuo, como una opción a la carta. Se “necesita” pues, un mundo individualizado, con un complejo “psi” que determine nuestro accionar, con la ilusión de que los seres tienen el control y la “libertad” de su realidad, para lograr mantener al cuerpo social en ciertos parámetros de estabilidad.

 

Comprendemos entonces que el “cuerpo social” puede establecer en los cuerpos individuales los códigos habituales, el mundo “originado” que está antes de que cualquiera de nosotros llegue a él, y seguirá estando después de que nos vayamos. Pero el ser, así como lo plantea el interaccionismo simbólico (Blumer, 1982) no es un “idiota cultural”: con su nacimiento, el ser puede “originar” nuevas transformaciones, hacer otros mundos. Con cada recién llegado –con cada nacimiento- “cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable.” (Arendt, 1996, p.202).

 

Entonces, debemos tomar distancia frente a lo considerado como “Valioso”, el centro, e implica en cierto modo trasladarnos del centro a la periferia, pues aunque “los depósitos de sentido” estén asociados a ciertos controles institucionales que los producen, administran y los ponen a disposición de los individuos, la producción, distribución y creación de sentido no se limita a estos controles institucionales.

 

4.- ¿Una Metamorfosis Histórica?:

¿Para qué preguntarse si la historia la hacen los hombres o la hacen las cosas, si es evidente que las iniciativas humanas no anulan el peso de las cosas y que la “fuerza de las cosas” justamente opera gracias a los hombres” (Merleau-Ponty, 1964).

 

Al comienzo no faltó el orden en los preparativos para construir la Torre de Babel; orden en exceso quizá. Se preocuparon demasiado de los guías e intérpretes, de los alojamientos para obreros, y de vías de comunicación, como si para la tarea hubieran dispuesto de siglos. En aquella época todo el mundo pensaba que se podía construir con mucha calma; un poco más y habrían desistido de todo, hasta de echar los cimientos. La gente se decía: lo mas importante de la obra es la intención de construir una torre que llegue al cielo. Lo otro, es deseo, grandeza, lo inolvidable; mientras existan hombres en la tierra, existirá también el ferviente deseo de terminar la torre. Por lo cual no tiene que inquietarnos el porvenir. Por lo contrario, pensemos en el mayor conocimiento de las próximas generaciones; la arquitectura ha progresado y continuará haciéndolo; de aquí a cien años el trabajo que ahora nos tarda un año se podrá hacer seguramente en unos meses, mas durable y mejor. Entonces ¿para qué agotarnos ahora? El empeño se justificaría si cupiera la posibilidad de que en el transcurso de una generación se pudiera terminar la torre. Cosa totalmente imposible; lo más probable será que la nueva generación, con sus conocimientos más perfeccionados, condene el trabajo de la generación anterior y destruya todo lo construido, para comenzar de nuevo. Esas lucubraciones restaron energías, y se pensó ya menos en construir la torre que en levantar una ciudad para obreros. Mas cada nacionalidad deseaba el mejor barrio, lo que originó disputas que terminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían ningún objeto; algunos dirigentes estimaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre, y otros, que más convenía aguardar a que se restableciera la paz. Pero no solo ocupaban el tiempo en pelear; en las treguas embellecían la ciudad, lo que a su vez daba motivo a nuevas envidias y nuevas polémicas. Así transcurrió el tiempo de la primera generación, pero ninguna de las otras siguientes tampoco varió; solo desarrollaron más la habilidad técnica, y unido a eso, la belicosidad. A pesar de que la segunda o tercera generación comprendió lo insensato de construir una torre que llegara al cielo, ya estaban todos demasiado comprometidos para dejar abandonados los trabajos y la ciudad... (Kafka, 1980)

 

No podíamos abrir este apartado sin mencionar a un autor consagrado por sus relatos metamórficos: Franz Kafka. Este cuento suyo nos sirve como preámbulo para introducir este segmento: la irreversible sospecha de que una tarea tan ambiciosa como la de llegar hasta el cielo, la de buscar ascender a lo divino, termine en destrucción, caos y guerra, es una constante humana a la que ni siquiera el conocimiento de la ciencia ha escapado.

 

Desde finales del siglo XIX, comienzos del XX, en plena cúspide de la ambición y la ilusión de progreso científica –la era positiva comteana- parecían ya gestarse desde abajo las más profundas crisis epistemológicas, rupturas, y conflictos irreconciliables. ¿Por qué el mito de la torre de Babel parece acompañar al conocimiento científico?.  Es una pregunta interesante, y quizás se deba a que el científico ha sido y es, por principio, pretencioso. El Moisés del saber que nos guía hacia la utopía del conocimiento universal, se sumerge una y otra vez en el fracaso: el espejismo de la utopía, el efecto de oasis que se forma por el anhelo de su ilusión de progreso se desvanece, se desmorona, y esto por supuesto produce incertidumbre.

