Lenguaje, Muerte y Existencia
Texto leído en la Novena Feria Internacional del Libro Universitario de Mérida - Junio 2006
Por Carlos Villarino
No es cierto que para vivir haya que creer en la propia existencia.
Además, nuestra conciencia nunca es el eco de nuestra existencia en tiempo real,
sino su eco en tiempo diferido, la pantalla de dispersión del sujeto y de su identidad
(sólo en el sueño, la inconsciencia y la muerte existimos en tiempo real, somos idénticos a nosotros mismos)
Baudrillard, 1996, p. 130
Existir es para nosotros, en principio, no haber poseído siempre la existencia, es tener que perderla irremediablemente algún día. Es también tener que poseerla y recibirla sin haberla pedido, es nacer sin tener opción a no hacerlo; es a la vez, en cierto sentido, quererla. Esto último es una aceptación implícita de esa existencia que nos ha sido otorgada sin pedirla, ya que efectivamente no nos suicidamos, o sea que en un sentido radical nos prohibimos negar nuestra existencia. Pero Baudrillard dice que para vivir no requerimos creer en ella. Ahora bien, es difícil hacer conciliar nuestra aceptación implícita de ella y nuestra negativa a creerla, porque no es posible distinguir entre nuestro ser y nuestras maneras de ser (Renéville, 1977).
Dos indicios hasta ahora de lo que significa para nosotros nuestra existencia: su contingencia (el no poder escogerla) y su finitud (el no poder retenerla).
Según Heidegger (1998) “el ser del hombre se define en la definición vulgar, lo mismo que en la filosófica como (...) el ser viviente cuyo ser está definido esencialmente por la facultad de hablar” (p. 36). El lenguaje es entonces el expresarse del todo de significaciones de las palabras, el articularse de las significaciones en un con-texto. Heidegger usa la expresión “ser ahí” (Dasein) para referirse al ente que es en cada caso el hombre (o sea, cada uno de nosotros), distinguiéndolo así del resto de los entes que componen el mundo, entre ellos los animales. Al hombre (el “ser ahí”) le es inherente “ser en un mundo” y comprenderlo.
La muerte es una de esas cosas que sólo pueden venir al hombre en la medida en que son posibilitadas por ese con-texto de significantes y significados, es decir, en la medida en que hay un lenguaje que posibilita la experiencia de la muerte; de allí que los seres humanos somos mortales y no meramente perecederos. El perecer no es propiamente una muerte, ya que no se experimenta como tal, no se significa; esta experiencia es una experiencia del lenguaje. El animal, la mera corporalidad biológica, no hace uso del lenguaje, por tanto no puede fallecer, morir como tal: sólo puede perecer (Derrida, 1998). En este sentido es que nos parece que el lenguaje es la conducta humana por excelencia, de forma análoga al hecho de que la muerte es la experiencia humana por excelencia. La ausencia de discurso y de acción no es ni siquiera una muerte: es una forma de animalidad.
El hombre, en su comprensión media de la muerte, se empeña en hacer de ella algo negativo. Tal negación se debe a que ésta pone en evidencia su pesadilla por excelencia: lo no permanente del “ser ahí”. Su finitud. Esto le impide ver cómo la muerte es la otra cara que permite que el hombre pueda interrogarse por la totalidad de lo ente, la otra cara de la vida; el reverso y complemento del lenguaje, de los juegos de lenguaje en tanto que formas de vida. “Pero los mortales son. Son en la medida en que hay lenguaje” (Heidegger, 1998b, p. 203).
¿Yerra entonces Baudrillard? No, todo lo contrario: porque nos turba la muerte que nos acecha a cada instante, porque nos perturba la nada que viene con ella, nos esforzamos por reflectar esa negatividad que nos define. Es decir, la negamos. Si el Dasein fuera eterno, ilimitado, perfecto en su infinitud, sería entonces Dios mismo, la totalidad de lo ente, sería el ser o la nada; estaría en la plenitud de su identidad. Por eso dice Baudrillard que sólo al morir, al soñar, o en la inconsciencia, somos idénticos a nosotros mismos. Porque sólo allí podemos, o bien ser como la nada -es decir, como Dios- o ser como el resto de los entes que carecen de lenguaje (cosas y animales): idénticos e indiferenciados.
