La Filosofía de los Actos de Habla, Jacques Poulain y la Antropología Filosófica
(Texto publicado en forma de folleto en Octubre de 2003 en Santiago de Cali - Colombia, por la Fundación Filosofía y Ciudad y la Editorial Extremo Occidente)
Por:
Vicente Ulive-Schnell
Doctorando en Filosofía Universidad de París 8, St. Denis.
I.- Introducción.
La Filosofía, como disciplina de conocimiento, encaró a lo largo del siglo XX una serie de desafíos epistémicos ante los cuales se vio forzada a producir una plétora de aproximaciones novedosas que pudiesen re-introducirla al centro del debate intelectual. Sin pretensiones historicistas, quisiéramos establecer como punto de partida para esta discusión la conocida teodicea leibniziana, que conduce al desplazamiento del ser humano desde un ‘hombre acusado’ hacia un ‘hombre acusador / hombre disculpado’[1].
Refrescando esta aproximación, recordemos que el principio argumentativo de Leibniz se centra en la justificación de Dios ante los males existentes en el mundo o, lo que es igual, la respuesta a la pregunta capciosa de por qué Dios no interviene activamente para regular las injusticias mundanas existentes. Aparece la justificación por la compensación: “el autor de la naturaleza ha compensado estos males... con mil comodidades ordinarias y continuas”, argumento que será retomado por Kant, “ la compensación de estos males es la meta que el divino creador había previsto”. Valga decir que no es tarea de Dios proveer al ser humano con las diversas satisfacciones existentes, es tarea del hombre buscar por sí mismo dichas ‘comodidades ordinarias’ en el mundo. Este razonamiento marca la aparición del homo compensator[2].
Según Marquard, esta línea de pensamiento dará paso a tres ramas neurálgicas en la filosofía: la filosofía de la historia, la filosofía estética y la antropología filosófica, y todas intentan resolver en cierta medida la interrogante de la compensación. Ello marcará de esta manera la sustitución de Dios, antes súper-acusado (responsable de todos los males posibles), por el hombre, quien asumirá la tarea súper-tribunalizante: responsable y acusado a la vez. La filosofía estética intentará apropiarse de los principios artísticos como “belleza” para asumir el papel antes reservado a la divinidad en cuanto a lo artístico; la filosofía de la historia compensará “los males” intentando apoderarse de lo único humanamente manipulable, la historia; y la antropología filosófica buscará una respuesta biológica al dualismo cartesiano, introduciendo no solamente una res cogitans en el análisis, sino un homo naturalis et individualis.
Este último razonamiento es el que nos interesa para nuestra disertación. La búsqueda de un hilo conductor sobre una base antropológica conducirá al surgimiento de una de las ramas más importantes del siglo pasado: la filosofía del lenguaje. Desde nuestro punto de vista particular, es solamente con la descripción consistente de los verbos performativos hecha por J. L. Austin, que la filosofía pudo emanciparse de la esclavitud impuesta por otras ramas del conocimiento durante gran parte del siglo XX.
En este sentido, la carencia de una aproximación pragmática que pudiese describir efectivamente los nexos entre el pensamiento y la acción hizo que la filosofía se perdiese en una colección de aproximaciones especulativas -totalmente metafísicas o exageradamente matemáticas según el caso- y perdiese terreno frente a otras disciplinas que fueran aceptadas con entusiasmo en las diferentes esferas de la Academia. No queremos decir con esto que dichas aproximaciones filosóficas sean poco interesantes o contraproducente; lo que queremos subrayar es el hecho de que los aportes teóricos venidos del psicoanálisis, por ejemplo, tomarían un puesto de envergadura en los salones de filosofía durante el principio del siglo XX y desplazarían el trabajo filosófico a una teorización de segundo orden, siempre ligado a los descubrimientos y a las reflexiones de los psicoanalistas, mucho más consistentes debido a su exitosa integración de una conjetura antropológica y una reflexión epistémica al respecto. De esta manera, el psicoanálisis logró integrar a la reflexión aquello que los filósofos no trabajarían sino hasta muchos años después: una aproximación antropológica que pudiese explicar, desde un punto de vista constitutivo, la estructura mental del ser humano para producir una teoría integral de la conducta del hombre.
Por otro lado, los reiterados fracasos analíticos en exorcizar la metafísica del análisis filosófico conducirían, como era de esperarse, a los dos anatemas wittgensteinianos. Burdamente, podemos resumir estas inquietudes a lo largo de sus dos ejes, Tractatus-Investigaciones. En el primero aparecerá una afirmación de la tarea analítica, restringida, sin embargo, a un “mundo” apenas interesante, obligado a excluir lo místico y las vivencias no-lingüísticas. En el segundo nos toparemos con la negación y disolución de todo problema lingüístico que intente reflexionar más allá de una comprensión socio-cultural de lo que se dice. En ambos casos podríamos resaltar un intento de reducción de la filosofía a lo inservible. Los pensadores terminan siendo poco más que unos seres obtusos quienes razonan acerca de cuestiones poco interesantes como redundancias o contradicciones, obviando lo importante de la vida, o simplemente personas que ignoran la base social del lenguaje y por ello crean problemas donde no los hay verdaderamente. “Moscas embotelladas”, como diría el propio Wittgenstein, es lo que eran los filósofos de su época[3].
Francamente, el estado de la reflexión filosófica era algo decepcionante hacia mediados del siglo pasado. La filosofía había sido relegada a un trabajo de segunda mano, siempre obligada a importar conocimiento de otros pensadores, quienes proponían visiones más coherentes y consistentes incluso desde un punto de vista filosófico. El fracaso de la disciplina de la sabiduría podría circunscribirse a la gran dificultad para proponer respuesta alguna a la problemática de la compensación. En este sentido, el aporte del psicoanálisis produjo una revolución no sólo filosófica sino mundial. Se podía recurrir a esta disciplina para prácticamente cualquier explicación: constitución antropológica del ser humano, explicación a la volición del hombre, teleología social de la conducta y muchas más. Es por ello que durante este período los salones de clases franceses eran frecuentados por psicoanalistas invitados quienes debían presentar sus teorías, las cuales habían logrado sintetizar de manera más exitosa las preguntas ligadas al homo compensator y una lectura antropológica del ser humano. Tanto así, que aún se recuerda en los pasillos de las universidades parisinas un episodio en el cual Jacques Lacan humilló al filósofo Paul Ricoeur, escupiéndole la cara. La filosofía debería refrescarse de alguna manera y tomar segundo aire. Ello se logró a través del aislamiento de los verbos performativos y la radicalización del giro lingüístico.
II.- El giro performativo: ¿Ignorancia antropológica?