 

Si decimos que no avanzamos en un camino que conduce a la explicación del universo, ni de nada, entonces la angustia penetra en lo más profundo del pensamiento:  es la pérdida de sentido.  ¿Por qué seguimos generando conocimiento, si todo da lo mismo?. He allí la pregunta que muchos se hacen cuando se resquebrajan los esquemas de los paradigmas tradicionales, llamando “crisis” a un desastre que creen casi apocalíptico. Y entonces quedan atrapados en una inercia paradigmática que se resiste a nuevas miradas. Están (y estamos todos) ya como el relato de Kafka: “demasiado comprometidos para dejar abandonados los trabajos y la ciudad...” de la ciencia.

 

En efecto: habitamos en tradiciones, y si algo ya es tradicional en las ciencias es la competencia paradigmática. Cada nueva aproximación teórica, metodológica o empírica intenta ofrecer miradas más completas, abarcativas, o al menos más coherentes. Y muchas veces, cuando lo logran, sucede casi lo mismo que en el mito: no se llega al cielo, pero sí se destruye lo que los predecesores construyeron, o cuando no, se entablan batallas por mejores espacios en la ciudad de la ciencia.

 

 Si tomamos por cierta la máxima foucaltiana que pone en evidencia que el conocimiento y el saber, en sus términos más generales, ejercen poder sobre otros, y no son (y nunca han sido) ascéticas verdades “objetivas” y neutras[28]; y luego completamos el mosaico comprendiendo que todo poder tiende siempre al exceso -y casi nunca lo contrario- tendremos una idea aproximada del por qué la dinámica de las ciencias y el mito de la torre de babel tienen tantas semejanzas.

 

Ahora bien; las revoluciones y las resistencias no son -ni por supuesto han sido- nada “nuevo” en la historia de la humanidad, y mucho menos de la científica. Ellas han acompañado la búsqueda del hombre por comprender y conocer lo que sucede.  Historiográficamente, según Kuhn, existen dos maneras de concebir el desarrollo del conocimiento científico: i) mediante rupturas y crisis -períodos de ciencia revolucionarios- o ii) a través de una especie de “linealidad” en entredicho -períodos de ciencia normales- (Kuhn, 1980). Decimos en “entredicho” pues para el autor la ciencia no consiste en una acumulación gradual de datos y formulaciones cada vez más precisas de teorías –a diferencia, por ejemplo, de Popper, para quien la ciencia avanza en círculos concéntricos abarcativos-. Sin embargo, existe en Kuhn (así como en otros tantos teóricos) cierta tendencia a aceptar que el saber científico y técnico progresa; lo que se discute por lo general es la forma de ese progreso: “unos lo imaginan regular, continuo y unánime, otros periódico, discontinuo y conflictivo” (Lyotard, 1989).

 

 Pero como pone en evidencia J.F. Lyotard, dichas concepciones son engañosas, pues en principio, el saber científico no es todo el saber, y las diferencias y cercanías con otros tipos de saberes o conocimientos manifiestan un cuestionamiento a este reduccionismo cientificista: el hecho de que los científicos acepten un modelo en una época específica no quiere decir que ese sea el conocimiento o el saber “verdadero y legítimo”, aunque pueda hasta cierto punto aproximarse a lo que ha sido llamado  “espíritu de la época”.

 

Resulta entonces que el conocimiento generado por la ciencia no es tan aislado, objetivo y “verdadero” como suele pensarse por algunos: en los sistemas o “matrices disciplinares” (paradigmas) se hace imposible deslindar las prácticas sociales, valores y creencias de los sujetos que encarnan ese conocimiento. Se parte de concepciones previas, visiones de mundo (Weltanchaungen), formas de comprender la realidad, la moral, el ser. Se parte también de un mundo común de objetos, unas condiciones compartidas.

 

Claro que el (o los) paradigma(s) que se imponen frente a la competencia de los otros, logra(n) luego aceptación de parte de la comunidad científica, y son considerados entonces como legítimos. Pero esta legitimidad es cosa ficticia, ilusión objetivada, aunque su fuerza puede arrastrar consigo generaciones enteras.  

 

Tratemos de acercarnos brevemente a cómo la conformación del conocimiento científico y el saber entran en contacto con el tema que nos interesa. Podríamos decir que estos temas se encuentran en el epicentro, en la más profunda base del edificio del científico. Lyotard (1989) plantea que el conocer y el saber tienen dos principales formas que se traducen en funciones (o funciones que se traducen en formas), que son: la investigación y la transmisión de conocimientos (Lyotard, 1989). Como hemos venido haciendo hincapié, ninguna de estas actividades humanas -por más imparciales y “objetivadas” que parezcan- escapan del “marco” socio-histórico ni semántico en el que se encuentran, existen en un mundo entre hombres[29]. El no escapar a esa matriz supone, por supuesto, que existen diferencias[30], que indudablemente no son sólo verticales, sino también horizontales (aunque en los períodos de ciencia normales pareciera existir un “mainstream” al cual se ajusta la mayoría), pero existen en unas condiciones relativamente continuas, en un mundo de condiciones comunes –aunque la misma pluralidad nos exija hablar de inconmensurabilidad entre teorías-. En fin, el punto es que la influencia socio-cultural en la adquisición y conformación del saber se muestra tan evidente que no parece nada saludable relegarlo tan sólo a ser “un telón de fondo” o background, una atmósfera que sirve para dar colorido y textura a la verdad.