Se asoma entonces, un tercer indicio sobre lo que puede significar para nosotros existir: la distancia, en tanto que sustraerse (en la afirmación o en la negación) de la propia existencia. Entonces no simplemente existimos como el resto de los entes, sino que además ek-sistimos[1]. Por ek-sistencia se entiende aquí ese acto por el cual nos distanciamos del resto de los entes, de tal forma que podemos interrogarnos por su ser. Pero también es el acto por medio del cual estamos en situación de interrogar, de cuestionar, y en definitiva, de negar nuestra propia existencia. Cuando Baudrillard niega que para vivir debamos creer en la certeza del cogito, es justamente porque nuestra consciencia es su eco en tiempo diferido, porque esa certeza es cierta sólo desde la ek-sistencia, desde la distancia respecto al propio ser. Ahora bien, este distanciarse de sí mismo para dar cuenta de la propia existencia o negarla, presupone un cuarto indicio. Cuando el Dasein se toma a sí mismo por objeto de duda, entonces toma al Yo por el Otro, que duda de sí mismo en el acto de dar cuenta de la propia existencia (Renéville, 1977). La certeza de nosotros mismos no es más inmediata que la certeza de los otros, ya que una presupone a la otra en el acto mismo de dudar; es más, la certeza de los otros es lo que permite a Baudrillard negar la propia existencia. “El Otro es lo que me permite no repetirme hasta el infinito”, concluye Baudrillard al final de La Transparencia del Mal (1997, p. 185).
No basta entonces señalar este truismo de que, si yo estuviera solo, no habría lenguaje, o de que si no hubiera lenguaje yo estaría solo: porque lo sostengo conmigo mismo hasta en la soledad; el lenguaje atestigua que si no existiera ni siquiera me advertiría solo, es decir, que ni siquiera estaría solo, ya que ni siquiera sería conciencia (Renéville, 1977, p. 45).
Baudrillard es claro: nuestra conciencia nunca es en tiempo real, sino un eco, una resonancia, un rumor, en definitiva, un lenguaje. La ek-sistencia es entonces tomar distancia respecto de nosotros mismos por medio del lenguaje, y a su vez reconocer que esta ek-sistencia es –como el lenguaje– inmediatamente social. No es posible figurarse un tipo de vida conforme a la nuestra, en carencia de alguna forma de lenguaje. Gracias al uso de las palabras nos insertamos en un mundo que no es únicamente físico. Sin lenguaje, se anula toda posibilidad de pluralidad y por tanto de distinción.
Para entender hasta qué punto la negación de la propia existencia en Baudrillard está determinada por la certeza de los otros –o más propiamente del Otro—, y cómo esto a su vez está posibilitado por ese eco del lenguaje, debemos remitirnos a las tesis más radicales y por eso más interesantes del autor. Quizá, más que el temor a la identidad que sobreviene con la muerte, es la ausencia de distinción y pluralidad lo que perturba al pensador francés. El infierno de lo Mismo.
Este temor, que actualmente nos acecha tanto como la muerte, es lo que lleva a Baudrillard a apostar por el Otro, y a negar la propia existencia. Un exotismo radical sería la solución al problema de la identidad y de la alteridad, exotismo inencontrable como ente pero irreductible como juego permanente de búsqueda y persecución del Otro. Este sería su misterio: no permitirle al yo ser sí mismo, e inversamente conferirle sentido. Renéville llamará a esto un cogito ergo sumus, según el cual la contingencia del ek-sistir del hombre es la contingencia ontológica radical en la que se evidencia que no nos damos nuestra ek-sistencia, sino que nos es dada por los otros, que nace de ellos y que sin esa co-ek-sistencia, habría podido haber nada en lugar de nosotros u otros en nuestro lugar. Ya no seríamos nosotros. En este sentido, el ek-sistir del hombre no es un “ser puro” sino más bien un “ser varios”; es precisamente no ser un simple yo (Renéville, 1977).