Lo que se conoce como “filosofía de los Actos de Habla” es una rama de la filosofía pragmática del lenguaje que comienza a partir de los hallazgos de John Langshaw Austin en su libro How to do things with words (cómo hacer cosas con palabras) y la introducción de los famosos verbos performativos. Paradójicamente, el libro Actos de Habla pertenece a John Searle, quien entrará un poco más tarde en la discusión pero quien logrará a través de su proposición dar un giro radical a toda lectura subsiguiente de la pragmática lingüística. Es por ello que el término “filosofía de los Actos de Habla” se utiliza para designar cualquier aproximación que pretenda trabajar las preguntas ligadas a la pragmática lingüística. De manera un tanto resumida podríamos decir que la “Filosofía de los Actos de Habla” se refiere a cualquier lectura que intente imbricar las palabras y las acciones, valga decir la relación entre lo que se dice y lo que se hace. Una orden, una promesa, una condena: todas las proferencias que contienen estos verbos están indisociablemente ligadas a la acción que las acompaña. En esta sección intentaremos entonces esbozar tres de las aproximaciones más resaltantes: la de John L. Austin, la de Herbert Paul Grice y la de John Searle para tratar de centrar la discusión y estudiar tanto sus implicaciones como sus posturas frente a la antropología y la pregunta de la compensación.
Cuando hablamos de Austin, debemos recalcar el hecho de que este intelectual logró hábilmente re-orientar la crítica del Wittgenstein de las Investigaciones hacia un proyecto filosófico increíblemente sólido. A pesar de que el trabajo wittgensteiniano aún despierta polémica en torno a ciertos aspectos (lenguaje privado, seguimiento de reglas, función del lenguaje) es innegable que el ataque implacable del pensador vienés contra el establecimiento de una filosofía del lenguaje produjo una seria fractura en la filosofía que ni siquiera se ha logrado superar en la actualidad. El análisis del lenguaje quedaría reducido a una descripción de ocasiones de proferencia: se dice algo porque se pertenece a una sociedad específica y se demuestra la pertenencia a través del dominio de esa forma de vida. Nada más podrá afirmarse sobre el lenguaje ni su estudio, cuestión relativa a un grupo de personas (filósofos) que manejan un lenguaje particular y lo ejercen de esa manera. La Filosofía no existe, lo que existe es una demostración de que el hablante maneja un lenguaje específico, en este lugar, el del filósofo. Es por ello que existirá una división del trabajo lingüístico: “los filósofos” como concepto relativo a aquellos que practican la filosofía, deben seguir una cantidad de reglas que implican el cuestionamiento de las cosas y la construcción de discursos específicos. Lo que es válido para un juego de lenguaje puedo no serlo para otro. Un ejemplo esclarecedor lo encontramos en Sobre la certeza:
“Estoy sentado con un filósofo en el jardín y éste repite una y otra vez ‘yo sé que eso es un árbol’, mientras apunta a un árbol cercano. Alguien más llega y escucha esto, por lo cual le digo: ‘Este hombre no está loco. Solamente estamos haciendo filosofía’.”[4]
Austin producirá la respuesta más interesante a esta polémica, ya que en vez de rechazar totalmente el argumento de Wittgenstein que intenta convencernos de que la Filosofía es más que un lenguaje particular útil solamente a los filósofos, éste aceptará el argumento de base y explotará sus consecuencias. La pregunta se desplazará más allá de la pertinencia o no de un análisis lingüístico a los procedimientos necesarios para la ejecución satisfactoria de un “performativo”. Amparado en un modelo legalista prestado de la jurisprudencia, Austin aislará más de mil verbos en la lengua inglesa que responden al principio performativo: no “describen” o “reportan”; no son ni “verdaderos” ni “falsos” y, sobre todo, van ligados inexorablemente a una acción concreta (‘la acepto’ en el acto de matrimonio, ‘yo bautizo...’ en el acto del bautizo, etc.).
Existen –dirá Austin- ciertas situaciones en las cuales la proferencia aislada no tiene sentido, como tampoco lo tiene la acción divorciada de la proferencia. El ámbito jurídico de todo performativo viene dado por el respeto a las convenciones sociales. La propuesta es innovadora ya que produce una estructura que permite regular el uso del lenguaje, perpetuarlo en el tiempo y explicar su funcionamiento. Decir “yo la acepto como mi esposa”, no produce la unión matrimonial a menos que sea proferido en la iglesia. Tampoco será un acto completo a menos que se cumpla con la convención: que haya un cura, testigos, colocar el anillo en el dedo indicado, besar a la novia, etc[5]. Es por ello que la fuerza de la teoría austiniana viene dada por el aislamiento de todas las ocasiones en las cuales un performativo es utilizado de manera correcta y su lectura radical que amplia el espectro de la filosofía del lenguaje más allá de las palabras, introduciendo acciones, ocasiones de proferencia y convenciones para producir una aproximación sólida y eficaz.
En este sentido, la reflexión del filósofo inglés logra abrir una puerta alternativa de estudio que nos emancipa de los problemas tradicionales de la filosofía rechazados por Wittgenstein: el énfasis deberá desplazarse desde los “statements” filosóficos que nos conducen a preguntas capciosas sobre la verdad o falsedad de las descripciones hacia las instancias legítimas en las cuales se accede a un “performativo feliz” (happy performative)[6]. De esta manera, se simplifica la complicada estructura wittgensteiniana de reglas, normas, convenciones y uso en un modelo institucional que permite perpetuar las convenciones sociales a la vez que determina categóricamente las instancias apropiadas para lograr una proferencia exitosa.
Sin embargo, la estricta rigidez de dicho modelo producirá varias reacciones alternativas que intentarán suplir la carencia de libertad, producto de la importación que hemos mencionado, de una estructura legalista. John Langshaw Austin encuentra el camino necesario para separarse de los problemas ontológicos que funcionaban como piedra de tranca a una joven filosofía del lenguaje, pero por otro lado impone un modelo que no satisface todos los requerimientos de un homo compensator. El hombre parece reducido a una caja de resonancia convencional, obligado a reproducir convenciones sin posibilidad alguna de cuestionarlas, reinventarlas, innovar. Según su teoría, el performativo “feliz” se refiere a la mejor proferencia según la ocasión. Si el sujeto logra entender cuál es el verbo performativo que debe emplear en una situación determinada, su proferencia será aceptada y legitimada por la convención. Es por ello que podríamos afirmar que la teoría de Austin no es tampoco una teoría de pragmática lingüística que responda a la forma en la cual los seres humanos utilizan el lenguaje para hacer cosas, es simplemente la mejor teoría filosófica para la época, y su aceptación se basa en la comprensión de las convenciones implicadas en su producción. Si todo verbo-acción implica performatividad, entonces la lectura de Austin también lo implica y no puede escapar a este tipo de preguntas donde su libro no sería más que un ejemplo de cómo utilizar felizmente los performativos filosóficos.
Por otra parte, Austin parece dejar de lado todas las preguntas relativas al ser humano y su lenguaje: el ser humano utiliza los verbos performativos para acompañar acciones convencionales, sí, pero ¿cómo adquiere dicho lenguaje? ¿Cómo construye las instituciones que legitiman o rechazan las diversas proferencias? El lenguaje se erige entonces como una entidad trascendente, intocable e imperecedera que preexiste al ser humano al igual que las convenciones lo hacen. La diferencia entre un modelo legalista y un modelo lingüístico radica en el hecho de que los tribunales poseen una estructura que explica y regula su funcionamiento, permitiendo cambiar leyes, discutir veredictos y ponerse de acuerdo sobre la forma de aplicación y regulación de las mismas. El sistema de Austin adolece de esta gran falta que reduce a los interlocutores a un estado de perpetua legitimación de un orden establecido. Las lecturas subsecuentes se propondrán emancipar al sujeto de su vínculo institucional, respondiendo por otro lado a la pregunta antropológica dejada de lado por Austin, la necesidad misma de un ser lingüístico.
