Habitar en el exilio. Primeras aproximaciones

a la obra poética de Guillermo Sucre

 

Por:

Martha Durán

patriciaduran00@yahoo.com

 

 

 

…sólo después de haber perdido el Paraíso

empieza el hombre a convertirse en sí mismo.

Mircea Eliade

 

Desde que Ulises debió partir de Itaca – o

 quizás mucho antes – el exilio significó una

pena que por siempre acompañó el destino

de los hombres.

Christián KupchiK

 

Tengo mucho tiempo pensando en la palabra exilio, en esa palabra que cada vez se presenta con mayor fuerza en todos los espacios donde asiste mi mirada. La dejo llegar – acechando, descubriendo, sacudiendo – como quien acepta un destino para el cual todos estamos condenados. ¿Qué destino es ese? ¿A partir de qué momento, de qué instante, nos volvimos exiliados? Soy una exiliada porque tempranamente fui separada del vientre de mi madre. Ese aposento donde todos estuvimos alguna vez protegidos fue nuestra primera patria. Nuestro nacimiento ya llevaba implícita la idea del exilio, aquél donde – sin tener conciencia de ello – fuimos empujados hacia otro mundo ya no húmedo y secreto, sino a este vasto y desconocido espacio que todos compartimos.

Fuimos lanzados al mundo,  despedidos de un espacio creado sólo para nosotros, de un espacio que se adaptaba, que se aclimataba a las exigencias de nuestra vulnerabilidad. Nunca fuimos tan frágiles y, sin embargo, nunca estuvimos tan bien protegidos. La frase romper el cordón umbilical, puede verse también como otra gran metáfora de esa temprana experiencia del exilio, y además, como el símbolo de todos los lazos que nos unen a nuestros antepasados.

Esta idea no podía estar ausente en los versos de un poeta que se pregunta de manera incansable sobre los diversos exilios que sufre el hombre. Estamos hablando del poeta venezolano Guillermo Sucre (1933). En su poética, el exilio se muestra como esa condición ineludible del ser que se mira constantemente a sí mismo, que examina su lugar en el mundo sin encontrar nunca respuestas definitivas, sino más bien interrogantes  e incertidumbres.    

Pero, ¿qué es el exilio? ¿De dónde parte – y hacia dónde parte – un exiliado? ¿Qué es ser un exiliado? Todas estas preguntas podrían llevarnos a indagar en la vida personal del poeta, ya que Sucre fue un exiliado. Su vida está llena de exilios, pues en 1952 (con apenas diecinueve años) debe salir de Venezuela, permaneciendo en Chile hasta 1955. Otros alejamientos de su país – voluntarios o involuntarios – le seguirán en los siguientes años. Pero, para seguir siendo fieles a las palabras de Sucre, sus exilios geográficos o políticos no serán los que trataremos en este estudio. El exilio será más bien abordado desde una noción más abstracta, desde aquella donde palabras como ausencia, extrañamiento, nostalgia o separación podrán ir creando ese nuevo espacio del desarraigo, espacio que puede ser ahora el poema, el lenguaje o la palabra.

La gran mayoría de las definiciones de la palabra exilio están directamente relacionadas con el espacio: alejarse de su país natal, permanecer por un largo período de tiempo en un lugar ajeno, etc. Ahora bien, para nosotros, el vocablo exilio designará de manera muy general la condición o el estado de algo o alguien que se encuentra separado de un espacio específico; y precisamente, los matices de este término genérico se evidenciarán de acuerdo a ese espacio. Así, por ejemplo, la palabra destierro será entonces una forma particular de exilio donde el ser es separado de la tierra. Otros términos se irán presentando a lo largo de este estudio en el momento oportuno. Pero, en todo caso, el exilio – en cualquiera de sus acepciones – nos conduce inevitablemente a la idea de extrañar, pues el ser “desterrado” adquiere inevitablemente la mirada del extrañamiento, ya sea este ser un poema, una palabra o el propio poeta.