 

Estas afirmaciones responden a ciertas maneras de entender lo cultural: la definición de cultura de la que partían autores como Webster o el mismo Marcuse, era comprendida como un complejo de creencias realizaciones, tradiciones, etc. que constituían el “telón de fondo” (background) de una sociedad (Marcuse, 1972)[31]. Esta aclaratoria, que sugiere que lo “socio-cultural” ha sido relegado al “telón de fondo” tiene una función: busca denunciar una concepción muy acostumbrada en psicología. La mayoría de los psicólogos, a pesar de sus diferencias, coinciden en que el hombre es un ser “bio-psico-social”[32], y que cada uno de esos aspectos –biológico, psicológico y social- están integrados; pero lo “social” no ha dejado de ser ese background, un marco aislado, que todos mencionan su importancia, pero que pocos lo incluyen en sus investigaciones. A lo sumo, se toman biografías del sujeto o sociografías del momento histórico a partir de algunos actores, tratando de descifrar algunos aspectos complejos: “era francés, los pensadores franceses suelen ser crípticos”, o bien: “para la época, en Alemania el racionalismo era fundamental”.

 

Podemos entonces intentar remarcar brevemente la importancia de algunos procesos socioculturales en la construcción de conocimientos dentro de las ciencias: toquemos el tema de la legitimación ya antes nombrado. Lyotard define la legitimación como “el proceso por el cual el legislador se encuentra autorizado a promulgar esa ley como una norma” (Lyotard, 1989, p. 23).

 

 De allí establece una analogía con el procedimiento de las ciencias:

 

Sea un enunciado científico; está sometido a la regla: un enunciado debe presentar tal conjunto de condiciones para ser aceptado como científico. Aquí, la legitimación es el proceso por el cual un <<legislador>> que se ocupa del discurso científico está autorizado a prescribir las condiciones convenidas (en general, condiciones de consistencia interna y de verificación experimental) para que un enunciado forme parte de ese discurso, y pueda ser tenido en cuenta por la comunidad científica. (Lyotard, 1989, p. 23)

 

Entonces, el derecho de decidir lo que es o no “verdadero” no es independiente del derecho de decidir lo que es o no “justo” para una determinada comunidad de espectadores, pues los enunciados científicos son sometidos a autoridades científicas. Examinando minuciosamente estos procesos, apreciamos que saber y poder son dos caras que resultan de una misma interrogante <¿Quién decide lo que es saber, y quién sabe lo que conviene decidir?>[33]. No obstante, no todo en las ciencias se restringe a “justificar” creencias ante una audiencia, pues hay cosas que no necesitan justificarse, pasan por supuestas. Mas aún, las creencias no surgen ex-nihilo, lo que nos remite directamente a unas condiciones humanas generales, y lo que además nos sugiere que no sólo existen poderes institucionalizados que <administran> los acervos de sentido, sino que éstos son inevitables, y obviamente no todo el tiempo son negativos.

 

En resumen, no tenemos por qué plantearnos una teoría naturalizada del conocimiento, ni buscar una correspondencia de enunciados “verdaderos” con la realidad, así como tampoco responsabilizar al quehacer científico de autoritario, segregacionista o coercitivo (aunque evidentemente estos últimos son aspectos que entran en el juego de la construcción de conocimiento científico). Richard Rorty lo expresa con las siguientes palabras: “Lo más importante que hemos aprendido de Kuhn y de Davidson es que no hay algo así como un cartesiano `orden natural de las razones´ ”. (Rorty, 1997, p. 32).

 

Decíamos anteriormente que los procesos de investigación y transmisión de conocimientos eran los principales aspectos en la conformación del saber. Podría pensarse que el proceso de aprendizaje en la <formación> de conocimientos, supone que hay o debe haber un <sabiente> (alguien que debe poseer un saber legítimo), y unos <noveles sabientes>, los primeros dispuestos a transmitir y formar a los segundos, forjándoles el espíritu con su misma forma de vida y visión de la ciencia. Esto parece muy simple, y hasta se introduce la épica de la hermosa relación maestro-alumno. Pero sin embargo, el asunto parece mucho más complejo; por ejemplo: actualmente, con el advenimiento de las sociedades postindustriales de consumo, ésta formación que ofrece el <sabiente> a su novel receptor luce de otra manera:

 

El antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación (“Bildung”) del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso (...). El saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser cambiado (Lyotard, 1989, pag. 16)

 