Pero como ya hemos dicho, si no hubiera lenguaje ni siquiera ek-sistiríamos, ni nos percibiríamos solos. El lenguaje permite la pluralidad; no obstante, los lenguajes no son plurales sino por el contrario singulares e irreductibles, y en eso consiste la alteridad radical: Establecer la pluralidad por medio de la distinción que genera cada lenguaje, cada juego singular. Alteridad radical, que según Baudrillard se encuentra también en peligro, en la anti-Babel mass-mediática y cibernética contemporánea, que condena al lenguaje a la simple comunicación.
Si algo se teme de la nada que sobreviene con la muerte, no es precisamente esa nada, sino que el registro de esa marcas contingentes que dejamos detrás, en el plexo de significados y significantes que es el mundo, se extinga con nosotros o no pueda ser discriminado de otros registros de marcas (Rorty, 1996). Es el mismo temor que el poeta vigoroso comparte con Baudrillard: el temor de no ser más que una copia. El temor de no hacer más que poner en circulación monedas ya acuñadas y gastadas de tanto pregonarse, de profesar la transformación del Mundo usando las mismas metáforas roídas de otros, de repetir lo que otro dijo en su propio léxico. “Auténtico pensamiento depresivo” que consiste justamente en eso.
De esta forma, tener un yo es crearse un yo gracias al lenguaje, es red-escribir el curso accidental, el devenir histórico azaroso de nuestras vidas en un léxico particular; es crearse a sí mismo. El lenguaje no comunica nuestra Alma con el Mundo ni revela nuestra Identidad, sino que nos permite concebir nuestra vida en función del tipo de relato que nos gustaría que otros narraran sobre nosotros. El lenguaje permite reordenar esas marcas ciegas en un relato “coherente”, que une accidentes con proyectos, “pasado” con “futuro” (Rorty, 1996). En cierto sentido, es un ejercicio de superación, no hacia lo místico, como quería Wittgenstein, ni hacia lo divino como Heidegger, sino el ejercicio de superación del con-texto de significados y sentidos heredados, hacia un con-texto o léxico personal. Esta sería la diferencia entre el “depresivo” y el “vigoroso”, entre el “débil” y el “fuerte”: el conformarse o no con el uso de un lenguaje habitual y generalizado, o aventurarse a red-escribir todo en un léxico novedoso, un léxico extraño e idiosincrático al principio, pero que puede con el tiempo llegar a ser una jerga alternativa para lidiar con el mundo.
Ahora bien, no basta con decir (junto a Rorty) que hemos de red-escribir las ciegas marcas de nuestro pasado, o (según Baudrillard) que debemos transfigurar nuestra desdichada lengua en una más afortunada, sino que deberíamos decir –o proponer— en qué consiste –o consistiría— tal redescripción o transfiguración.
En primer lugar, hemos de señalar que la palabra “yo” no nombra nada, que es un caso especial de designación que opera de forma similar a los deícticos. En segundo lugar, para que el término “yo” adquiera sentido en el tiempo, no puede prescindir de la utilización de por lo menos un nombre, es decir, que la aseveración de existencia debe su ilusión de continuidad al uso de una urdimbre de nombres. En tercer lugar, que uno de los rasgos fundamentales de nuestra ek-sistencia –en tanto que distanciamiento en el lenguaje— es su contingencia ontológica radical.