Ahora bien, antes de ser un desterrado, el hombre ha sufrido otros exilios quizá más profundos y perdurables, exilios que lleva a cuestas desde el mismo momento en que se supo hombre. Exilios que además – de tan intensos – se han hecho eco en casi todas las poesías sin importar su época o lugar de origen: uno de ellos es la expulsión del paraíso, el otro, el nacimiento. Para darle un nombre único al primero, recurriremos a una expresión que ha llegado a seducirnos de manera extraordinaria: la palabra descielados[1]. Además de su admirable belleza sugestiva, esta palabra traslada el lugar abandonado hacia lo que debería ser el primer exilio del hombre; pues “aun cuando se trate de la patria, la tierra no será pues sino Tierra de Exilio” (1991: 59), dice José Solanes. Todos vemos en el cielo ese acontecimiento del hombre en que alguna vez fue arrojado del paraíso. Y una vez en la tierra, adheridos a ella como el árbol que mira constantemente hacia arriba, el hombre tomó conciencia de sí y se supo un exiliado. Y es justamente ese “tener conciencia de sí” el que lo hace también un desterrado, pues la razón hará del hombre un ser único sobre la tierra, distanciándolo inevitablemente de ella:

El hombre será entonces a un mismo tiempo un descielado y un desterrado. Expulsado del cielo y separado de la tierra por la exigencia de la razón, el hombre ha decidido fundar sus propios universos para combatir estos exilios. Este es el caso del poeta, un hombre que adopta una nueva patria, un lugar “otro” donde puedan habitar eternamente las voces creadas por él: el poema. Sí, porque no es el poeta el que permanece en el poema; luego de su nacimiento, el poema vuelve a expulsar a este hombre descielado – desterrado, para reclamar su independencia. Otro exilio sufrido por el hombre que vive de y por las palabras; ahora – nos atrevemos a decir - el poeta se convierte entonces en un despoemado. Ya habría dicho Blanchot: “El que escribe la obra es apartado, el que la escribió es despedido” (1969: 15).

Así, en su obra La mirada (1970), Sucre hace un repaso de su humanidad; entabla un diálogo con la memoria, con lo que le rodea y con él mismo, contemplándolo todo con una mirada absorta, reflexiva. Y es precisamente esa mirada pensativa – como dirá en un poema – la que advertirá la presencia inequívoca del exilio en la naturaleza del hombre. Mirada que será capaz de recrear incluso el instante en que fue llamado al mundo, reconociendo también el inicio de su desamparo:

 

En el cielo grietas y relámpagos

tus ojos vislumbraban el desamparo

pero no eran el desamparo

penetraste luego en la selva

el hombre que era mi padre te rodeó

de un silencio tan profundo como el de tu vientre

fueron surgiendo los nombres

y con ellos la tradición el lazo

secreto con el pasado (Pág. 89).

                         

Un instante de comunión que trae luego separaciones, alejamientos y ausencias. Ya lo dijimos en líneas anteriores: somos expulsados al mundo y apartados de nuestro primer aposento para comenzar nuestra vida de desarraigos, pero al mismo tiempo está la tradición el lazo secreto con el pasado que nos regala una ilusión de permanencia en este nuevo mundo. En este instante somos anhelo de futuro y vuelta al pasado, pero sobre todo, somos gestación en y de soledad. Nuestro desamparo ya se estaba asomando en el silencio del vientre, en la soledad de ese espacio donde somos el único habitante. Más adelante, en el mismo poema, la voz poética dirá: “ahora veo lo que en ese instante veían / la soledad de un hombre en el reposo” (Pág. 90). La soledad de un hombre que todavía no puede verse a sí mismo, que no puede pensarse en el desamparo, que todavía está guardado del mundo. Tampoco, antes de nacer, podemos ver al cielo, no logramos advertir en el cielo grietas y relámpagos. Una fisura, una escisión, nos espera siempre.

Miro el cielo y, al hacerlo, distingo aquel exilio originario de la naturaleza humana: la expulsión del paraíso. Estamos condenados a esta idea de ser arrojados, despedidos. Y es que ciertamente la palabra exilio es un derivado del latín exsiliare, que significa “saltar afuera”. El exiliado se siente entonces excluido, puesto afuera.  Mira en el cielo la mano de un dios que lo señala, que lo juzga, que lo expulsa del Edén.

 

el ojo torrencial del cielo me juzga me condena

oigo los rápidos chorrerones caer en el patio

      siento la sumisión de las piedras

el ángel que se debate en las sombras afila su

      perfil de fuego

y lo vivo todo como si ya fuera memoria del exilio (Sucre, 1988: 15).

 

 

Es el ser que se siente observado permanentemente desde el cielo, que se sabe ángel caído, exiliado y descielado. La lluvia le recuerda su desamparo, le hace saber de su condición de orfandad en la tierra. Su actitud es la de sumisión como la de las piedras, en la inmovilidad de su abandono; pero más terrible aún, pues éste no posee la cohesión y la dureza de la piedra, sólo sabe de su fragmentación o dispersión.  