Esta aseveración de que el saber “es y será producido para ser vendido” nos luce un poco descabellada en primera instancia, pues habitamos en un mundo donde el conocimiento no sólo está pautado por valores de cambio comerciales, sino por ciertas regularidades (las tradiciones, la cultura, el mundo) desde las cuáles los hombres van asimilando nuevos conocimientos. Sin embargo, bajo las condiciones actuales, hoy en día la conformación del saber parece estar en buena medida atravesada por un valor de cambio comercial; la ciencia y la tecnología están inmersas, quiéranlo o no, en el mar de las fuerzas de producción. Este giro, evidentemente, no guía por completo las investigaciones y la “transmisión” de conocimiento; pero sí orienta un marco y ciertas reglas de juego que se deben seguir para conseguir financiamiento (que significa, por supuesto, su sobrevivencia). Cabe acotar que esto se hace cada vez más preocupante para disciplinas como la Psicología, que se abocan a solventar o al menos facilitar la solución de problemas que tengan que ver con las personas. La salida más frecuente es generar nuevas necesidades y demandas en la población: más o menos como los microondas (con el perdón de los psicólogos) lo hicieron en su momento: nadie creía necesitarlos, hasta que se acostumbraron a tener uno (Baudrillard, 1987).

 

Toda esta exposición nos sirve para comprender que “los sentidos” atribuidos a ciertos referentes no sólo no son estáticos, sino que inesperada e indeterminadamente se van transformando y van proyectando nuevos valores; pero no necesariamente porque no existieran y “de repente” se generó un cambio paradigmático, sino quizás porque ya existían pluralidad de voces no iluminadas, relegadas minorías desapercibidas.  Igual cosa ocurre con el papel de la historia en la ciencia.

 

Si se considera a la historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede producir una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia (Kuhn, 1980, p. 20).

 

Tradicionalmente la ciencia plantea lo histórico desde aquella visión que tiene del mundo, y así se erigen los pilares que legitiman el nacimiento de tal o cual paradigma científico. Es lo que Richard Rorty (1989) denomina historiografía Whiggish, y que Tomás Ibañez retoma lúcidamente: “La historiografía whiggish trata, en definitiva, de legitimar el presente buscando en el pasado la confirmación de las creencias y de los valores actuales” (Ibañez, 1990, p. 13).

 

Parece indudable entonces que existan diversas maneras de escribir la historia, las cuáles pueden determinar la configuración de cómo entender realidades actuales. Este último autor da un ejemplo muy claro para los psicólogos sociales: G.W. Allport, en el Handbook of Social Psychology de 1954, explicaba en su capítulo que podía considerarse a Augusto Comte el “padre fundador” de la psicología social -colocando en un pedestal al filósofo positivista-. Esto era evidente para la época, pues la corriente principal de la disciplina en aquel entonces tenía una vertiente positivista y experimentalista, lo cual afianzaba la “designación” de Comte (Ibañez, 1990). En otras palabras; la herencia de una filosofía positivista, y sobre todo de un cientificismo experimentalista, se convirtieron en un arsenal eficiente para suprimir o fagocitar las condiciones socio-culturales e históricas que inciden en la producción de conocimientos científicos: es el estereotipo del científico que se limita a “descubrir” leyes o mecanismos objetivos, que son independientes del tiempo y del sujeto que los elabora.

 

Tal como nos adelantó Heidegger, estas tradiciones pueden llevarnos a “olvidar” totalmente los sentidos de origen, inclusive desarrollar el sentimiento de que no se requiere comprender la necesidad de semejantes regresos (Heidegger, 1982). Si se cambia radicalmente la imagen científica, disipando esa neblina de objetividad que se desprende de una “verdad histórica”, y se abre una pluralidad de interpretaciones acerca de lo histórico, se formula un planteamiento que no ha terminado de calar en las comunidades científicas: <la ciencia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales> (Kuhn, 1980). E incluso podríamos poner en entredicho el mismo sentido de “progreso” o “desarrollo”, pensando más bien en que se juegan constantemente diferentes juegos con reglas cambiantes, no por ello <mejores> o <peores> que las anteriores: nadie puede decir que sea mejor un microondas que calentar la comida en una hornilla. Ciertamente es más cómodo, te ofrece tener más tiempo libre, pero la ganancia del tiempo libre o de ocio tiene que ver con el estilo de sociedad en que vivimos, donde la producción y el descanso son valoradas, y no por que ello sea bueno per sé.

 

Esto no niega en lo absoluto que podamos pensar en ciertas líneas de sentido, regularidades y “memorias colectivas” en las comunidades, que guardan en sus instituciones ciertos acervos históricos que pueden variar completamente en determinado momento: “revolucionarse”. Y asimismo, las revoluciones, tal como lo plantea Kuhn y como lo podemos apreciar en el cuento de Kafka, también pueden cambiar el concepto previo del mundo.