“¿Quién lo dice?”, es la pregunta por la agencialidad de lo proferido en la expresión “yo existo”. Esta pregunta tiene múltiples respuestas. No obstante, la más frecuente es: “soy x”, donde “x” corresponde a un nombre propio, de forma tal que por medio del él podamos “fijar” la entidad e id-entidad del que profiere el enunciado. En este sentido, la nominación sería en principio la acción mediante la cual unimos un rótulo con una persona o individuo; se podría incluso decir que por medio de esta acción se establece una conexión semántica entre el nombre y el nombrado. Pero, ¿qué garantía tenemos de que el referente “x” y el ente referido por “x” respondan a una relación inequívoca? Ninguna. Vemos entonces cómo el problema de la id-entidad del ag-ente no se resuelve por la simple designación, ya que ella a lo sumo nos dice: “soy x y por tanto no z”, es decir, que a lo sumo nos permite “fijar” los límites entre lo que es y lo que no. Generalmente requerimos –como en cualquier definición– recursos auxiliares de delimitación del alcance de esa nominación, recursos como “soy x, que quiere decir a, b, c... n”. En este sentido podemos identificar –al menos— dos dimensiones del problema de responder sobre la propia existencia. En primer lugar está el dar el nombre del ag-ente de la enunciación y, en segundo lugar, ubicar ese nombre en un con-texto de significantes y significados relacionados con el mismo. El primer nivel de la problemática será el de la identidad-referencia, y el segundo el de la identidad-sentido del nombre (Thiebaut, 1990).
Ahora bien, esto en ninguna forma resuelve el problema de cómo damos cuenta de nuestra propia existencia, ni mucho menos de cómo es que podemos red-escribir o transfigurar nuestro léxico en la construcción de un yo. Todo lo contrario, presenta diferentes problemas: a) El nombre posee sólo una función denotativa, es decir, el uso que hacemos de éste se limita tan sólo a referir lo nombrado; o b) el nombre tiene, además, una dimensión connotativa en la que sería de alguna forma la abreviatura o resumen de un conjunto de relaciones de significado; es decir, que expresa un concepto del cual él es un caso. Queda todavía un caso c), en el cual faltaría todavía por dilucidar si cumple por igual a y b.
Es cierto que el nombre es un designador rígido, que puede pasar a través de diferentes universos oracionales sin ser por ello alterado su carácter referencial, no obstante, de ello no se concluye que lo referido por el nombre tenga el mismo sentido en cada uno de esos universos. El designador es rígido porque a su vez es un designador vacío, es decir, que el espacio de significación no se agota con ninguna entidad (presente o no) a la que se refiera el nombre. No hay una relación de reflejo ente el nombre y la cosa. Cuando aprendemos un nombre también aprendemos el sentido por medio del cual podemos usarlo, pero a su vez el aprendizaje de ese nombre se hace con el auxilio de otros nombres, los cuales desplazan y modifican el sentido en cada caso (Lyotard, 1991).
Debería ser claro ya, que ninguna de las dos primeras opciones resuelve satisfactoriamente el problema de id-entidad del que habla, por lo que deberíamos inclinarnos por la tercera. El acto de nombrar no tiene que estar ligado necesariamente a ente alguno. E inversamente, tener un nombre no es garantía en ningún caso de la id-entidad del que habla. Por otro lado, esta id-entidad tampoco se resuelve por medio de ninguna abreviatura, o resumen del sistema de significados en el que se inscribe el nombre, pues éste último puede pasar a través de diferentes sistemas de significados sin alterarse. No podemos prescindir del uso de un nombre; pero ese nombre, no obstante, no garantiza nada en principio: requiere a su vez una urdimbre de otros nombres que le confieran sentido.
Finalmente, salta a la luz un problema que le antecede. Hay un acto del nombrar que es previo a la presentación del nombre como respuesta a la id-entidad del sujeto que dice “yo existo”. Tal sujeto ha sido nombrado primero (bautizado: “te bautizo con el nombre de x, hijo de z y nieto de y”), antes incluso de que pueda ni remotamente plantearse la duda cartesiana. Es el acto de nombrar y de ser nombrados el que pone en evidencia la contingencia ontológica radical de nuestra ek-sistencia, a su vez que revela que dicha ek-sistencia no viene ni puede venir de nosotros mismos, sino que nos ha sido otorgada primera y fundamentalmente en un acto de nombrar, en un acto de lenguaje.