En el acto de mirar hacia arriba, todo el peso del cielo cae sobre nosotros. Y esta es precisamente la condición del ser que habla en La mirada; podemos incluso imaginar su postura, un estar de pie con el rostro frente al cielo. No acostado sobre el suelo, horizontal y relajado, sino más bien erguido, afligido pero firme, acorralado pero lúcido:

 

un cielo mil veces oteado por mis ojos

espejo de orgullo y de terror

rostros rumorosos en la sombra

astros calcinados (Pág. 69).    

 

En este vasto espacio del cielo se refleja su doble gesto de ser arraigado a la tierra con pretensiones de vuelo, siente a un mismo tiempo su grandeza y su soledad, se pone de pie para exhibirse en la tierra pero se inclina para buscarse en el cielo. Busca en ese espacio sin límites rastros de su origen, destellos de su corta memoria: “el légamo del cielo se abre / la primera semilla del mundo” (Pág. 67); y luego, casi vencido, se reconoce a la intemperie y desposeído: “me veo y todo lo he perdido salvo / ese momento que me esclarece / les debo esa memoria que luego estalla / en el delirio al mediodía”. Demasiada luz para sus ojos, demasiado mortal para combatir con la mirada fija del sol. Es hora de bajar el rostro, de volver a la tierra del exilio, pues “el cielo respira [solamente] en el azul”,  ya que lo otro sería “el deslumbramiento la conciencia del sol” (Pág. 73). ¿Bajar la mirada o cerrar los ojos?

Sin embargo, ese deslumbramiento, esa instantánea ceguera, nos dejó la conciencia; conciencia de ser humanos, de ser exilio. La luz como razón, o la luz como metáfora de la razón. Y el verano, luz concentrada, luminosidad esparcida, puede entenderse como una analogía del ser:

 

Ya no estamos en el verano

Pero somos el verano

Pudimos ser de otro modo

Nos tocó otro destino

Somos tierra encarnada (Pág. 99). 

   

 Es este nuestro destino. Pensarnos, repasarnos, preocuparnos por nuestro ser. No ser ángeles, ni dioses, ni astros, sino más bien polvo corporeizado, tierra encarnada o, como diría Vallejo, barro pensativo. Sin embargo, somos también extranjeros en este gran espacio que es la tierra. Hay una distancia que nos separa de todo aquello que es diferente a nosotros. Y es precisamente la conciencia la que declara esa distancia entre hombre y naturaleza:

    

La razón, la bendición del hombre, es a la vez su maldición. Ella le obliga a enfrentar sempiternamente la tarea de resolver una dicotomía insoluble (…) El hombre es el único animal para quien su propia existencia constituye un problema que debe resolver y del cual no puede evadirse. (Fromm, 1992: 53). 

 

El ser, sin poder huir de la duda, de la interrogación, del preguntarse a sí mismo sobre su propia existencia, sufre la angustia de sentirse ajeno y de tener la conciencia de esa ajenidad. También, en Mientras suceden los días (1961), la voz de Sucre se pregunta incansablemente sobre esta distancia del hombre, sobre su condición en el mundo, sobre su constante peregrinación:

 

¿Acaso éramos las albas errantes del mundo, re-

    flejos de un orden primario, urgido

    de un hacer en tinieblas;

o la desnudez entre flagelos, vértigos, migracio-

    nes, la desnudez: armas de aquel mar

    que ondulaba entre nosotros? (Pág. 36).

    

El tono melancólico de estos versos se detiene en el signo de interrogación que parece no cerrarse nunca. En la incertidumbre siempre abierta de la existencia se debate el ser, se piensa, repasa su tránsito por el mundo sin encontrar descanso, sosiego. Y en ese ser albas errantes del mundo nos descubrimos extraños, habitamos un no espacio, o mejor aún, deshabitamos el mundo dejando sólo nuestro reflejo.

Contemplamos un amanecer, el oleaje de una playa o el follaje de un árbol, con la mirada del extrañamiento. A nuestros ojos asombrados la naturaleza se despliega armoniosamente sin que logremos sentirnos parte de ella. La sensación de misterio que nos produce el mar evidencia nuestra condición de desarraigo frente al mundo que creemos conocer. La profundidad de los mares sigue siendo un espacio impenetrable para nuestros ojos,  sigue siendo misterio, perplejidad. Y sobre todo, más contradictorio aún si en nuestro origen todos fuimos seres del agua; pues sólo después del nacimiento nos volvemos seres de la tierra.