 

Guíados por un nuevo paradigma, los científicos adoptan nuevos instrumentos y buscan en lugares nuevos (...)  ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos conocidos y en lugares en los que ya habían buscado antes. Es algo así como si la comunidad profesional fuera transportada repentinamente a otro planeta, donde los objetos familiares se ven bajo una luz diferente y además se les unen objetos desconocidos (Kuhn, 1980, p. 176)

 

Kuhn sugiere que esas transformaciones, como por ejemplo la revolución de Galileo, son como un cambio en la forma (Gestalt) de percibir al mundo, pero no es el mundo el que cambia en realidad. Es decir, que el significado puede cambiar puesto que se introducen elementos que antes no eran visibles, no estaban en nuestra percepción, pero el objeto real, el objeto físico tal y como existe para Kuhn, no cambia.

 

Al respecto podríamos expresar nuestras diferencias, ya que, fenomenológicamente, si cambia nuestra percepción, significación y comunicación sobre el mundo, cambia en efecto el mundo. Esto es lo que ha sido denominado reduccionismo fenomenológico: si asumimos que hay que “resituar las esencias en la existencia” como dice Merleau-Ponty, y debemos volver sobre “las cosas mismas”, es decir, volver a la experiencia en ese mundo en que habitamos -del que el conocimiento habla siempre-, entonces se plantea que sólo lo que aparece en esa existencia dentro de un mundo y en un sujeto brindado a ese mundo es lo ontológicamente apreciable.

 

Mas sin embargo, realicemos un “experimento” ficticio: si creemos que la tierra es plana -y esa es nuestra convicción, pues un sabio en el pueblo en que crecimos nos lo demostró, y la hemos pensado así desde pequeños-, y logramos calcular su radio por un cálculo geométrico, y luego de algún tiempo un científico nos persuade (con mucha dificultad) que la tierra no es plana, sino esférica, y calculamos otra vez su radio con otro procedimiento más “aproximado”, es probable que la medida sea asombrosamente similar, pero no se trata ya del mismo objeto. Incluso si viene un tercer científico a decirnos que la tierra no es esférica, sino irregular, achatada en los polos, y bastante deforme (ninguna semejanza con los cuerpo geométricos perfectos euclidanos), y hace que la midamos por satélites, probablemente las medidas, aunque varíen un poquito, sean asombrosamente similares, pero evidentemente no es el mismo objeto físico que en el primer y segundo caso. Es decir, que el <objeto físico> (la tierra) nunca fue independiente del método con que se medía, ni mucho menos aislado de las creencias que se mantenían en torno a él. Pero los que opinan que la <verdad auténtica> siempre sale a flote, nos tratan de convencer de que el objeto tierra como es en “realidad” siempre fue igual independiente de los medios y las formas en que los hombres la conocían.

 

Lo que puede resultar evidente, es que nuestra actual manera de comprender las cosas tiene inevitablemente que influir en nuestra manera de entender la historia (¿cómo dudar que la tierra siempre tuvo la misma forma que sabemos que tiene hoy en día, y no pensar que aquellos hombres estaban simplemente equivocados?[34]), aunque es un poco descabellado pensar que las cosas sigan iguales en el futuro (¿cómo sabremos si mañana no existirá otra teoría que nos ofrezca una explicación más convincente acerca de la tierra y los cuerpos celestes?). Es una salida común considerar que la Tierra plana fue una <simple apariencia> que ocultó su verdadera forma: fue un defecto en la percepción, un error del sujeto. Pero era una manera de estar-en-el-mundo, una convicción en la que se habitaba, acompañada de muchas otras que en la actualidad pueden sonarnos fantásticamente ridículas e incomprensibles, pero que tenían mucho peso en aquel contexto.

 

Podríamos estar de acuerdo en que si consideramos que el sujeto se puede “equivocar” al reconocer perceptualmente objetos, entonces no podríamos nunca considerar que lo que vemos sea algo “verdadero”, tendría que ser necesariamente provisional, hasta que, como dice Popper, alguien lo “falsee”. Pero si sabemos que nada nunca aparece por completo “realmente”, y que no hay objetos independientes de la relación que tienen con sujetos, entonces podemos orientarnos hacia un “entre-deux” o “vía media” (Merleau-Ponty, 1975), que no le concede el peso de realidad a la “independencia” del mundo de leyes por descubrir, ni mucho menos a un “foco de verdad intrínseca” que se desprende de los sujetos, sino al habitar de un sujeto en el mundo.

 

Pero ¿a qué viene todo esto, qué importancia tiene sobre la comprensión del cuerpo?. La “vía media” o el entre-deux nos permite aproximarnos a la corporeidad desde un movimiento que repta entre A) Lo “dado” (la biología del ser, los objetos y la mundanidad del mundo), así como B) lo que “damos” (la atribución de sentidos en los hombres, sus redes de comunicaciones y significaciones, su libertad, originalidad, etc.). Evidentemente, uno tiene que existir por el otro, y viceversa.