Esta relación de nombrar y ser nombrado inaugura la problemática de la redescripción o creación de sí mismo a la que se refiere Rorty. De esta forma, cuando nombramos estamos reactualizando en cierta forma el sistema de significados en que se ha inscrito el nombre por primera vez, o si se prefiere, insertamos este nombre en un sistema de significación que puede ser ratificado, refutado, modificado o criticado, pero que en cualquier caso debe ser referido o relatado para que el nombre pueda funcionar o no como respuesta a la pregunta “¿quién?” (Thiebaut, 1990). El nombre no aparece en el vacío. El nombre acontece en un texto, en un relato, en una memoria, por eso cuando nombramos, siempre que realizamos o actualizamos el acto de nombrar, estamos in-textualizando el nombre al que nos referimos. Ahora bien, este sistema de significaciones es lo que hemos venido llamando un con-texto. Ubicamos en un texto, pero también con-textualizamos lo nombrado en el espacio de significaciones posibilitado por ese texto. Definimos simultáneamente la identidad-referencia y la identidad-sentido del nombre y gracias a ello es que podemos ensayar respuestas alternativas a la cuestión de la propia existencia (Thiebaut, 1990).
La redescripción se establece entre un yo que es dado, conferido, un yo creado en otro texto, y el (o los otros) yo(es) creado(s) en el intento de dar respuesta a la pregunta por la identidad. Hay una incisión entre el ag-ente que dice: “yo existo” o “yo soy” y los relatos por medio de los cuales justifica tal afirmación. Esa cesura que hay entre el referente y su con-texto es lo que hace que este ejercicio de autodeterminación sea a su vez atribucional y reflexivo.
Atribucional, porque no hay una relación uno a uno entre ese yo textualmente en construcción y el yo heredado o conferido por los otros (yo que se construye también por medio de relatos), por lo que es necesario, para que se dé esa transfiguración de la propia lengua, que el sujeto primero se atribuya ciertos textos que habrá de someter a cuestionamiento, rechazándolos o admitiéndolos (Thiebaut, 1990). Y reflexivo, porque ese yo en progreso –para usar una expresión de Lyotard— habrá de adentrarse en las nubes de textos y pensamientos que, no perteneciéndole, le preexisten, le acontecen y fundamentalmente le pr-escriben determinadas maneras de ser. Ese “yo textual” en progreso habrá de operar –en el intento de adentrarse en esos pensamientos— una síntesis de los datos fortuitos encontrados entre las nubes, sin poder apelar al recurso de alguna regla preestablecida. Esa sensibilidad hacia los comentarios singulares, es lo que entendemos por juicio reflexivo (Lyotard, 1992). Es un proceso complejo, en el cual, por una parte, hay una suerte de llamada, de obligación o prescripción de esos textos que heredamos y que nos atribuimos, a fin de reflexionar, de sintetizar los elementos fortuitos que encontremos en ellos, y por otra, hemos de generar un conjunto nuevo de nubes de textos o de pensamientos que nos permitan dar respuesta a la pregunta por nuestra identidad. El lenguaje no enlaza esta escisión entre el yo y su con-texto, sino que por el contrario, la posibilita y acentúa.