Para Herbert Paul Grice el lenguaje aparecerá como una manera “no natural” de comunicar a través de signos. El sujeto reaparecerá como central en esta aproximación, a partir de las “intenciones” de comunicar: lo que se reconoce en el lenguaje, más allá del cumplimiento de una convención institucional, es la intención de comunicar. Su lectura eliminará la pre-existencia del lenguaje, inaugurando la comunicación en cada locución reconocida como intención “no natural”[7]. En este sentido, éste teórico presenta no solamente una lectura que explica la necesidad misma de un lenguaje sino que presenta también un esquema analítico que permite comprender la construcción de un lenguaje a partir de una intención cualquiera. Según este modelo, el pensamiento precede al lenguaje y lo inaugura en un juego particular que permite imbricar las creencias y los deseos con una serie de sonidos ordenados de cierta manera.
De esta manera, para Herbert Paul Grice toda proferencia puede ser circunscrita a una creencia o a un deseo –los únicos dos valores que puede tomar el pensamiento al expresarse- y por tanto se prescinde de las instituciones y de las convenciones de Austin para regular el lenguaje. Cualquier creencia o deseo puede ser expresado de manera “no natural” para constituirse en un lenguaje. Existirán asociaciones “naturales” entre los signos y la realidad, pero éstas no implican lenguaje alguno. Las ronchas de la varicela, por ejemplo, tienen una relación natural con la enfermedad: el poseer estas ronchas “quiere decir” que estamos enfermos de varicela. Sin embargo, esta relación está lejos de parecerse a la relación “no natural” que existirá entre una proferencia y un deseo o creencia. Si se acude al lenguaje para expresar algo, es porque se carece de los medios “naturales” para significar. Si decimos “tengo hambre” es porque deseamos comer y no hallamos ninguna forma no natural para expresar nuestro deseo. Queda sobreentendido que para éste filósofo los “utterance acts” o actos de comunicación no natural pueden ser de cualquier naturaleza: gestuales, conductuales, locutorios. Lo importante es que el sentido “no natural” de estos actos viene dado por la conciencia de querer comunicar de manera no natural a través de signos, es por ello que para que la comunicación sea eficaz el alocutario debe reconocer la intención de querer comunicar del locutario.
Siguiendo esta línea de pensamiento llegamos a una teoría alternativa de la comunicación. Grice opone a las “condiciones necesarias” de Austin una teoría del “querer decir de manera no natural”. En este sentido se propone una teoría de la pragmática de la comunicación: el sujeto se convierte en un científico que ensaya a través de cada locución diferentes maneras de comunicar sus deseos y creencias[8]. No existe una estructura lingüística que preceda a la locución ni una serie de condiciones que regulen el intercambio lingüístico. Por otro lado, a la máxima de Austin “utilice el performativo adecuado” Grice opondrá la suya, “sea pertinente y relevante”. Ya que el lenguaje es una relación no natural entre los signos y las creencias o deseos, no se debe abusar de esta relación. Se deduce entonces una serie de principios impuestos a los hablantes para que la comunicación fluya de manera armoniosa: (a) Cantidad: decir lo que hace falta y nada más; (b) Calidad: que su contribución sea verdadera o verídica; (c) Modalidad: sea claro, breve y metódico y (d) Pertinencia: sea pertinente.
Ahora, si bien es cierto que podemos encontrar en la propuesta de Grice una justificación sólida que distingue un lenguaje “no natural” de cualquier otra cosa (las ronchas que “significan” la varicela, por ejemplo), también es cierto que la lectura se devuelve sobre sí misma en un autismo injustificable: Grice supone que toda “comunicación no natural” es reducible a un deseo (desire) o una creencia (belief), pero no presenta teoría antropológica alguna que pueda explicarnos la aparición de esos “deseos y creencias”. Es más, si asumimos que toda comunicación no natural es solamente un intento de hacer reconocer nuestras intenciones de expresar deseos o creencias, deberíamos suponer que, más que una teoría del lenguaje, lo que Grice escribe no es más que su intención de transmitir de manera no natural su creencia o su deseo de que el lenguaje funcione de esa manera. Sin embargo, el problema fundamental radicaría en la estructura propuesta. La prosopopeya mental que da paso a la construcción de un lenguaje “no natural” se erige como incuestionable: los sujetos saben solamente lo que dicen y no más. Parece negarse la reflexión y la instancia de interrogar nuestros propios deseos y creencias ya que no se presenta una estructura que pueda ir más allá de dichos deseos y creencias. El hablante se reduce a un experimentador ingenuo que contrasta en una relación behaviorista de estímulo-reacción los estados mentales necesarios y las proferencias necesarias. En todo caso, lo que termina por desestabilizar el esquema analítico de Grice es la suposición de que el reconocimiento de “querer comunicar” de la parte del locutario implica lógicamente una reacción de la parte del alocutario. La teoría de Grice se detiene cuando el locutario logra “hacer reconocer” sus intenciones o deseos por el alocutario, es ésta la base que explica cualquier comunicación no natural exitosa. Pero, ¿es que acaso el simple “reconocimiento” de un deseo producirá una reacción pragmática de la parte del alocutario? El hecho de que el alocutario “reconozca” que el locutario o el grupo de locutarios desea o cree ciertas cosas no implica que el alocutario reaccione de determinada manera. Es por ello que muchas veces se interpreta la teoría de Grice como dando “voz a los oprimidos”: las personas logran hacerse escuchar, expresar sus deseos, pero nada más. El salto lógico de la expresión de los deseos a la acción no se encuentra auto-contenido ni en la locución ni en su reconocimiento como tal.
También parece ignorarse, por otro lado, la estructura formal del lenguaje que impone en cierta medida reglas de uso que restringen las “intenciones” que se puedan querer transmitir. En este sentido, su lectura no nos aproxima mucho más a una comprensión de la lógica performativa, todo lo contrario. A pesar de que Austin no pueda explicar la estructura de las “convenciones” que tanto invoca para discernir lo adecuado o no de la proferencia, o que tampoco pueda dar cuenta de la necesidad de utilizar un “preformativo”, al menos introduce de manera coherente una interacción entre el lenguaje y su uso, los verbos adecuados en los rituales adecuados. Grice asoma una posible respuesta a la necesidad de mediar lingüísticamente nuestras creencias y deseos, pero paga demasiado caro la ignorancia de la estructura externa del lenguaje, de un lado, y el desdén de una lectura antropológica que nos acerque más a su comprensión.