 

En la historiografía filosófica y científica del cuerpo, pareciera ser que la humanidad ha tenido un cuerpo que se ha metamorfoseado históricamente, lo que podría interpretarse como especies de “mutaciones” en el cuerpo biológico y el cuerpo vivido (y obviamente en el conocimiento del cuerpo), debido a “rupturas” paradigmáticas y evolución biológica. La teoría evolucionista de Darwin ha resultado de importancia fundamental sobre esta concepción. Cuerpo-animal, cuerpo-instrumental, cuerpo-máquina, cuerpo-computadora. Pues bien, esta idea resulta un tanto confusa, debido a que si pensamos que existen diversas formas de escribir e interpretar la historia, y que existe un entre-deux, no tendríamos un cuerpo que se ha metamorfoseado en otro, y así sucesivamente, sino que estamos conformados por un cuerpo plural, que parece inagotable e inconmensurable, pues su transformación -un signo de natalidad infinita- no deja de sucederse en todo momento. Las metáforas que nos planteamos para comprenderlo pueden tener la misma fuerza para objetivarlo que un “descubrimiento” real de objetos: tan sólo apreciemos las metáforas de cuerpo-máquina cartesiana (en el maquinismo, la revolución industrial) y de cuerpo-computadora de los cognitivistas (en la era del CPU y de las ciber-telecomunicaciones) para darnos cuenta de cuánto han influido en la propia imagen y comprensión del cuerpo la relación con el mundo en que vivimos: tanto como el “descubrimiento” de la anatomía humana y los mecanismo fisiológicos.

 

Es entonces imposible responder a génesis lineales; es una ficción historiográfica el considerar al cuerpo como una linealidad que va “evolucionando” o “progresando” como si las palabras hubiesen guardado su sentido, los deseos su dirección, las ideas su lógica: como si este mundo de cosas dichas y queridas no hubiese conocido invasiones, luchas, rapiñas, disfraces, trampas (Foucault, 1978, p.7)

 

Se requiere entonces percibir la singularidad dentro de contextos, encontrar los sucesos allí donde menos se los espera, y en aquello que pasa desapercibido, en lo que es dado por supuesto. Un ejemplo simple pero expresivo: muchos de nosotros no cuestionaríamos que la forma “natural” del hombre es su desnudez, una desnudez que ya de por sí nos distingue e identifica de los otros. De lo cual se sigue que es la capacidad del artificio humano lo que lograría “vestirnos” con determinada función (protección del frío, de enfermedades, etc). Pues bien: en la antropología cultural este supuesto parece ser bastante ficticio, ya que la forma “natural” del hombre parece ser justamente su vestimenta; incluso en tribus aborígenes primitivas, el cuerpo nunca está <desnudo>, siempre está pintado de maneras diferentes, se adorna con collares, zarcillos, perforaciones, plumas, que proporcionan identidad, que lo distingue de los demás (lo que nos daría para pensar si la vestimenta se trata en efecto de un artificio funcional). Autores como Richard Dawkins y Daniel Dennet denominan “extended phenotype” (fenotipo extendido) a esta ampliación corporal (Dennet, 1991). Este fenotipo “extendido” hace que consideremos que los cuerpos no existen aisladamente; una araña se piensa desde su telaraña (lo que la puede incluso distinguir de las demás arañas más que su cuerpo biológico) lo mismo que los hombres nos pensamos, distinguimos, adquirimos identidad por nuestras vestimentas, nuestras casas, nuestros carros, y mucho más aún, por nuestras redes de sentido en el lenguaje, que se convierten en “fenotipos extendidos” de nuestra corporeidad.

 

Realicemos entonces un pequeño bosquejo que, atendiendo a esa pluralidad histórica, no buscará una “cronología” del cuerpo, sino más bien una comprensión abierta, en base ciertos lineamientos. La cuestión de la corporeidad, y de nosotros mismos, puede ser planteada básicamente en dos direcciones, a través de dos preguntas que parecen hasta ridículas de responder. ¿Nosotros existimos? Por supuesto que sí, la misma pregunta presupone su respuesta. ¿Somos entidades contenidas en nuestro cerebro, que controlan el cuerpo, que piensan y toman sus propias decisiones?  Obviamente que no, no es nada creíble que nuestro ser <habite> sólo en unas neuronas cerebrales (Dennet, 1991)[35]. Es decir, que no somos un fantasma en la máquina de nuestro cuerpo, tanto como no somos una neurona cerebral. Pero ambas respuestas tan lógicas (por supuesto que sí, y obviamente que no) nos llevan a “una vía media” que puede resultar poco atractiva, por no ofrecer mucha certidumbre. Es un terreno vasto e inseguro, en el que en algún momento, como dijimos, mi carro empieza a formar parte de <mí>, es una prolongación de mi cuerpo y mi yo, pero evidentemente el carro no soy yo. Es entonces una relación de apropiación y extrañamiento en la que el “muro” de la piel corporal pareciera marcar un límite, que se extiende difusamente hasta ciertos objetos que adquieren sentido, significan algo para la identidad y la alteridad entre un contexto de espectadores.