Mas la construcción de ese yo textual no es un proceso lineal, ni tampoco una dialéctica entre las marcas contingentes del pasado y el ejercicio reflexivo de hoy, sino más bien el resultado de un complejo concierto de voces entre los diferentes textos mutuamente referidos, gracias a los diversos enlaces potenciales del nombre. Referencias inter-textuales en las que el yo se difumina en una red de relatos a veces coherentes y a veces contradictorios entre sí:
El lenguaje de los humanos es siempre un lenguaje de fragmentación que no permite absolutos. O, dicho de otro manera, ante los absolutos no hay lenguaje. (...) Quizá la única forma de conocimiento de sí –de saber quiénes somos— sea este saberse a trozos, en diferentes con-textos, en diferentes momentos, con ocasión de diversos –y ajenos— aconteceres. El yo es, por eso, estrictamente textual y la conciencia del autor (...) parece depender de los distintos textos (...) en los que se va dibujando, sin diseño previo y sin fin previsible, el sentido de esa palabra misteriosa: yo (Thiebaut, 1990, pp. 134 y 181).
Incluso ese saberse fragmentario, ese saberse el corte transversal de las múltiples contingencias de una vida, ese reconocerse reflexivamente como el resultado de referencias inter-textuales de diferentes relatos, aun eso, no agota aquello que la pregunta por la identidad exige por respuesta. No lo agota, según Lyotard, porque la respuesta que demanda esta pregunta opera en tres niveles diferentes, que él distingue con las metáforas de ley, forma y acontecimiento (1992). Ley, que corresponde a la demanda ética de esos textos o pensamientos que nos preexisten y que evidencian una vez más la inmediatez de los otros, ley que es ese Otro que pr-escribe determinadas formas de ser y que demanda reflexionar sobre ellas. Forma, que representa la dimensión ineludiblemente estética que supone cualquier ejercicio de redescripción o transfiguración de la propia lengua, estética que está mucho menos mediada por una actividad cognoscitiva, que aquello que lo está por un conjunto de afecciones sensibles. ¿Quién duda que hay algo de narcisismo en construir un relato de sí mismo? Y finalmente, tenemos el nivel del acontecimiento, que es, una vez más, el carácter contingente y fortuito de los contenidos que ese “yo textual” habrá de re-construir.
De esta manera, todos somos escritores de una novela que se despliega infinitamente hacia el pasado y hacia el futuro, en la que somos a veces héroes, a veces villanos, testigos o incluso víctimas de esa existencia que nos ha sido dada sin haberla pedido, que tememos perder con la nada de la muerte y del silencio, y que sólo podemos retener tejiendo y retejiendo en esa red que es lenguaje, y sobre todo, la escritura.
Bibliografía
Baudrillard, J. (1996). El crimen perfecto. Barcelona: Anagrama.
Baudrillard, J. (1997). La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama.
Derrida, J. (1998a). Aporías. Morir –— esperarse (en) «los límites de la verdad». Barcelona: Paidós.
Heidegger, M. (1997). Introducción a la Metafísica. Barcelona: Gedisa.
Heidegger, M. (1998). El ser y el tiempo. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Heidegger, M. (1998b). Caminos de bosque. Madrid: Alianza.
Lyotard, J. (1991). La diferencia. Barcelona: Gedisa.
Lyotard, J. (1992). Peregrinaciones. Madrid: Cátedra.
Renéville, R. J. (1977). La significación del hombre. Buenos Aires: El Ateneo.
Rorty, R. (1996a). Contingencia, ironía y solidaridad. Buenos Aires: Paidós.
Thiebaut, C. (1990). Historias del nombrar. Dos episodios de la subjetividad. Madrid: Visor.
[1] Angela Ackermann Pilári, traductora al castellano del texto de Introducción a la Metafísica para la editorial Gedisa, sostiene que el término Dasein traducido por Gaos (Fondo de Cultura Económica) como “ser ahí” y por otros traductores como “existencia”, no permite captar el sentido que esta expresión tiene en la meditación de Heidegger. Propone entonces usar la forma latina para existencia más antigua, que es ex-sistencia. No obstante, nosotros hemos preferido conservar la traducción de Ariel Bignami en el texto de Renéville, que intercala una k –en sustitución de la x— y un guión entre la e y la s de exsistencia, ya que a nuestro parecer resalta más el carácter de distanciamiento que deseamos desarrollar en adelante.