Es en este punto donde aparece la crítica y la propuesta de John Searle como posible salida. Los “actos de habla” (Speech Acts) del filósofo norteamericano no son más que un intento de conciliar ambas lecturas. El ejemplo –clásico ya- de Searle es bastante simple: un soldado que quiere evitar ser detectado como americano en campo alemán y por ende utiliza la única frase que conoce en este idioma, intentando transmitir su intención de querer decir “soy soldado alemán”. Sin embargo, la lengua impone su estructura ya que la única frase que el soldado conoce es “¿Conoce usted la tierra dónde nacen los árboles de limón[9]?”, y por más intención que tenga el sujeto de querer decir “soy un soldado, etc” existe innegablemente un conjunto de reglas que son insoslayables[10].
Searle intentará abrirse camino entre los demás filósofos con la introducción de dos reglas: la regla constitutiva y la regla regulativa. De esta manera, el lenguaje aparece como “regulado constitutivamente”, aunque sin imponer estructuras rígidas à la Austin. El norteamericano, amante de las analogías deportivas, nos explicará que el lenguaje es como un juego de béisbol: se asume la existencia de una serie de reglas, las cuales no prefiguran el resultado final del juego. Sin embargo, este teórico nos retrocede a un desdoblamiento mental diádico: habrá un lenguaje, regulado mas no regulativo, y un sujeto que desea expresar algo a través de su modelo de promesa. Ahora bien, ¿cómo nos garantiza Searle la existencia de una relación de correspondencia entre el “mundo interno”, digamos, del sujeto, y la gramática del lenguaje? Pues a través de su “principio de la expresabilidad”: toda intención humana es expresable, basta con conseguir las palabras adecuadas. De esta manera, la síntesis searleana concluye en la reducción de todo acto del habla a una ‘promesa’ en la cual se remontan las dificultades institucionales presentes en Austin (de dónde salen las convenciones, cómo nos adaptamos a ellas, etc.) y se le da al sujeto plena libertad de construir una adecuación entre sus ‘intenciones’ y sus interlocutores.
Sin embargo, la apuesta (o promesa) que nos hace Searle va demasiado lejos. Sus conceptos de “regla constitutiva” y “regla regulativa” se desploman ante un análisis riguroso, como el realizado por Michael Soubbotnik, quien demuestra (wittgensteinianamente) que las “condiciones de satisfacción” del teórico norteamericano no son suficientes y que una regla, a fin de cuentas, no demuestra apodícticamente cómo interpretarla[11]. Searle parece quedarse a medio camino entre una solución mentalista sin raíces antropológicas y una solución lingüística reductriz.
Recapitulando, creemos que existen suficientes indicios para pensar que las tres teorías mencionadas brevemente carecen de un sustento antropológico adecuado que pueda ayudar a su fundación en un campo disciplinario de la filosofía como teoría especulativa que imbrique la biología y la antropología. No queremos decir con esto que la filosofía deba reducirse a un estudio científico, pero sí creemos que prestando mayor atención a los descubrimientos ligados al lenguaje (su adquisición y función, por ejemplo) podemos solventar algunas de las lagunas conceptuales que encontramos en estos pensadores. Austin, por su lado, no puede dar cuenta de la necesidad del lenguaje, ni de la relación de éste con las instituciones; Grice no logra tampoco conciliar una psicología de las intenciones con los actos de habla y Searle, intentando desdoblar al sujeto en un mundo interno y un lenguaje externo parece caer en un cartesianismo poco sostenible y abierto a todas las críticas wittgensteinianas de mediados de siglo.
Entonces, ¿cómo proceder? ¿Es posible lograr la comprensión del locutor performativo sin soslayar el aspecto lingüístico ni el aspecto antropológico que caracteriza a una disertación de este tipo? Sin pretender dar respuestas a estas interrogantes, quisiéramos aventurarnos en la presentación de un posible camino alternativo de estudio.
III.- La Antropología Filosófica de Jacques Poulain.
Recientemente, los esfuerzos de Jacques Poulain en lo que concierne a la
incorporación de lecturas antropológicas a las teorías performativas ha
refrescado en gran medida la reflexión y nos permite abrir nuevos focos de
estudio. Este intelectual francés intenta rescatar la instancia del “juicio” que
precede a la acción, apoyándose fundamentalmente en la corriente alemana
encabezada por Helmot Plessner y Arnold Gehlen[12].
El problema esbozado en la sección anterior, referente específicamente a la mecánica intrínseca al encadenamiento performativo propuesto por Austin, Searle y Grice, se erige fácilmente como una autolegitimación de ciertas aproximaciones socio-políticas y morales. Como demuestra Poulain, el análisis angloamericano de los diversos modelos del habla sirve de piedra angular a una lectura pragmática liberal, satisfaciendo la regla de MaxMin de John Rawls, la mayor cantidad de oportunidades en el mínimo de situaciones existentes[13]. Valga decir que, si tomamos las convenciones austinianas como eje rector de la reflexión, el Estado o la sociedad (entendidos en sentido laxo para fines de este artículo) tiene la única responsabilidad de garantizar a cada sujeto la posibilidad potencial de producir una proferencia adecuada al contexto y nada más. En este sentido, se desplaza la responsabilidad compensatoria a la cual aludimos hace más arriba: el Estado no intenta “compensar” las injusticias ligadas a la condición social o a las diferencias puntuales, esta empresa es dejada de lado por lo utópico e irrealizable. En cambio, lo que el Estado garantiza es la igualdad en la desigualdad, la posibilidad de elegir, la invocación del performativo que mejor se estime en cada situación. Aparece claramente una trivialización de la praxis aristotélica, ahora ligada a la palabra y colocando de trasfondo el gran American Dream, acariciable con la punta de la lengua al dominar las instancias performativas.
Sin embargo, antes de volver al argumento poulainiano ligado al juicio, debemos contextualizar el debate haciendo alusión a la polémica más que conocida entre Jean-François Lyotard y Richard Rorty. El intelectual francés no será el único, aunque probablemente el más conocido, en denunciar la lógica aplastante de los performativos del habla ligada a la repartición de la fuerza ilocutoria presente en cada proferencia. Su primer ataque se llevará a cabo en La condición Postmoderna[14] (obra que agradecerá en cierta medida al propio Poulain, como puede constatarse en las primeras páginas del libro) tratando de sustraer de manera muy inteligente los fundamentos lingüísticos de los “legitimadores” establecidos por la convención, para pasar luego, en El Diferendo[15], a negar prácticamente toda comunicación posible debido a la guerra que se establece entre los diferentes discursos y que sólo puede resolverse por la fuerza.
Por otro lado, Richard Rorty replicará (junto con Jürgen Habermas, por ejemplo) que el papel de mediador de estos usos y abusos de fuerza ilocutoria debe quedar en manos del Estado. En otras palabras, el Estado garantiza la posibilidad de cada ciudadano y vela por el no-abuso, los monopolios, etc. Por supuesto que, para nuestros fines, estamos colocando rápidamente a estos dos (tres) pensadores uno frente al otro cuando hay muchos puntos que comparten: por ejemplo, Rorty profundizará la crítica de La condición postmoderna para concluir que los filósofos y la filosofía no deben tener un papel protagónico en la Sociedad Occidental[16]. Sin querer trivializar el aporte de este intelectual, podemos afirmar que el papel que éste atribuye al Estado como regulador aparece delimitado de manera clara en sus ensayos, donde sentimos una inmensa necesidad de su parte de reducir los pesos ilocutorios de los diferentes ciudadanos para ponerlos a dialogar en un ámbito “liberal democrático”[17].