 

El mundo es algo que generalmente damos por supuesto -lo cual no es “malo” en cierto modo, pues nos permite movernos con cierta comodidad y libertad-, pero que no puede determinarse ni por la vía de una exégesis de la res extensa (como tradicionalmente algunas tendencias lo hacían), al igual que el sujeto no puede determinarse por la vía de una exégesis de la res cogitans: “Nuestro cuerpo es lo que forma y hace vivir al mundo, es nuestro medio general de tener un mundo”. (Bernard, 1985, p. 72)

 

Es decir, que el cuerpo humano puede utilizar sus propias partes como simbólica general del mundo (sobre todo por la asignación de sentidos en el lenguaje, en forma de relatos, mitos, teorías, como lo veremos en el siguiente capítulo) y mediante la cual podemos frecuentar ese mundo, comprenderlo y encontrarle significación,  pues nuestro cuerpo está inmediatamente abierto al de los demás, o más exactamente: “yo estoy instalado en el cuerpo del otro, así como el otro está instalado en el mío en virtud de nuestros sentidos, nuestra motricidad y nuestra expresión misma” (Bernard, 1985, p. 75).

 

Esta especie de “intercorporeidad” en un mundo que es habitado por diversidad de cuerpos, hace que podamos plantearnos que no hay límites entre el cuerpo y el mundo: en toda percepción y sensación ambos se entrelazan y se cruzan de tal manera que ya no podría decirse que el cuerpo “está-en-el-mundo” ni que la visión “está-en-el-cuerpo” (mucho menos decirse que el ser está-en-la-mente).

 

Entonces podemos pensar que el cuerpo y el mundo no son lugares neutros, son más bien espacios expresivos; por ello la posición que elegimos con respecto a ambos (cuerpo y mundo) manifiesta, explícitamente o no, la posición que elegimos respecto de la realidad. El cuerpo puede ser prisión, obstáculo, apremio, cortina, motivo de alienación; puede ser también liberación, órgano de goce, placer, acción, belleza. Puede considerarse que existen conjuntamente antinomias opuestas (como Eros y Tánatos en Freud); o puede también considerarse que las antinomias mayúsculas han perdido todo su radical sentido, como lo sugieren algunos autores, con el advenimiento de la posmodernidad (Lipovetsky, 1996; Lyotard, 1989). Estas formas de ver al cuerpo orientan la forma de comprender una simbólica general del mundo. Nos queda por averiguar en qué valores se mueve nuestro cuerpo en las sociedades actuales, con el desarrollo de tantas tecnologías de telecomunicación, posibilidades de consumo y divertimento.

 

Es posible entender la idea de por qué el cuerpo es un centro con tantas filiales (medicina, sociología, psicología, filosofía, antropología, entre otros campos que confluyen en este “sujeto-objeto” de conocimiento), pues es bisagra entre diferentes disciplinas, está inmerso en lo público y lo privado (Arendt, 1996), en la acción individual y colectiva, en el medio del simbolismo social (Le Breton, 1990). No en vano para Bernard (1985) se podría tener una idea de la historia de las diversas sociedades humanas en torno a sus concepciones acerca del cuerpo.

 

BIBLIOGRAFÍA DE CAPÍTULO I: DEL CUERPO AL MUNDO, Y VICEVERSA

 

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Notas y Comentarios


[1] Cursivas nuestras.

[2] El desarrollo de la “hermenéutica” tal como será entendida en esta tesis se plantea en el siguiente capítulo. 

[3] Subrayado nuestro. 

[4] Negrillas nuestras. 

[5] Casi toda psicología comienza (en principio) por una búsqueda: la de reconocer en el hombre instancias que se mantengan a lo largo del tiempo y que den cuenta de ese su “ser”, es decir, “esencias”. Claro que estas esencias tienen diferentes formas, que no siempre ofrecen derivaciones similares: no es lo mismo hablar de estructuras psíquicas inconscientes que de principios regentes de la conducta, personalidad o funciones cognitivas. Todos estos conceptos refieren entidades que organizan e integran experiencias, agrupan fragmentos que parecerían por sí mismos deshilvanados. El conflicto para la ciencia psicológica comienza cuando se necesita asegurar la permanencia de esa esencia ante futuras transformaciones, ante posibles cambios: es el nacimiento de la metafísica, el fundamento invisible de toda forma.

[6] Cursivas nuestras. 

[7] Cursivas nuestras. 

[8] El poner al cuerpo aquí  en tercera persona (él) es una restricción lingüistica de construcción gramatical, no significa un distanciamiento ontológico del ser y del cuerpo.

[9] Para mayor precisión ver capítulo 2.

[10]  Negrillas nuestras.

[11] Podemos rescatar en plenitud las palabras de Nietzcshe “¿Qué es, pues, la verdad? Un ejercicio móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos... que tras un prolongado uso parecen firmes, canónicas y obligatorias para la gente” (Nietzcshe, 1983).

[12] Las palabras de Hipócrates de “no hay enfermedades sino enfermos” señalan el riesgo de universalizar las enfermedades como categorías separadas de quienes las padecen. Sin embargo, se asume sin dificultad que cada uno de los órganos internos de los hombres “normales” (es decir, sanos) son casi iguales, separándolos sin mucha dificultad de quienes los “poseen”.