Entonces, la conciencia nos hace ver que somos seres escindidos, fragmentados, separados. Partir, alejarse, extrañar…siempre estamos partiendo: de la inocencia, de la infancia, de la adultez, de la patria, del amor y, también, de nosotros mismos. La naturaleza ocurre, sigue su manera habitual de coexistir a pesar de nosotros; el hombre llegó para alterarla, poetizarla, estudiarla, contemplarla, disfrutarla o destruirla; esto nos hace más humanos, apartándonos inevitablemente de ella. Al decir esto, sólo puedo recordar estas palabras de Cadenas: “Lo que al hombre le cuesta es ver que la naturaleza ya es sobrenatural. Está fuera de nuestro alcance, aunque nos sirvamos de ella” (1991: 114).

El saberse hombre es también el reconocimiento de nuestra naturaleza en extremo diferente a todo lo demás sobre la tierra.  Nuestra consciencia es otra gran muralla que nos aparta del mundo, de sus infinitas formas de escribirse o manifestarse, advirtiendo esa diferencia que nos hace únicos. ¿Nos alegra ser únicos? El poeta español Rafael Morales contestaría: “dolor, dolor de ser hombre, es decir, dolor de ser exilio”. La voz poética de Mientras suceden los días respondería:

 

Nada significan los tatuajes, las nostalgias;

ni el exilio que se establece en el corazón después

    de tantos reinos perdidos,

    de tantos sueños y desgracias;

menos aún el otoño de aletazos fulminantes que

    parece extinguir nuestras miradas,

    nuestros párpados (Pág. 41).

 

La derrota del ser, la sensación final de vacío que deja la lucha de vivir, de transitar. Es la resignación frente al abismo donde el sujeto se reconoce, un abismo que no es la muerte, sino la fugacidad misma de la vida. Ésta es una voz cansada de andar sin haber encontrado justificación para ese viaje, que se lamenta de sus exilios no porque sean exilios, sino porque nada han dejado. ¿Ha valido la pena?, parece que se pregunta este hombre.

La necesidad constante de preguntarse, de buscarse a sí mismo, ha despertado en el hombre la idea de otros exilios presentes en su propia existencia. Ya no el hombre extranjero en el seno de la tierra, ahora el hombre disgregado y separado de sí mismo. Freud enseñaría al mundo esta compleja fragmentación de la naturaleza humana en las ideas del yo, el super-yo y el ello. ¡Como si no hubiera sido suficiente sabernos ajenos al mundo! Ahora también somos ajenos en nosotros mismos. Tres instancias que coexisten, luchando siempre dentro de nuestro ser.

Nuestra unidad se ha perdido a partir del conocimiento de ese mundo interior que se desdobla en diversas esferas, observándonos a nosotros mismos como seres plurales, múltiples, fragmentados. Así:

 

caen las máscaras y ya no hay rostro o el rostro

     es la máscara que no cae

     el mil veces expuesto signo que nadie

     descifra (Sucre, 1988: 24).

 

Pasar del Yo al otro, del la unidad del Yo a la diversidad de seres que existen en nosotros mismos, es vivir una vez más la experiencia del exilio. La pluralidad de voces que se manifiestan en nuestro interior, son los ecos de ese ser escindido y fragmentado que somos. Un ser donde habitan otros seres, que a veces calla para cederles ese silencio, para recordar sus abismos y encierros. De la misma manera, el sujeto que habla en Mientras suceden los días se sabe ocupado por otros seres, espiado permanentemente por esos otros que están recluidos en nuestro cuerpo:

 

Déjalos que así me acechen, esos seres

en el vacío, sin sonido,

rabia y espuma de la muerte.

Déjalos que aquí me clausuren.

También les da cárcel mi fulgor (Pág. 58).

  

La concepción moderna de alteridad, que si bien afirma la idea de reconocimiento del otro, también resulta ser otra muestra de esa naturaleza escindida del ser humano, esa idea de ser otros y a la vez uno. Ya afirmaba Ortega y Gasset que “el hombre existe fuera de sí en el otro, en país extranjero, (…) Vivir es existir fuera de sí, echado de sí, consignado a éste que es otro. El hombre es por esencia extranjero, emigrado, exilado” (1966: 23). Espacios como el sueño, el viaje imaginario o la memoria, son algunos de los lugares donde habitan esos otros que conforman nuestra inmensidad interior. 

El ser de Mientras suceden los días deambula entre estos espacios para escucharse a sí mismo, para permanecer suspendido entre sus voces mientras espera, mientras recuerda. Es este el tiempo del exilio, un futuro pospuesto, una suspensión, un destiempo:

 

¿Quién nos conocía entonces? ¿Quién nos igno-

     raba?