De todas maneras, la pregunta relativa al encadenamiento pragmático queda sin responderse, el “sujeto liberal democrático”, si bien posee todas las características que promete el filósofo norteamericano, sigue atrapado en la lógica aplastante de las convenciones austinianas, el desdoblamiento searleano o el autismo griceano, según sea el caso. Esta problemática será respondida de manera extraña en el libro Contingencia, Ironía y Solidaridad[18], del mismo Rorty. Extraña, decimos, tanto por el método empleado, como por la conclusión a la cual se llega. De manera bastante loable, en este trabajo el intelectual norteamericano intenta reivindicar su libertad de reflexionar, de escoger, de pensar; de separarse de las convenciones y las instituciones austinianas.
Se propone un método particular: desdoblar al “sujeto liberal democrático”, en un sujeto “irónico liberal”: un personaje activo que reflexiona y se cuestiona eternamente sobre sus acciones para reafirmar que hace lo que hace porque cree de manera fehaciente en, valga la redundancia, sus creencias; una vez llegado al punto en el cual se topa con un conjunto más “útil” de creencias, cambiará las suyas y se adosará performativamente, a otro grupo de sujetos. La proposición suena atractiva: si se asume el carácter contingente, no apodíctico de nuestras creencias, se podrán contrastar con otras para cambiarlas cuando se juzgue necesario hacerlo. A partir de allí, se entra en una etapa un poco más personal, donde Rorty explica cómo la literatura lo ayuda a entender el sufrimiento de “los otros” a la vez que reafirma su convicción de que la democracia liberal es la mejor opción existente.
Irónicamente, la ‘ironía’ rortiana es tan personalista que lo conduce a una total negación de nuestra disciplina, el retiro de este intelectual a la cátedra de literatura de su Universidad de Virginia donde actualmente dicta cursos sobre sus libros favoritos (Proust, Nabokov, Baudelaire, etc.), y un particular repudio de toda apuesta filosófica[19]. Podríamos afirmar que Rorty, al igual que Wittgenstein, ha usado la Filosofía como una escalera para salir de la disciplina[20].
En este sentido, creemos que la solución rortiana no sólo es insuficiente, sino que no responde a la pregunta inicial: la propuesta de Contingencia, Ironía y Solidaridad, a pesar de ser bastante inteligente, no puede dar cuenta de la mecánica performativa y mucho menos del proceso reflexivo que se debe llevar a cabo para “distanciarse irónicamente” de nuestro conjunto de creencias. Es en este punto donde debemos volver a Jacques Poulain, para desenterrar la propuesta antropológica.
En un conocido artículo de la revista Critique llamado “Richard Rorty o la caja blanca de comunicación”, Jacques Poulain analizará de manera acuciosa la propuesta de su homólogo norteamericano para intentar subrayar ciertas fallas que a su juicio provienen del desconocimiento de la antropología alemana. El problema que señala Rorty en su libro La Filosofía y el espejo de la naturaleza es la sustitución de una crítica de la conciencia por una crítica del lenguaje, donde el lenguaje deviene una metáfora de la visión, una especie de prótesis de la conciencia. En ese sentido, el “efecto Rorty”, como dice Poulain, es la cristalización de una filosofía pragmática que si bien no resuelve los problemas trascendentales de la conciencia y la moral, presenta una tesis bastante convincente donde el locutor no puede hablar de la realidad a menos que la pueda justificar, tampoco la puede justificar a menos que se pueda identificar a ella y esta identificación pasa por el proceso de auto-reconocimiento del locutor como creyente en la verdad de la proferencia que utiliza. Esto no es más que la máxima de Donald Davidson, el “síndrome de caridad”: para dialogar y entender al otro se debe asumir que el locutor cree verdaderamente lo que dice. Esta es la base de la comunicación: si en la conversación mi interlocutor afirma que el “cielo es azul”, la base del intercambio viene dada por la “caridad” que se invoca al suponer que, a pesar de pensar lo contrario personalmente, se debe asumir que mi interlocutor cree que “el cielo es azul”[21].
Sin embargo, la crítica de Poulain vendrá por el lado antropológico que ya habíamos ventilado al discutir Austin, Grice y Searle. No se encuentra, en el trabajo de Rorty ni de ninguno de sus colegas pragmáticos, una justificación aceptable de lo que se supone la base de todas las lecturas anteriores: que el hombre sea regulado a través del lenguaje, que tenga necesidad de utilizarlo de la manera en la que los filósofos suponen y que salga victorioso de todas estas apuestas.
“Toda práctica comunicacional debe producir lo que Rorty presupone existir en toda práctica verbal, aquello que él se contenta solamente de constatar como un efecto teórico: que el hombre sea lenguaje y que el lenguaje sea la característica del hombre. (...) La práctica lingüística que debería regular la simbiosis social a la vez que se auto-regula no parece, por sí misma, justificar la necesidad o la ventaja de tal simbiosis ni la necesidad de identificarse al lenguaje como condición fundamental de vida.(...) ¿Por qué debería ser el hombre lenguaje en vez de estómago? ¿sexo? ¿o puñetazo?”[22].
Por otro lado, esta falta de dirección en la propuesta de los pragmáticos estadounidenses lo transforma, según Poulain, en un hiper-conductismo psicológico. Ya que la crítica de Richard Rorty pone en evidencia la imposibilidad de crear un tribunal inamovible que pueda discernir alguna línea rectora trascendente en el lenguaje, la única alternativa, la “ironía liberal”, no producirá solución alguna. Todo se convierte en justificable a través de la verbalización y toda creencia o deseo proferido posee igual valor sin importar la naturaleza ni el contenido de la creencia o deseo ya que simplemente se coloca en la palestra social de reconocimiento y auto-justificación colectiva. Este juego de estímulo-respuesta se demuestra evidentemente incapaz de fundar cualquier tipo de acción humana o de crear consenso alguno. El sujeto “irónico liberal” parece atrapado en un ciclo eterno de justificar y reconocer creencias sin poder orientar las consecuencias hacia cualquier conducta discernible.
Para resumir podríamos decir en primer lugar, que el consenso como piedra filosofal de regulación social deviene inservible, y en segundo lugar, se vuelve al problema de los teóricos mencionados anteriormente: el encadenamiento pragmático entre la proferencia, la aceptación, el consenso y la acción subsecuente parece, en el mejor de los casos, bastante confuso.
En este sentido, Poulain, aunque menos ambicioso y un poco más modesto que el intelectual liberal, logra producir un cuerpo filosófico coherente para entender esta mecánica de encadenamiento ilocutorio. En este caso, la lectura se centrará a partir de la instancia del juicio que precede a cualquier proferencia. Ahora bien, para justificar esta elección el filósofo francés decidirá volver a los estudios antropológicos alemanes, especialmente aquellos de Arnold Gehlen. Según este último, la necesidad misma de un lenguaje responde a la condición antropológica de aborto crónico que caracteriza al ser humano. La comparación vendrá dada por contraste con los demás animales: sólo el ser humano presenta un estado de inmadurez al momento de nacer, sin herramienta alguna que permita garantizar su supervivencia a menos que otro ser humano se ocupe de él. La conclusión es sorprendente. El ser humano es un “aborto crónico”, nacido un año demasiado temprano, lo cual implica la necesidad de consolidar su estructura corpórea y coordinar sus reflejos a través de otros medios. Gehlen responde de esta manera a la pregunta central sobre la función y la necesidad de un lenguaje[23].