[13] A excepción de algunas teorías, en especial las existencialistas. 

[14]  Las negrillas son nuestras. 

[15] Más adelante analizaremos el llamado “segundo nacimiento”. 

[16] Negrillas nuestras.

[17] Quizás el mayor paso que pudo darse en este sentido fue el del psicoanálisis, al mover de la conciencia, de la voluntad y de la racionalidad del ser algunas de sus características de personalidad. Quizás por ello aún hoy en día tiene tantos detractores y ofrece tantas resistencias.

[18] Al decir que el “yo” es corporal no asumimos éste en un sentido genético, biológico, libidinal, o social. La idea justamente es colocarlo en un “entre-deux” Merleau-pontyano, donde se confunden lo “originado” y lo “originante”. 

[19] Evidentemente, Gadamer se refiere aquí al problema de la traducción e interpretación de textos, y no al tema específico de la corporeidad. Sin embargo, el conocimiento para uno y otro es similar:  los “textos”  son las huellas o inscripciones linguísticas de “otros” o de “nosotros”, por tanto, son “rastros corpóreos del ser”.

[20] Negrillas nuestras.

[21] Aclarando que la “internalización” se refiere a un concepto cognitivo-social, planteamiento que no es compartido en este escrito. 

[22] El problema es que arrastramos una tradición dualista de la que no nos libramos fácilmente  (quizás por ello los intentos holistas e integracionistas que buscan comprender el cuerpo y la mente como un todo fracasan constantemente).

[23] Para mayor precisión acerca de la condición humana consultar Arendt, (1996).

[24] Cabe destacar que las ideas sobre el cuerpo en la Grecia antigua contaban ciertamente con más profundidad que decir simplemente que fue concebido como prisión o tumba. El problema de la estética del cuerpo, la relación entre la belleza corporal, la verdad y la bondad concebía también una visión en la que el cuerpo reflejaba en cierta medida la belleza interior, el alma de quien lo habitaba. Se dice sin embargo que Sócrates era feo, pero no por eso dejó de ser bueno y decir verdades. Quizás por eso influyó tanto en romper algunos mitos de la filosofía de la época. 

[25] El mayor signo teológico sobre la corporeidad se encuentra en el cristianismo, pues Cristo es la mayor objetivación posible: es Dios hecho hombre (así se busca borrar toda duda sobre la existencia de Dios), encarnado en un cuerpo que puede vencer la muerte.

[26] De allí quizás la razón por la que sea requerida en la economía liberal una convicción un poco más abarcativa y utópica: la idea de una “mano invisible” que guía a los pueblos hacia un bienestar común en el intercambio de valores.

[27] Es importante resaltar que Baudrillard en este capítulo busca realizar un análisis para deconstruir ideológicamente el concepto de necesidad, lo cual le coloca en una posición comprometida por observar justamente lo “ideológico” que se esconde en la necesidad. 

[28] Se tiene la percepción generalizada de que el conocimiento científico se construye al margen de un “backgraund” social y económico, como si no tuviese mayor impacto en este que el beneficio “no genuino” que le puedan dar otros no interesados en el conocimiento; otros con otros fines, estos sí con consecuencias que pueden ser perjudiciales (como políticos, técnicos o comerciantes). Sin embargo, no resulta muy difícil desmentir este prejuicio.

[29] El hecho de preguntarnos hoy en día quién investiga, para qué lo hace, y quién puede ingresar a las comunidades científicas, nos da una idea de en qué estado se halla esa imparcialidad del saber.

[30] Sin embargo, a veces pareciera aplastar a las sociedades científicas una aplanadora homogeneizante. 

[31] Ahora bien, Marcuse aludía a un juego dialéctico de la cultura entre el “background y el ground” (entre el marco o contexto y el fundamento o fondo), considerando que la cultura aparece como un compejo de objetivos o valores morales, intelectuales y estéticos que una sociedad considera constituye “el designio de la organización, la división y la dirección de su trabajo, el bien que se supone realiza el modo de vida que ha establecido” (Marcuse, 1972, p. 89). 

[32] Se hace constar que esta concepción no es mantenida en esta tesis. No se trata de negar alguna integración entre los ejes biológico, psicológico y social; todo lo contrario: más bien se mantiene que no puede hablarse de ninguno sin relación a los otros. Sin embargo, la integración nunca puede existir si se piensan ya desde el principio como aislados. 

[33] Esta pregunta de Lyotard, si bien a un racionalista o un experimentalista les suene un tanto exagerada, maniquea, excesivamente relativista o de izquierda, tiene sus bases en una sociología y etnografía de la ciencia.

[34] Queda para la reflexión la pregunta acerca de sí, por ejemplo, Cleopatra tuvo un “inconciente”. Para la época, Freud todavía no había postulado su teoría, por tanto, no se manejaron nunca estas redes de sentido en su estar-en-el-mundo. Aunque muchos psicoanalistas puedan afirmar contundentemente que sí, es una cuestión complicada de resolver. 

[35]  Traducción nuestra.