Sólo la memoria fluía como un río paralelo a tu

     cuerpo tendido

y era el pasado esas tristes aguas detenidas de mi

     infancia (Pág. 36).

 

Un tiempo que dejó de ser lineal, continuo, que está más bien girando en el caracol de los días. Un cuerpo tendido, en espera, en reposo, que ve pasar (fluir) los recuerdos en la inmovilidad de los días presentes. Y más adelante confiesa: “Renunciamos al tiempo. Y nuestras pobres palabras perseguidas eran el exilio, el lenguaje de la ausencia”. Un hombre que renunció al tiempo, que se siente vagando entre ausencias, entre nostalgias, que vive en un  destiempo.  Ese es el tiempo del exilio, el no tiempo.  

Es en el poema, en la nueva patria del poema, donde seguiremos buscando esa voz de la ausencia que es Guillermo Sucre. Hemos escuchado - de forma muy general – la naturaleza de ese estado del exilio presente en los poemas de La mirada y Mientras suceden los días, y debemos decir, que esta condición del ser es una constante en el discurso poético de Sucre, sólo que ésta se manifiesta de manera diferente en cada una de sus obras.

En La mirada, escrita entre partidas y regresos[2], el sentimiento del exilio se asume con cierta distancia y serenidad, una voz profundamente reflexiva se mueve a la par con la mirada para redimensionar su lugar en el mundo. Es más un diálogo de miradas,  una conversación con la intemperie, un hombre que repasa la piel del mundo con sus ojos. En esta obra, “las memorias han pasado y un corporal presente adviene como objeto de percepción, de canto, de reflexión” (Balza, 1983: 65).

Muy diferente ocurre en su primer libro, Mientras suceden los días, donde las furias del tiempo y la naturaleza, la nostalgia del pasado y la experiencia del exilio, son vividas con más arrebato. Y donde además el encuentro con el instinto, la manifestación de lo erótico, va a hacer que las imágenes irradien una luz particular. En ese encuentro con el amor el ser poético es capaz de decir: “Me abandono a la gloria de ser”; pero en su retorno a la conciencia, confiesa: “Estamos solos en medio de la tierra”.  Leo estos dos versos de Sucre y tengo la sensación de que fueron escritos por dos sujetos diferentes. El primero celebrando su naturaleza excepcional, amparado por él mismo; pienso que en realidad no se abandona, se encuentra, simplemente es. El segundo –indefenso, huérfano- es el que realmente se abandona; se resigna a su orfandad, simplemente piensa.

¿Qué extraña fuerza nos otorgó la conciencia de sabernos diferentes a todo? ¿Somos realmente tan diferentes? ¿Puedo dejar de preguntarme una y otra vez sobre nosotros, sobre todos nosotros, sobre el otro, sobre mí? Estoy triste porque me asaltan infinidad de preguntas que no puedo responder. Estoy alegre porque puedo escribirlas, porque otros las leerán, y porque –quizá– alguna vez alguien estará de acuerdo conmigo.        

 

Referencias bibliográficas

 

 

Balza, J. 1983. Transfigurable, Caracas (Venezuela): Dirección de Cultura U.C.V.

 

Blanchot, M. 1969. El espacio literario, Buenos Aires (Argentina): Paidós.

 

Cadenas, R. 1991. Anotaciones, Caracas (Venezuela): Fondo Editorial Fundarte.

 

Fromm, E. 1992. Ética y psicoanálisis, Santafé de Bogotá (Colombia): Fondo de Cultura Económica.

 

Ortega y Gasset. 1966. Unas lecciones de metafísica, Madrid: alianza.

 

Solanes, J. 1991. Los nombres del exilio, Caracas (Venezuela): Monte Ávila Editores.

 

Sucre, G.  1961. Mientras suceden los días, Caracas (Venezuela): Editorial Cordillera.

________ 1970. La mirada, México: Editorial Vuelta.

________ 1988. La vastedad, México: Editorial Vuelta.

 

Umbral, F. 1976, “El cielo azul”, diario El nacional, Caracas (Venezuela), 6 de diciembre.


 

[1] Esta palabra fue utilizada por Francisco Umbral en un artículo denominado “El cielo azul”, publicado en El Nacional, Caracas, diciembre de 1976. 

[2] Esta obra fue escrita entre 1962 y 1969, época de alejamientos y reencuentros con su país natal; pues, luego de haber permanecido tres años en París, en enero de 1962 Sucre regresa a Venezuela. Después, entre 1968 y 1970, el poeta vive en Pittsburgh trabajando como docente universitario.