Para Gehlen, el lenguaje cumple no solamente una función descriptiva que permite evidenciar la existencia de una carencia en el hombre, sino que se constituye como una base socio-cultural, erigiéndose en instituciones que regulan los impulsos del ser humano. El ejemplo clave para entender la postura antropológica es la sexualidad humana. Arguye Gehlen que el hombre es el único animal que nace sin una fijación determinada que oriente su predilección sexual; esta debe adquirirse mediante un complejo proceso mediado socio-culturalmente. De allí que los seres humanos carezcan de períodos de celo, por ejemplo, y ostenten en algunos casos problemas de indefinición sexual y demás que no se encuentran en ninguna otra especie del reino animal[24].
Poulain unirá la lectura de Gehlen a sus estudios sobre las religiones del Dios soberano. Según esta aproximación, las comunidades amparadas en este modelo erigen –a través del lenguaje- una serie de reglas que definen el marco aceptable de las conductas a ejecutar: el momento en el cual se permite la sexualidad, el consumo de bebidas alcohólicas, etc. Cuando surge un desacuerdo en el orden preestablecido por la comunidad que impide o amenaza la mecánica corriente en la cual suceden las cosas, es necesario dirigirse al ‘Dios soberano’, aquél que puede restaurar el orden perdido (la fertilidad, falta de lluvia, etc.). Es entonces cuando un miembro de la comunidad, el Piache, por ejemplo, invoca en nombre de todos la ejecución de un ritual que desinhibe todo lo prohibido a través del lenguaje: se ingieren bebidas alcohólicas, se llevan a cabo relaciones sexuales de todo tipo; en fin, se levanta el veto lingüístico[25].
Tenemos entonces, una justificación antropológica del papel que desempeña el lenguaje como orientador de un “aborto crónico” y la necesidad, en consecuencia, de erigir instituciones que perpetúen y regulen la vida humana. Es en este punto donde Poulain intentará escapar a la reificación de Austin que parece imponérsele al insertar las instituciones como posibles mecanismos convencionales. Para ello, acudirá nuevamente al estudio antropológico para comprobar cómo el lenguaje produce no solo la fijación del ser humano, sino también permite la aparición de la instancia del juicio.
“La emisión-recepción fono-auditiva es la acción a través de la cual el ser humano coordina la acción a la percepción (...). El ser humano se fija, ontogenéticamente, al único circuito de estímulos y de respuestas que puede percibir su propia activación para fijarse: 1, reproduciendo las relaciones subjetivas de llamadas y respuestas a los demás producibles al interior de las únicas vías de coordinación hereditarias con el ambiente que posee ese aborto crónico que es el hombre (...); 2, así como proyectando estas relaciones que lo unen al entorno sobre toda relación ambiental para correlacionar de esta manera su comportamiento motor con el aislamiento de un estimulo y de su valor consumatorio (...)”[26].
Realizando una profunda exégesis del proceso antropológico de fijación mental que caracteriza al ser humano, Poulain logra introducir dos conceptos que le permiten erigir una teoría del juicio: la escucha de la escucha (l’écoute de l’écoute) y la ley de la verdad (la loi de la vérité). “La ley de la verdad” implica la obligación de pensar como verdadero lo que se percibe para poder así producir un juicio de objetividad, y la “escucha de la escucha” representa el acto reflexivo en el cual el sujeto se escucha a sí mismo para producir este juicio. Así se logra construir un sistema de fijación en el aborto crónico que le permite pensar acerca de la realidad, apropiarse mentalmente de ésta y reflexionar acerca de ella.
De esta manera, Poulain se rebela contra la dictadura consensual impuesta por la pragmática liberal, la cual podría definirse como la necesidad incipiente de plegarse al consenso impuesto por el sistema o perecer en una eterna existencia negada por éste, el último legitimador. Si las instancias de aceptación de una proferencia cualquiera están sometidas al juicio consensual (siguiendo a Austin, Grice y Searle), el sujeto performativo no parece tener otra opción que imitar los complejos rituales lingüísticos proscritos por el sistema para regocijarse en la aceptación. La creación performativa parece negada a priori y expone al locutor a la no-aceptación: la proferencia rechazada. La limitación lingüística se resume a una imitación performativa, la necesidad de plegarse a lo preestablecido so pena de ser aplastado diferencialmente (Lyotard) o excluido del sistema.
A este diagnóstico oponía Richard Rorty su “ironía liberal”, la posibilidad de separarse del mejor argumento que sostenía sus creencias. Sin embargo, Jacques Poulain produce, por su lado, una lectura sólida que crea una brecha entre las inconsistencias pragmáticas para reivindicar la instancia del juicio de objetividad en el ser humano.
Hemos esbozado rápidamente el estado actual del debate y la importancia de la introducción de una base antropológica que permita solventar las carencias performativas que producen las teorías pragmáticas de actos de habla. Quisiéramos, para terminar, presentar nuestra investigación sobre los performativos miméticos y situar esta reflexión en torno al debate antes propuesto.
Los escritos más recientes en torno al problema antropológico del ser humano comienzan a subrayar, cada vez más, una inclinación hacia la comprensión de la mimesis como proceso creativo inherente al sujeto. La palabra aparece, indudablemente, en los escritos de Platón, ligada al arte, a la educación y sobre todo a la representación de una farsa. Este concepto se ha enriquecido sustancialmente. Hoy en día, la mimesis es un proceso que conjuga a la vez representado y representamen, vale decir que es un concepto difícil de asir, que se aleja de la lógica tradicional y de los principios de imitación. Según Cristoph Wulf, la mimesis crea algo novedoso ya que no reenvía al símbolo de origen, sino que su explicación va más lejos[27]. Sin embargo, su comprensión se ha utilizado más que todo en el dominio de la literatura[28] y el arte, pero poco en lo que respecta al aprendizaje y al habla.
Ahora bien, nuestra propuesta se centra sobre la necesidad de estudiar este concepto en el campo del aprendizaje, fundamentalmente del aprendizaje del lenguaje como uso. Sostenemos, junto a Poulain, que los teóricos pragmáticos de los actos de habla arrancan demasiado tarde su reflexión, ignorando todas las instancias que conllevan a la producción del lazo lingüístico y produciendo, por tanto, un sujeto mecánico que no puede dar cuenta de su lenguaje ni de sus acciones. Quisiéramos agregar que estos filósofos se detienen demasiado rápido también. No se encuentran, en las aproximaciones recientes, explicaciones suficientes para relacionar el “consenso”, la “aceptación” el “acuerdo” y demás a las acciones posteriores de los participantes: se supone, de manera mágica, que una vez llegado el añorado “consenso” todos los interlocutores sabrán cómo proseguir. Nuestra lectura mimética intentará demostrar cómo la ignorancia de los factores –valga la redundancia- miméticos implicados en el aprendizaje y en el intercambio lingüístico esteriliza toda aproximación pragmática hasta el punto de negar el papel regulador que el lenguaje debería tener antropológicamente. Para ello, deberemos volver a Wittgenstein y sus Investigaciones Filosóficas.
A nuestro juicio, una de las características más importantes de las Investigaciones es su esfuerzo por subrayar los procedimientos implicados en el aprendizaje de un lenguaje. Si se soslayan todos los incisos wittgensteinianos relativos al llamado “stage setting”, se llega fácilmente a las complicadas polémicas producto del análisis in abstractum de dos conceptos fundamentales: definición ostensiva y entrenamiento ostensivo[29]. A pesar de aparecer a comienzos del libro (PI N°6), la diferencia entre estas dos formas ostensivas torturará a la mayoría de los filósofos que intentan analizar las reflexiones posteriores (PI N°258-261, por ejemplo) sin tomar en cuenta este criterio. El aprendizaje ostensivo consiste en señalar objetos y asignar palabras, pero no implica la comprensión del signo. Se refiere a la actividad profesoral de denotar cosas, “esto es un carro”, “esto es un lápiz”, etc., produciendo al final una habilidad para imitar y nada más. Se agrega luego el entrenamiento en el aprendizaje del uso del signo (PI N°30), aunque en ambas ocasiones nos estamos refiriendo a una práctica común, a una relación social de diferente tipo según el caso.
Es en este sentido que la reflexión de Searle se vuelve fundamental al subrayar la necesidad de una estructura gramatical lingüística que precede en cierta medida a cualquier proferencia. La “libertad” de expresar cualquier deseo o creencia debe enmarcarse en un conjunto coherente de prácticas de creación. Roy Harris, en su libro Lenguaje, Saussure y Wittgenstein presenta una analogía pertinente entre la música y el lenguaje. Según Harris, un compositor debe limitarse a la naturaleza de las harmonías que presenta el piano, por ejemplo. Un compositor que escribe una pieza donde el músico utiliza una barra de metal o una sartén para golpear las teclas no es un genio o un revolucionario, sino más bien un esquizofrénico o un demente. No se trata de decir que el golpear las teclas de un piano con una sartén demande una técnica a la cual no estamos aún acostumbrados: se trata de señalar el hecho de que alguien que ejecute esta conducta no estaría tocando piano[30].
Es por ello que el lenguaje concebido ex nihilo como una conducta donde los seres humanos son libres de decir lo que mejor les parezca es una lectura no sólo ingenua, sino inoperante desde el punto teórico. Ahora bien, ya hemos subrayado los problemas que encuentra el propio Searle al no delimitar rigurosamente las diferencias existentes a partir de sus reglas constitutivas y regulativas. La posible solución puede estar en el estudio antropológico de la adquisición de lenguaje, lo cual permite entender la complicada estructura mimética que conduce a los locutores a poseer un cierto repertorio y a utilizarlo de cierta manera. Al contrario de Searle, quien intenta partir de un lenguaje estructurado para formular las reglas que le son inherentes, creemos que dichas reglas deben estudiarse desde más atrás, desde el aprendizaje mismo de un lenguaje.
A lo que queremos llegar es a que el conjunto de prácticas a las cuales es sometido el sujeto, produce una estructura sólida (bedrock practices, según el Wittgenstein de “On Certanity”) sobre la cual se logran integrar prácticas lingüísticas que demuestran que el sujeto pertenece a una comunidad, que “sabe cómo seguir”. La definición ostensiva introduce un signo, el entrenamiento ostensivo lo restringe a una serie de prácticas arbitrarias. Ambas interrelacionadas, nos acercamos a la estructura mimética del lenguaje: debe existir una estructura, fundada antropológicamente, que sostiene este proceso de aprendizaje, un principio mimético que permite a los seres humanos discriminar, en un mundo indiferenciado, la apropiación y el uso de ciertas palabras en ciertos contextos.
Ahora bien, si sostenemos el principio de inescrutabilidad del referente que aparece en las Investigaciones y que será profundizado por otros pensadores (Quine, Malinowski, etc.), nos veremos forzados a admitir que el lenguaje que es definido ostensivamente consiste solamente en una serie de hipótesis lingüísticas que el sujeto deberá contrastar (performativamente) para re-construir, en un va et viens, un conjunto de creencias que constituyen un lenguaje particular. Deberemos eliminar todo principio apodíctico del lenguaje, todo marcador inamovible. En este sentido, el “consenso” al cual se llega lingüísticamente no es más que una serie de proferencias que los interlocutores deberán integrar a su aparato de creencia siguiendo su lenguaje particularmente aprendido. El consenso no regula, el consenso no indica el camino que se debe seguir. El debate, los argumentos, los acuerdos, no son más que flechas que no implican intrínsecamente la forma en la cual deben ser interpretadas. Ni el consenso ni el aprendizaje o el entrenamiento ostensivos son vías direccionales, como las vías del tren, que guían directo a algún lado. Existen, dada la forma en la cual han sido aprendidas, reglas que suelen ser más cerradas que otras (como la matemática), pero en ningún caso se puede establecer de manera unívoca la forma en la cual el lenguaje debe ser usado o debe ser interpretado. Es por ello que, si seguimos la hipótesis mimética, podremos agregar un principio antropológico que permite fortalecer la aproximación wittgensteniana al lenguaje. Hasta ahora son pocos los que han propuesto una lectura tan radical de la relación performativa. La asíntota aparece al encontrar una posible característica mimética en el ser humano, característica que permitiría entender cómo los sujetos interpretan las proferencias externas y construyen juicios: siguiendo símbolos que serán interiorizados miméticamente.
De esta manera, podríamos llegar a una lectura alternativa de los procesos implicados en el encadenamiento pragmático. La mimesis como aproximación teórica no sólo permite deslastrarse de una concepción estática del lenguaje que a nuestro juicio ignora una plétora de elementos que se interrelacionan al momento de llegar a una proferencia cualquiera, también permite abrir nuevas puertas de reflexión. En este sentido, creemos que la filosofía pragmática del lenguaje ha importado de manera excesiva una serie de analogías que reifican y estatifican la comprensión de la naturaleza del lenguaje y su utilidad. El lenguaje visto como juego de béisbol o partido de ajedrez puede no ser la mejor comparación. Estas prácticas puntuales, de deportes de flujo discontinuo, nos hacen caer en la trampa conceptual de creer en ciertos marcadores fijos (el peón, el hombre en segunda base, etc.), a partir de los cuales se reflexiona sobre la acción a tomar. Si el lenguaje es visto de manera mimética, una lectura de este tipo no tendría sentido dada la naturaleza re-creativa de la mimesis. Deportes más radicales, como el surf, por ejemplo, nos vienen más a la cabeza al hablar de analogías deportivas. El ajedrez cubre una serie de reglas que el lenguaje no tiene: el alfil se mueve de determinada manera, mientras que el lenguaje suele ser un poco más creativo. El jugador de ajedrez no puede escoger cómo mover su alfil, ello está predeterminado, sin embargo, el locutor posee una serie de posibilidades creativas que conllevan a que ciertas proferencias puedan usarse de diversas maneras. Es por ello que deportes basados un poco más en la improvisación, donde el sujeto no posee marcadores fijos, peones, bases u otros sería más apropiado a la comprensión del lenguaje.
De ahí que lleguemos a los problemas del consenso y la forma en la cual se utilizan las teorías de actos de habla. Cuando existe una diferencia que se quiere dirimir utilizando el lenguaje, enfocarse en la situación particular, ignorando la historia social-lingüística de los sujetos y las diferentes prácticas aprendidas conduce a un espejismo liberal: una libertad total de decir lo que mejor nos parezca en cada situación. Para ciertos pensadores, ello es suficiente. La nueva condición democrática es hipotecada hipócritamente a través de una retahíla de acciones que suponen expresar creencias y deseos, a la vez que implican un ordenamiento mágico de las cosas una vez que se han ejecutado. Primero votamos por el candidato que mejor nos parezca, luego manifestamos por los derechos humanos en Irak, luego firmamos una petición para reducir los desechos tóxicos en el Amazonas, todo ello con la supuesta presunción de que nuestras acciones repercutirán de alguna manera –cómo, nadie sabe muy bien- a través de su aceptación/exclusión de la parte de nuestros interlocutores. Cuando estudiamos a profundidad la Antropología Filosófica y comprendemos de manera diferente la estructura del lenguaje y la del ser humano, podemos ver que existen varios elementos que no han sido considerados en la reflexión pragmática. Nosotros creemos que la mimesis es una de estas importantes piezas. De allí que ese sea el centro de nuestro estudio.
En un mundo pragmático donde el sujeto es obligado a adosarse una y otra vez al consenso de las instituciones para existir, la aceptación de la proferencia, entendida como bautizo de pertenencia a un grupo que comparte una serie de creencias, permitirá al locutor regocijarse en el mito de la inclusión. Se cree que se pertenece, ya que se ha resuelto el dilema mimético de producir una proferencia acorde con las convenciones en un preciso momento. En este sentido, si sostenemos una lectura de este tipo podremos comprender con mayor claridad los diversos mecanismos inscritos en la proferencia performativa, así como el proceso a través del cual los seres humanos se basan en un lenguaje para producir juicios, interpretar realidades y promover creencias.
Bibliografía
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Notas y Comentarios
[1] MARQUARD, O. « L’homme accusé, l’homme disculpé dans la philosophie du XVIIIe siècle » in Critique, Paris, août-septembre 1981, tome 37 N° 411-412, pp 1015-1037.
[2] Marquard, O. Op. Cit.
[3] PI, N° 255 : “The philosopher’s treatment of a question is like the treatment of an illness. N°309: What is your aim in philosophy? –To show the fly the way out of the fly-bottle”. Siguiendo la forma tradicional de citación de las Investigaciones Filosóficas, colocaremos ‘PI’ (Philosophical Investigations) acompañado del número de aforismo correspondiente.
[4] Wittgenstein, L. On Certanity. N°467.
[5] Es bastante obvio que hablamos aquí del matrimonio católico por la iglesia. Ello no implica que el que se case de alguna otra manera no se haya casado, sólo implica que debe seguir otras convenciones y proferir otros performativos.
[6] J. L. Austin (ed. 1975) how to do things with words. Oxford University Press, Oxford.
[7] Grice, H. P. (1989). Studies in the way of words. Ed. Harvard University Press, England.
[8] Es insoslayable el legado pragmático de Charles Sanders Pierce en la teoría de Grice. Pierce, padre de la semiótica, proponía un sistema experimental según el cual los científicos podrían hacerle preguntas a la naturaleza para corroborar sus hipótesis.
[9] Aclaremos que en español, a diferencia del inglés, los “árboles de limón” son conocidos como “limoneros”. Sin embargo, ante la confusión que puede surgir al decir, ex nihilo, “¿conoce usted...los limoneros?” preferimos dejarlo como una traducción literal del original.
[10] Searle, J. R. (1969, ed. 1977). Speech acts: an essay in the philosophy of language. Ed. Cambridge University Press, Cambridge..
[11] Soubbotnik, M. (2001). La Philosophie des actes de langage. Press Universitaries de France, Paris.
[12] Poulain, J. (1998). Les possédés du vrai. Ed. Le Cerf, Paris.
[13] Poulain, J. (1998). Le plérôme pragmatique de la modernité en Poulain, J., Schusterman, R., et Gaillard, F., (eds.). La modernité en questions. pp. 425-448. Ed. Le Cerf, Paris.
[14] Lyotard, J.F. (ed. 1989). La condición postmoderna. Ed. Cátedra, Madrid.
[15] Lyotard, J.F. (1983). Le différend. Ed. Minuit, Paris.
[16] Rorty, R. (1980). Philosophy and the mirror of nature . Ed. Princeton University Press, USA.
[17] Ver los libros: Objetivismo, relativismo y verdad ; Consecuencias del pragmatismo ; Verdad y Progreso.
[18] Rorty, R. (1990). Contingency, irony and solidarity. Ed. Cambridge University Press, USA.
[19] Durante las jornadas de filosofía propuestas por la UNESCO a París en 2002, tuvimos la oportunidad de participar en una caldeada discusión entre Richard Rorty y los demás filósofos franceses, donde el pensador anglosajón reiteró su convicción de que la filosofía es básicamente inservible para el progreso del ser humano.
[20] Basta leer su último aporte, Achieving our country, para convencerse de que a Richard Rorty ya le interesa muy poco la discusión filosófica y que se siente mejor haciendo relfexiones personalistas a partir de la literatura. La conclusión que desprendemos de este libro es que, según él, los Estados Unidos son una gran nación de la cual deberían orgullecerse sus intelectuales en vez de criticar a este increíble país, exento de reproche alguno.
[21] Poulain, J. Richard Rorty ou la boîte blanche de la communication in Critique, Paris, février 1982, N° 417, pp. 130-151.
[22] Poulain, J. op. cit. pp. 144-145.
[23] Gehlen, A. « Der mensch », in Poulain, J. (1998). Les possédés du vrai. Ed. Le cerf, Paris, pp. 186-187.
[24] Gehlen, A. (Ed. 1980). Man in the age of technology. Ed. Columbia University Press, New York.
[25] Poulain, J. (1998). Les possédés du vrai. Ed. Le cerf, Paris.
[26] Poulain, op cit., p. 195. Traducción libre del autor.
[27] Wulf, C. (2002). Traité d’antropologie historique. Ed. L’harmattan, Paris.
[28] El famoso libro de Auerbach, Mimesis, es un clásico en el campo literario. Ver bibliografía al final de este trabajo.
[29] Meredith Williams esboza de manera bastante clara las diferentes polémicas surgidas en torno al « lenguaje privado » debidas a este tipo de lecturas. Ver : Williams, M. (2002). Wittgenstein, mind and meaning. Ed. Routledge, New York.
[30] Harris, R. (1988). Language, Saussure and Wittgenstein. Ed. Routledge, New York.